George Borrow - La Biblia en España, Tomo I (de 3)

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La Biblia en España, Tomo I (de 3): краткое содержание, описание и аннотация

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Con toda su ruina y desolación, Lisboa es, sin disputa, la ciudad más notable de la Península, y acaso del Sur de Europa. No me propongo entrar aquí en minuciosos detalles acerca de ella; me limitaré a notar que es tan digna de la atención de un artista como la misma Roma. Verdad es que, si abundan aquí las iglesias, no hay ninguna catedral gigantesca como la de San Pedro, para atraer las miradas llenándolas de admiración, pero me atrevo a decir que no hay en la antigua ni en la moderna Roma una obra del trabajo y del arte humanos que pueda, cualquiera que sea su destino, rivalizar con las obras hidráulicas para el abastecimiento de Lisboa. Aludo al estupendo acueducto cuyos arcos principales cruzan el valle al Noreste de Lisboa y vierte un arroyuelo de agua fría y deliciosa en una cisterna de piedra dentro del hermoso edificio llamado Madre de las aguas, desde donde se abastece toda Lisboa de linfa cristalina, aunque el manantial está a siete leguas de allí. Los viajeros, después de consagrar una mañana entera a visitar los Arcos y la Mai das agoas , pueden dirigirse a la iglesia y al cementerio británicos; este último es un Père-la-Chaise en miniatura, donde, si se trata de viajeros ingleses, bien podrá perdonárseles que estampen un beso, como hice yo, en la fría tumba del autor de Amelia 28 28 H. Fielding. , el genio más singular que nuestra isla ha producido, y cuyas obras, por pura moda, han sido durante mucho tiempo denigradas en público y leídas en secreto. En el mismo cementerio descansan los restos mortales de Doddridge, otro autor inglés, de diferente cuño, pero justamente admirado y estimado. Al desembarcar no tenía yo intención de detenerme mucho en Lisboa, ni ciertamente en Portugal; mi destino era España, hacia donde me proponía encaminar mis pasos muy en breve, porque la intención de la Sociedad Bíblica era comenzar sus trabajos en este país, con objeto de difundir la palabra de Dios, ya que España había sido hasta entonces una región donde la admisión de la Biblia estaba vedada. No ocurría lo mismo en Portugal, donde se permitía desde la revolución la entrada y circulación de la Biblia. Poco se había realizado, no obstante, en este país; por tanto, ya que me hallaba en él, determiné hacer algo, a ser posible, por la difusión de aquélla, no sin cerciorarme ante todo personalmente de hasta qué punto la gente estaba preparada para recibirla, y de si el estado de la educación en general le permitiría sacar de ella bastante provecho. Tenía yo a mi disposición un buen repuesto de Biblias y Testamentos; pero ¿querría o podría leerlas el pueblo? El amigo de la Sociedad a quien yo iba recomendado, estaba ausente de Lisboa al tiempo de mi llegada; lo sentí, porque podía haberme suministrado algunas indicaciones útiles. Con el fin, empero, de no gastar tiempo, me decidí a no esperar su regreso, y al punto empecé a recoger cuantas noticias pude acerca de los extremos a que he aludido. Comencé mis investigaciones a cierta distancia de Lisboa, por saber de sobra que me formaría una idea muy errónea de los portugueses en general si juzgaba de su carácter y opiniones por lo que veía y oía en una ciudad tan sujeta a la influencia extranjera.

Mi primera excursión fué a Cintra. Si hay en el mundo algún lugar al que con razón pueda llamársele país encantado, es seguramente Cintra. Tivoli, sitio pintoresco y bello, se borra con rapidez de la memoria de cuantos ven el Paraíso portugués. No debe suponerse ni por un momento que al hablar de Cintra se alude sólo a la pequeña ciudad de este nombre; por Cintra debe entenderse la región entera: ciudad, palacio, quintas , bosques, rocas, ruinas moriscas, que bruscamente surgen ante los ojos al bordear la ladera de una montaña de aspecto triste, agreste y estéril. Nada tan hosco y repelente como la vista que por el lado suroccidental, hacia Lisboa, presenta el muro de piedra que parece ocultar a Cintra de ojos del mundo; pero el otro lado es como una decoración de mágica hermosura, donde la elegancia artificial y la agreste grandeza, las cúpulas, las torres, los árboles gigantescos, las flores y las cascadas se mezclan de modo que no tiene semejante bajo el sol. ¡Oh! Admirables y sorprendentes cosas hay en Cintra, a las que van unidos recuerdos maravillosos. Aquellas ruinas sobre el picacho, que cubren en parte la escarpada pendiente, fueron en otro tiempo la principal fortaleza de los moros lusitanos, y adonde, mucho después de su expulsión, se permitía que acudiesen, en determinada luna de cada año, los salvajes santones del Magreb a orar en la tumba de un famoso Sidi sepultado en esas rocas. Aquel palacio gris presenció la reunión de las últimas Cortes celebradas por el rey-niño Sebastián antes de partir para su romántica expedición contra los moros, que tan bien supieron vengar en Alcazarquivir el agravio hecho a su fe y a su país. En aquella pequeña y sombría quinta , escondida entre los altos alcornoques , vivió antaño Juan de Castro, virrey de Goa, viejo singular que empeñó los cabellos de la barba de su difunto hijo para levantar dinero con que rehacer los muros ruinosos de una fortaleza amenazada por los salvajes indios. Ante el portal de la quinta hay unos fragmentos de estelas que tienen profundamente grabados versos en sánscrito, sacados de los vedas, tan oscuros como si estuviesen en caracteres rúnicos; son piedras traídas por Castro desde Goa, brillantísimo escenario de su gloria, antes de que Portugal cayera en su profunda decadencia. Cañada abajo, en una abrupta elevación de las rocas, se hallan las ruinas de la casa de un millonario inglés que aquí daba pasto a caprichos de su ánimo antojadizo, tan desordenado, rico y vario en matices como el paisaje circundante. Sí; admirables cosas se ven en Cintra, y admirables son los recuerdos unidos a ellas.

La ciudad de Cintra tiene unos ochocientos habitantes. La mañana siguiente a mi llegada, cuando me disponía a subir a la montaña para visitar las ruinas moriscas, observé que venía hacia mí una persona que, por su traje, me pareció un eclesiástico; era, en efecto, uno de los tres curas del lugar. Al instante le abordé, y no tuve motivo para arrepentirme de ello; le encontré afable y comunicativo.

Después de alabar la hermosura del paisaje, le hice algunas preguntas acerca del grado de instrucción de sus feligreses. Respondió que sentía decir que se hallaban en la mayor ignorancia; en el pueblo bajo había muy pocos que supieran leer o escribir, y respecto a escuelas, sólo existía una en el lugar, donde cuatro o cinco chicos aprendían el alfabeto, pero aún esa estaba ahora cerrada. Díjome, no obstante, que había una escuela en Colhares, como a una legua de allí. Entre otras cosas, me declaró cuánto le sorprendía ver a los ingleses, el pueblo más instruído e inteligente de la tierra, visitar un sitio como Cintra, donde no hay literatura, ciencia ni cosa alguna útil ( coisa que presta ). Sospecho que las últimas palabras del digno cura encubrían una sátira; fuí, sin embargo, bastante jesuíta para aparentar que las recibía como un fino cumplido, y, quitándome el sombrero, me despedí haciéndole infinidad de reverencias.

El mismo día visité Colhares, romántica aldea, en las inmediaciones de la montaña de Cintra, por el lado del noroeste. A unos campesinos que estaban en la fragua les pregunté por la escuela, y uno de ellos se ofreció en el acto a servirme de guía. Subí por unas escaleras a un pequeño aposento, donde encontré al maestro con una docena de alumnos formados en hilera; me recibió con urbanidad y me hizo sentar en la única banqueta que había en la habitación. Hablamos un poco, y me enseñó los libros que usaba para la instrucción de los chicos; eran unos silabarios muy semejantes a los usados en las escuelas rurales de Inglaterra. Al preguntarle si era costumbre poner las Escrituras en manos de los chicos, me respondió que mucho antes de adquirir capacidad suficiente para entenderlas, los padres retiraban de la escuela a sus hijos para que los ayudasen en las labores del campo; en general, los padres no tenían el menor deseo de que sus hijos aprendieran cosa alguna, por considerar tiempo perdido el empleado en aprender. Dijo que, si bien las escuelas estaban nominalmente sostenidas por el Gobierno, era raro que los maestros cobrasen sus sueldos; por eso, muchos habían últimamente renunciado sus empleos. Me declaró que poseía un ejemplar del Nuevo Testamento; quise verlo, y resultó ser tan sólo un ejemplar de las Epístolas, traducción de Pereira, con muchas notas. Le pregunté si consideraba peligroso leer las Escrituras sin notas; replicó que, ciertamente, no había peligro alguno, pero que la gente no instruída poco provecho podía sacar de la Escritura sin el socorro de las notas, porque en su mayor parte la encontraría ininteligible. En diciendo esto nos estrechamos la mano, y, al partir, le dije que no había pasaje de la Biblia tan difícil de entender como las mismas notas puestas para aclararla, y que nunca hubiese sido escrita si no bastara a iluminar por sí sola el entendimiento de toda clase de personas.

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