Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 8
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– Baronesa. Presento a usted a mi amigo don Francisco Ordóñez, hermano del senador del reino duque de Vegaverde.
El presentado se inclinó haciendo una reverencia ceremoniosa, copiada sin duda de algún galán amanerado de comedia.
María le examinó con esa curiosidad pronta e instintiva de las mujeres, que con una sola mirada aprecian a un individuo desde la cabeza hasta los pies.
No era mal mozo, pero encontraba en él algo que le desagradaba. Parecíale algo fatuo, y, además, demasiado viejo para los treinta años que representaba. Iba peinado según la moda favorita de los gomosos, y su cabeza relamida y charolada tenía algo de bebé. Olía toda su persona a tonta insubstancialidad, pero a su rostro asomaba en ciertos momentos una expresión maliciosa que le hacía antipático.
Había algo en aquellos ojos negros, moteados de pintas doradas, que no era una expresión de astucia, sino de despreocupación canallesca, y en sus facciones cuidadas y un poco embadurnadas por afeites de tocador mujeril notábanse ciertas placas violáceas que eran como el indeleble sello de placeres buscados en los postreros estertores de la orgía y en las últimas capas del vicio.
María no comprendía el verdadero significado del exterior de aquel hombre, pero adivinaba en él algo repugnante y le resultaba antipática su presencia.
Atraída por la fuerza del contraste, hizo mentalmente un parangón entre aquel hombre, fiel representación de la juventud aristocrática, y el que a aquellas horas marchaba en el “exprés” de Francia, y se sintió próxima a maldecir en voz alta a la fatalidad, que dejaba a su lado tipos como Ordóñez, mientras alejaba al joven doctor Zarzoso.
El hijo segundo del difunto duque de Vegaverde era bien conocido por toda la aristocracia de Madrid.
Su hermano mayor, el heredero del título de la casa, prócer sesudo, que en el Senado llamaba la atención por la manera de decir “sí” o “no” en las votaciones y que desde niño había sentado plaza de hombre tan formal como imbécil, demostraba cierto rastro de buen sentido, despreciando a su hermano menor y diciendo en todas partes que era un perdido, que deshonraba a su familia; pero la sociedad elegante no le hacía coro, antes bien, encontraba que Paco era un muchacho distinguido, ligero, eso sí, pero con mucho “chic”.
A los veinticinco años, cuando entró en posesión de su herencia, ésta quedó entre las uñas de prestamistas y usureros, a causa de los enormes anticipos aumentados por intereses bárbaros que se le habían hecho antes de ser dueño de su fortuna.
El elegante Ordóñez se encontró arruinado y casi en la miseria, justamente cuando más agradable comenzaba a encontrar la existencia; pero no era él (según decía) mozo capaz de ahogarse en tan poca agua y siguió adelante en su vida de despilfarros y locuras sin fijarse en el presente, ni importarle gran cosa el porvenir.
Las grandes fortunas son como esos navíos colosales, que al ser tragados por el mar, dejan sobre la superficie innumerables objetos que sobrenadan y son todavía utilizados. Ordóñez, a pesar de su total ruina y de que su fortuna entera había quedado en manos de los usureros, todavía gozaba de recursos que sobrevivían a su empobrecimiento y el más principal era el crédito que le daba su apellido y sus relaciones sociales.
El hijo del duque de Vegaverde fué el tipo perfecto del aventurero aristocrático, que explota su nacimiento y vive a costa de los que le rodean, explotándolos con gran frescura, como quien hace uso de un derecho y tiene por feudataria a toda la sociedad. Dió sablazos de miles de pesetas; vendió fincas que ya no le pertenecían; tomó cantidades a préstamo que nunca debía devolver, firmando para ello escrituras de depósito; importunó a todos sus amigos, que él creía ricos e imbéciles, pidiéndoles favores pecuniarios con diversos pretextos; llegó hasta la estafa, y todo esto lo hizo con la mayor sangre fría, con la más asombrosa indiferencia, con una ligereza insolente y sin arrepentirse de sus acciones ni temer las consecuencias, pues, según él decía, los presidios se habían hecho únicamente para gentes sin distinción, y era imposible que llegase a entrar en ellos un individuo, cuyos antecesores gozaban de la grandeza de España desde muchos siglos antes, y que, además, tenía un hermano senador por derecho propio.
Por dos veces había estado próximo a ser expulsado del Casino a causa de sus trampas en el juego; gozaba, entre la juventud elegante, una fama poco envidiable; pero, a pesar de esto, ninguno se negaba a estrechar su mano, y era frase corriente al hablar de él, exclamar:
– ¿Quién? ¿Paco Ordóñez? ¡Lástima de chico! Tiene mala cabeza, pero en el fondo es un corazón de oro. Su defecto más capital es no tener un céntimo.
El corazón de oro consistía en que Ordóñez, en su época de opulencia, había derramado el dinero con loca prodigalidad, dejando tras sí muchos estómagos agradecidos, y en que gozaba fama de espadachín, habiendo muchas veces pagado a algún acreedor de los que se creaba en torno de la mesa de juego, primero con insultos y después con una estocada.
Además, entre la balumba de necios con quienes vivía en intimidad en el Casino y en todos los puntos de reunión de la juventud elegante, tenía sus admiradores, y llamaba la atención por la originalidad de sus maneras y la extremada novedad de sus trajes. Sus reverencias y saludos, copiados de actores, eran imitados por su corte de gomosos, que también en el vestir se regían por aquel aventurero, que tenía como acreedores a los principales sastres y sombrereros de Madrid.
Ordóñez vivía en grande, gastaba como un potentado, era uno de los árbitros de la moda, ocupaba un lindo entresuelo en la calle de Alcalá, y él mismo no sabía explicarse cómo verificaba el milagro de gastar cual un potentado, sin otras rentas que el dinero ganado en la ruleta alguna noche de buena suerte.
Era muy inteligente en materia de caballos; asistía todas las noches a la Opera, sin que sus conocimientos artísticos fuesen más allá de saber que la tiple tenía buenos brazos y conocer algunas obscenas anécdotas de bastidores; y en las corridas de toros, distinguíase como furibundo aficionado, tuteándose con todos los toreros de renombre, a los cuales consideraba como compañeros de “juerga”.
Su mala fama no era un secreto para nadie. Sus canalladas trascendían y, aumentadas por la voz pública, eran conocidas por todas las pudibundas señoritas y severas señoras de la alta sociedad; pero, a pesar de esto, no se le cerraba la puerta de casa alguna, antes bien, en las fiestas aristocráticas, era muy apreciado como un hábil organizador de cotillones.
Ordóñez era hombre de suerte. También, entre las mujeres se había fabricado una frase en honor de él, y las mamás se decían:
– ¡Oh! ¡Ordóñez! Un buen muchacho; algo ligero de cascos, ¡eso sí!, pero muy distinguido; muy “chic”, y, además, ya sentará la cabeza cuando se case. Esos que son tan calaveras en la juventud, después resultan maridos modelos. Lástima que esté arruinado.
Y el aventurero, con su cabeza charolada, su bigotillo erizado y su fría sonrisa de hombre audaz y fatuo, seguro de su cinismo, exhibíase en todas partes, siempre distinguido y correcto, con su frac a la última moda, la camelia en el ojal y el “claque” apoyado en el muslo.
Las jóvenes casaderas, con el instinto propio de las mujeres, leían en su cerebro. Bailaban con él, admitían con gusto los obsequios de un hombre de moda, pero no hacían el menor esfuerzo para retenerle. Todas decían lo mismo:
– ¡Oh! Ese no sirve; no hay que poner en él esperanzas. Ese busca una buena dote.
Cinco años de aquella vida de despilfarro, sin una base firme, comenzaban a agotar su ingenio y a gastar rápidamente sus hábiles procedimientos de elegante estafador. El número de acreedores era tan inmenso, que le aplastaba como una inmensa mole, y todas las fuentes de dinero comenzaba a encontrarlas cegadas.
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