Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 8
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Ordóñez había escuchado con marcado sobresalto estas amenazas que profería el terrible jesuíta, sin que se descompusiera en lo más mínimo la impasibilidad de su rostro.
Estaba en lo cierto el padre Tomás al decir que le tenía cogido fuerte y seguramente. Era imposible el ser ingrato y faltar a los compromisos después del casamiento, y forzosamente había de marchar unido a la pesada protección del padre Tomás.
Pero esto no le hacía cambiar de propósitos, pues en su situación era imposible rebelarse. Estaba decidido a casarse con María y a no faltar a las condiciones que le exigía el padre Tomás.
– ¡Oh, reverendo padre! Hace usted mal en dudar de mí. Estoy demasiado agradecido a su benévola protección para que intente serle infiel. Mándeme como guste, que obedeceré inmediatamente.
Después de estas seguridades que el joven dió al jesuíta, extremándose en demostrar su desinterés, ya que le era imposible engañarlo, los dos siguieron conversando sobre el asunto que tanto les interesaba, o sea el lograr que María abandonase a su antiguo novio para admitir el amor de Ordóñez.
Al cuarto de hora de conversación, el joven calavera comprendió que estaba estorbando en sus ocupaciones al poderoso jesuíta, y se apresuró a retirarse.
– Con que quedamos, reverendo padre – dijo Ordóñez abandonando su acento – , en que usted se encarga de quitarme de en medio el estorbo de ese amante desconocido.
– Eso es. Permanece tranquilo, que no tardaremos en vernos libres de ese obstáculo.
– ¿Y yo que hago entretanto?
– Seguir visitando a la baronesa y haciendo el amor a María. Ten calma, que tal vez llegue un momento en que, despechada y herida en su amor propio esa joven, te recuerde tus anteriores declaraciones de amor y solicite que la hagas tu esposa.
– ¡Je, je! Tendría gracia verme solicitado por una señorita. Sería el mundo al revés. Y todo es posible si usted se empeña; le reconozco poder para eso y mucho más.
– Lo importante es que al casarte no olvides que tú sólo eres un usufructuario de la fortuna de tu mujer, y que si ésta muere, sus millones deben pasar a la tía. Ya sabes por donde te tengo cogido. O la obediencia ciega, o el presidio.
Ordóñez hizo un signo de afirmación, como dando a entender que estaba sobradamente convencido de que el padre Tomás era hombre que cumplía sus amenazas.
– Seré fiel a la palabra que doy, reverendo padre. Creo que no tendrá usted el menor motivo de descontento.
Ordóñez tenía ya el sombrero en la mano, y el jesuíta se levantó de su asiento para despedirle.
– Ten calma y confianza. La viuda de López te ayudará en el asunto; y además, aquí estoy yo.
Después sonrió amablemente el jesuíta, como si nada hubiera ocurrido, y tendió su mano al joven, que la estrechó con efusión.
– Estamos ya entendidos… ¿Trato hecho?
– Trato cerrado, reverendo padre.
IX
El vicario de España al padre general
Gustábale al padre Tomás despachar por sí propio todos los asuntos importantes, temiendo la traición y espionaje, bases de la organización de la Compañía de Jesús y que se encierran siempre en la persona del “socius”, del individuo más allegado y querido.
No quería él tener a todas horas en su despacho subordinados que en apariencia eran autómatas, pero que sin abandonar su actitud impasible, lo veían y recordaban todo, y por esto mismo procuraba, al trabajar, el aislarse por completo en el fondo de su sombrío despacho.
Pero las grandes necesidades que en sí llevaba la administración de la Orden, la inmensa correspondencia que había que sostener con la oficina central de Roma, dando cuenta al General de cuantos trabajos había realizado la Compañía durante el mes, y las apremiantes necesidades de aquel archivo secreto, en el que había que almacenar hasta el más pequeño dato de las personas que por algún concepto eran interesantes para la Orden, obligaban al padre Tomás a tener empleados más de una docena de jesuítas jóvenes, hábiles e infatigables para el trabajo de pluma, los cuales, si no le merecían una confianza completa, al menos le proporcionaban cierta seguridad relativa, a causa de la reserva de su carácter y de que se profesaban un odio mutuo, lo que impedía toda clase de inteligencia en contra del superior.
Esta oficina de escribientes con sotana funcionaba lejos del despacho del jefe, al otro extremo del viejo edificio, y el más hábil de todos los funcionarios, un joven vascongado que era quien mejor merecía la recelosa confianza del padre Tomás, estaba encargado de la correspondencia con Roma, siendo el único que, por especial favor, conocía la clave misteriosa que usaban los altos padres de la Compañía para comunicarse; clave tan segura, que su secreto no podía ser descubierto ni aun por los más consumados diplomáticos.
Este funcionario fué el que pocos días después de la conferencia habida entre el padre Tomás y Ordóñez, recibió de su superior el encargo de poner en cifra una larga comunicación que le entregó, dirigida al padre general, encargándole que, apenas terminase la traducción del documento, lo remitiera a Roma.
El documento decía así:
Negocio Baselga-Avellaneda.– Recordaréis, respetable padre, que desde que ingresó en nuestra Orden nuestro bienaventurado mártir, el padre Ricardo Baselga, que hizo donación a la Compañía de toda su importante fortuna, quedó pendiente de resolución el hacer que llegase a nuestras manos el resto de la herencia Baselga, empresa que ya inició en sus tiempos el difunto padre Claudio, a quien la Orden castigó por traidor.
Hace ya muchos años que yo tenía puestos los ojos en tal negocio, pues creo que la Compañía no debe iniciar nada sin acabarlo; pero permanecía inactivo comprendiendo que las circunstancias no eran propicias para reanudar el asunto.
Hoy ha cambiado la situación y creo que es llegado el momento de dar el golpe, por lo que he dado principio a las negociaciones.
Los nueve millones de pesetas que restan de la fortuna de Avellaneda corresponden a la joven María Quirós de Baselga, nieta del difunto conde, heredera de su título y bisnieta del afrancesado don Ricardo Avellaneda.
Administra actualmente esta fortuna la baronesa de Carrillo, tía de la poseedora, y cuyos informes secretos obran en la sección española de ese archivo central. La baronesa es buena cristiana, muy afecta a la Compañía, y, además, obediente a nuestros mandatos; y tanto se interesa por la Orden, que de “motu proprio” quiso obligar a su sobrina a que entrase en un convento, haciendo antes donación de sus bienes terrenales en favor nuestro.
Pero el carácter de la joven se aviene mal con la vida religiosa, según he podido apreciar yo mismo en un estudio detenido que he hecho de su parte moral, y según consta también en los informes que sobre ella existen en ese archivo.
Como la Compañía, en los presentes tiempos, al realizar sus negocios no debe usar de violencias, como muchas veces lo ha recomendado así esa suprema dirección, aconsejando que, para provecho de la Orden, supiéramos explotar las aficiones y tendencias de cada individuo, yo no he creído prudente oponerme a los deseos de la joven María Quirós, que en vez de entrar en un convento quería casarse, y he procurado utilizar en provecho de nuestros intereses esa tendencia que ella manifiesta en favor del matrimonio.
Nuestro negocio sería casarla con un hombre que estuviera por completo a merced de la Compañía, y de este modo, aunque tardáramos en percibir su fortuna, ésta estaría en seguridad, y en plazo más o menos largo vendríamos a ser dueños de ella.
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