George Borrow - La Biblia en España, Tomo I (de 3)
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Pero la guerra prendió en el país. Napoleón y sus fieros francos invadieron España; siguiéronse saqueos y estragos, cuyos efectos se sentirán, probablemente, durante muchas generaciones. España no pudo ya seguir pagando a Pedro sus cuartos con la holgura de antaño, y desde entonces, Roma, que no respeta a ninguna nación más que en cuanto puede hacer de ella el ministro de su crueldad o de su avaricia, la miró con desprecio. El español tenía aún voluntad de pagar, dentro de lo que sus medios le permitían; pero muy pronto le dieron a entender que era un ser degradado, un bárbaro; más: un mendigo. Ahora bien: a un español podéis sacarle hasta el último cuarto con tal que le otorguéis el título de caballero y de hombre rico, pues la levadura antigua es tan fuerte en él como en los tiempos de Felipe el Hermoso; pero guardaos de insinuar que le tenéis por pobre o que su sangre es inferior a la vuestra. Al conocer, pues, la baja estimación en que había caído, el rústico viejo replicó: «Si soy un bestia, un bárbaro y, además, un pordiosero, lo siento mucho; pero como eso no tiene remedio, voy a gastarme estas cuatro fanegas de cebada, que había reservado para aliviar la miseria del Santo Padre, en una corrida de toros y en otras diversiones convenientes para la reina, mi mujer, y para los príncipes, mis hijos. ¿Yo un mendigo? ¡Carajo! El agua de mi pueblo es mejor que el vino de Roma.»
Veo que en la última carta pastoral dirigida a los españoles, el obispo de Roma se queja amargamente del trato que ha recibido en España por parte de algunos hombres inicuos. «Mis catedrales se arruinan – dice – , insultan a mis sacerdotes y cercenan las rentas de mis obispos.» Se consuela, sin embargo, con la idea de que todo esto es obra de la malicia de unos pocos, y que la generalidad de la nación le ama, sobre todo los campesinos, los inocentes campesinos, que vierten lágrimas al pensar en los sufrimientos de su Papa y de su religión. ¡Desengáñese, Batuschca 24 24 Palabra rusa equivalente a padrecito .
, desengáñese! España estaba dispuesta a luchar por vuestra causa, en tanto que al obrar así acrecentase su gloria; pero no le agrada perder batallas y más batallas en servicio vuestro. No se opone a llevar su dinero a vuestras arcas, en forma de limosnas, esperando, sin embargo, verlas aceptadas con la gratitud y la humildad propias de quien recibe una caridad. Pero al encontrar que no sois humilde ni agradecido, y, sobre todo, al sospechar que tenéis a Austria en mayor estimación, incluso como banquero, España se encoge de hombros y profiere unas palabras algo parecidas a las que ya he puesto en boca de uno de sus hijos: «Estas cuatro fanegas de cebada», etc.
Es, en verdad, sorprendente lo poco que a la gran masa de la nación española le interesó la última guerra 25 25 La primera guerra carlista.
, la cual, empero, ha sido llamada por quien debía estar mejor enterado, guerra de religión y de principios. Se admitía, generalmente, que Vizcaya era el reducto del carlismo, y que los vizcaínos sentían fanático apego a su religión, a la que creían en peligro. La verdad es que los vascos se cuidaban muy poco de Carlos y de Roma, y tomaron las armas tan sólo por defender ciertos derechos y privilegios que tenían. Por el encanijado hermano de Fernando mostraron siempre soberano desprecio, que su carácter, mezcla de imbecilidad, cobardía y crueldad, merecía de sobra. Usaron su nombre como un cri de guerre solamente. Casi lo mismo puede decirse de sus partidarios españoles, al menos de los que se lanzaron al campo por su causa. Había, sin embargo, una gran diferencia de carácter entre éstos y los vascos, soldados valerosos y hombres honrados. Los ejércitos españoles de don Carlos se componían enteramente de ladrones y asesinos, casi todos valencianos y manchegos, que, mandados por dos forajidos, Cabrera y Palillos, se aprovecharon de la situación perturbada del país para robar y asesinar a la parte honrada de la población. Respecto de la reina regente Cristina, cuanto menos se hable, mejor; tomó en sus manos las riendas del gobierno a la muerte de su marido, y con ellas el mando del ejército. La parte respetable de la nación española, y por modo especial los honrados y estrujados labradores, aborrecían y execraban a las dos facciones. Muchas veces, al caer la noche, compartiendo la frugal comida de un labriego de cualquiera de las dos Castillas, oíamos el lejano tiroteo de los soldados cristinos o de los bandidos carlistas; con lo que comenzaba mi hombre a echar maldiciones a los dos pretendientes, sin olvidar al Santo Padre y a la diosa de Roma, María Santísima . Luego, con la energía de tigre característica del español cuando se excita, levantándose precipitadamente exclamaba: «¡ Vamos, don Jorge , al campo, al campo! Me voy con usted y aprenderé la ley de los ingleses. Al campo, pues, desde mañana, a difundir el evangelio de Inglaterra.»
Entre los campesinos españoles fué donde encontré mis defensores más acérrimos; y aún supone el Santo Padre que los labradores de España son amigos suyos y le quieren. ¡Desengáñese, Batuschca , desengáñese!
Pero volvamos al presente libro: está consagrado, como digo, a referir mis sucesos en España mientras anduve por allá empeñado en difundir las Escrituras. Respecto de mis modestos trabajos, he de hacer notar aquí que lo realizado fué muy poca cosa; no tengo la pretensión de haber conseguido brillantes triunfos; cierto que fuí enviado a España, más que nada, a explorar el país y a comprobar hasta qué punto el espíritu del pueblo estaba preparado para recibir las verdades del cristianismo; obtuve, sin embargo, mediante el apoyo de buenos amigos, un permiso del Gobierno español para imprimir en Madrid una edición del libro sagrado, que subsiguientemente repartí por la capital y las provincias.
Durante mi estancia en España, otras personas prestaron muy buenos servicios a la causa del evangelio, y en una obra de esta índole sería injusto pasar en silencio sus esfuerzos. Villano es el corazón que rehusa al mérito su recompensa, y por insignificante que sea el valor de un elogio que brota de una pluma como la mía, no puedo por menos de mencionar, con respeto y estimación, unos pocos nombres relacionados con la propaganda evangélica. Un caballero irlandés, llamado Graydon, se empleó, con celo e infatigable diligencia, en difundir la luz de la Escritura en la provincia de Cataluña y a lo largo de las costas meridionales de España; mientras, dos misioneros de Gibraltar, los señores Rule y Lyon, predicaron la verdad evangélica durante un año entero en una iglesia de Cádiz. Tan buen éxito alcanzaron los esfuerzos de estos dos últimos, animosos discípulos del inmortal Wesley, que, con razón sobrada podemos suponerlo así, de no haber sido reducidos al silencio y desterrados del país por la fracción pseudo-liberal de los Moderados , no sólo Cádiz, pero la mayor parte de Andalucía habría entonces confesado las puras doctrinas del Evangelio y desechado para siempre los últimos restos de la superstición Papista.
Por hallarse más inmediatamente relacionado con la Sociedad Bíblica y conmigo, considero felicísima la oportunidad que se me presenta de hablar de Luis de Usoz y Río, vástago de una antigua y honorable familia de Castilla la Vieja, que me ayudó en la edición española del Nuevo Testamento, en Madrid. Durante mi permanencia en España recibí toda clase de pruebas de amistad de este caballero, que, en mis ausencias por las provincias, y en mis numerosos y largos viajes, me sustituía de buen grado en Madrid y se empleaba cuanto podía en adelantar las miras de la Sociedad Bíblica, sin otro móvil que la esperanza de contribuir acaso con su esfuerzo a la paz, felicidad y civilización de su tierra natal.
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