Vicente Blasco Ibáñez - La araña negra, t. 8
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– Baronesa; es usted muy injusta. El arte es el arte.
Y aquí se atascaba su luminosa inteligencia, no encontrando mejores argumentos.
Ordóñez acogía las palabras de la baronesa con sendas inclinaciones de cabeza, y hacía esfuerzos para demostrarla que era en un todo de su opinión.
¡Oh! El también pensaba así, la ópera era inmoral; iba contra el catolicismo, y esto no podía consentirse, porque era preciso confesar que “había algo”. Y esto lo decía con tono sentencioso, mirando arriba, y con la expresión de un hombre que, tras profundas reflexiones, ha llegado a adivinar la existencia de la divinidad.
Además, él, arrastrado por el deseo de agradar a la baronesa, llegaba hasta la exageración, y no se contentaba con criticar “Los Hugonotes”, sino que encontraba la ópera, en general, digna de ser suprimida, como atentatoria a la moral y a las buenas costumbres. Y daba pruebas de ello. En “La Africana”, poníase en ridículo a la respetable clase de obispos; en “La Hebrea”, un cardenal resultaba padre de una judía, y así casi todas; y cuando no resultaban tales obras encaminabas a escarnecer la Religión, aún era peor, pues hacían ruborizar con sus bailes inmorales y sus dúos de amor, en que faltaba poco para que el tenor y la tiple se comieran a besos a la vista del público.
Y aquel granuja, a quien tuteaban todas las bailarinas del Real y que en cierta ocasión galanteó a una tiple para empeñarle los brillantes, hablaba de la inmoralidad de la ópera con un santo horror de capuchino, que impresionaba a la baronesa.
Doña Fernanda, oyéndole se afirmaba en su primitivo pensamiento. ¡Qué gran cosa era la educación de los jesuítas, cuando aquel joven, después de la borrascosa vida de calavera, todavía conservaba tan buenas ideas, tan sanos principios!
Pero el académico, más sencillo, o menos crédulo, contemplaba a Ordóñez con mirada fija, y pensando en las mil perrerías que acometía todos los días, se decía interiormente, poseído de cierta admiración:
– ¡Ah, redomado hipócrita! ¡Ah, grandísimo tuno! ¡Cómo mientes!
María sólo atendía a ratos a la conversación. Ordóñez le resultaba antipático y adivinaba algo de la falsedad que encerraban sus palabras.
La proximidad de aquel hombre había servido para excitar en ella el recuerdo de Juanito Zarzoso y la tristeza la invadía de tal modo, que, para disimularla, miraba a todas partes con sus gemelos, sin fijarse en nada.
El acto tercero había comenzado, y los dos hombres seguían en el palco, pues la baronesa les había invitado a quedarse.
Doña Fernanda y Ordóñez seguían conversando sobre el tema religioso; el académico miraba a todos los palcos con expresión aburrida, y María fijaba toda su atención en la escena, buscando en las sensaciones artísticas un medio para olvidar momentáneamente su dolor.
Estaba de espaldas a Ordóñez, y dos o tres veces que éste, aprovechando momentos de silencio con la tía, intentó dirigirla la palabra y hacerla sonreír con alguno de sus chistes mordaces que tanto efecto lograban entre las damas, quedó desconcertado ante la frialdad con que le contestó la joven.
María estaba conmovida. Conocía muy bien la ópera; pero en aquella noche las diversas escenas le impresionaban más que de costumbre, sin duda, a causa del estado de su alma. Aquella Valentina que, con el velo de desposada, se escapaba de la iglesia e iba en la oscuridad nocturna buscando a su Raúl, parecíale que era ella misma, que marchaba desolada en busca de su novio, huyendo de la baronesa, que quería casarla con otro hombre; por ejemplo, con el majadero pretencioso e hipócrita que tenía al lado.
Y esta novela que rápidamente se forjaba en su imaginación, la hacía mirar con odio a aquel Ordóñez que se mostraba obsequioso y galante de un modo que desesperaba.
Terminó el acto, y los dos hombres se levantaron para retirarse.
La baronesa ofreció a Ordóñez su casa. Ella no tenía muchos amigos, ni las reuniones en su casa ofrecían gran atractivo; allí sólo entraban personas sesudas y de sanos principios, y, por esto mismo, tendría mucho gusto en recibir a un joven tan sensato que, por sus ideas y su modo de ver las cosas, tenía alguna analogía con su difunto cuñado Quirós, el padre de María, el héroe de la causa santa en el 22 de junio, y del cual la sociedad, ingrata y olvidadiza, no se acordaba para nada.
Ordóñez consideróse muy honrado por tal invitación, y se retiró.
El académico, que se quedó en el palco, siguió hablando con la baronesa y contestando a las preguntas que ésta le hacía sobre Ordóñez.
Iba a comenzar el acto cuarto, cuando la baronesa se levantó. Estaba muy excitada por la conversación que había sostenido con el joven.
– ¿Nos vamos ya, tía? – preguntó con extrañeza María.
– Sí, hijita. No me siento con fuerzas para ver ese acto, que siempre me ha repugnado; y esta noche más aún. No quiero presenciar esa infernal “conjura”, en la que salen revueltos frailes y monjas con el puñal en la mano. Detesto ese acto.
– ¡Pero Fernandita! – exclamó escandalizado el académico – . ¡Si es lo mejor de la obra!.. Además, todos esperan en el gran dúo al tenor, creyendo que en él hará prodigios. ¡Vamos, quédense ustedes!
– ¡Que no! No quiero tragar bilis viendo tales impiedades en escena. Niña, ponte el abrigo.
Y las dos mujeres salieron del teatro. El académico las acompañó hasta el vestíbulo, y tía y sobrina subieron en su carruaje.
María se felicitaba de la resolución de la baronesa. Aquel dúo de amor, con sus gritos de suprema pasión y su penosa despedida, le hubiese causado mucho daño, y tal vez, haciendo estallar su comprimido llanto, habría revelado el dolor que la dominaba por la marcha de su novio. Bien había hecho la baronesa en retirarse.
Rodaba el elegante carruaje con dirección a la calle de Atocha, y las dos mujeres guardaban el más absoluto silencio.
María iba ensimismada, hasta el punto de no darse cuenta exacta de en dónde estaba. La voz de la baronesa le sacó de tal situación.
– Di, niña, ¿qué te ha parecido ese joven?
– ¿Quién? – preguntó azorada la muchacha, que aún no había salido de la sorpresa producida por tan repentina pregunta.
– ¿Quién ha de ser, tonta? Paco Ordóñez, ese muchacho que nos ha presentado el marqués.
María tardó en responder, y, por fin, dijo con indiferencia:
– Pues me ha parecido un hombre insignificante.
Y reclinándose otra vez en el fondo del coche, cerró los ojos y volvió a entregarse de lleno a sus pensamientos, que le arrastraban lejos, muy lejos, a la infinita cinta de hierro por donde, rugiendo y exhalando bufidos de fuego, volaba el tren que le arrebataba a su novio.
VIII
Trato cerrado
El hermano que desempeñaba junto al padre Tomás el cargo de doméstico de confianza dijo al elegante joven que esperaba en la antecámara:
– Señor Ordóñez; el revendo padre dice que ya puede usted pasar.
Paco Ordóñez entró en el despacho del poderoso jesuíta con el mismo aplomo que si estuviera en su propia casa.
Siempre que entraba allí, su ojo certero de inteligente en materias de lujo y “confort” no podía menos de irritarse a la vista de aquellas paredes polvorientas, con el papel rasgado en flotantes jirones, los muebles viejos, construídos con arreglo a la moda de principios de siglo, y aquellos innumerables armarios atestados de panzudas carpetas verdes, que apenas si lograban contener tan inmensa cantidad de papeles.
Percibíase allí ese olor húmedo y pegajoso de sacristía que forma el ambiente de todas las habitaciones cuyos balcones se abren muy de tarde en tarde para dejar franco el paso al aire exterior.
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