George Borrow - La Biblia en España, Tomo I (de 3)
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La traducción que hoy ofrecemos al público está hecha siguiendo el texto de la edición de U. R. Burke (1896); hemos aprovechado parte del glosario que la acompaña, poniendo al pie de la página correspondiente las equivalencias del caló y del castellano; las notas de Burke no las reproducimos todas, porque algunas son innecesarias para el lector español, y otras contienen errores de bulto. De la biografía de Borrow, por Míster Knapp, hemos sacado algunas notas que aclaran el texto, o placen, simplemente, a la curiosidad del lector.
M. A.PRÓLOGO
Muy rara vez se lee el prólogo de un libro, y, en realidad, la mayor parte de los que han visto la luz en estos últimos años, no tienen prólogo alguno. Me ha parecido, sin embargo, conveniente escribir este prefacio, y sobre él llamo humildemente la atención del benévolo lector, porque su lectura contribuirá no poco a la cabal inteligencia y apreciación de estos volúmenes.
La obra que ahora ofrezco al público, titulada La Biblia en España, consiste en una narración de lo que me sucedió durante mi residencia en aquel país, adonde me envió la Sociedad Bíblica, como agente suyo, para imprimir y propagar las Escrituras. No obstante, comprende también algunos viajes y aventuras en Portugal, y concluye dejándome en «el país de los Corahai », 22 22 En gitano: moros del norte de África. Los vocablos no ingleses empleados por Borrow en The Bible in Spain se estampan en esta traducción con letra cursiva.
región a la que me pareció oportuno retirarme por una temporada, después de haber sufrido en España considerables ataques.
Es muy probable que si yo hubiese visitado España por mera curiosidad o con el propósito de pasar uno o dos años agradablemente, jamás hubiese intentado dar cuenta detallada de mis actos ni de lo que vi y oí. Yo no soy un turista ni un escritor de libros de viajes; pero la comisión que llevé allá era un poco extraña y me condujo necesariamente a situaciones y posiciones insólitas, me envolvió en dificultades y perplejidades, y me puso en contacto con gente de condición y categoría muy diversas; de suerte que, en conjunto, me lisonjeo pensando que el relato de mi peregrinación no carecerá enteramente de interés para el público, sobre todo, dada la novedad del asunto; pues aunque se han publicado varios libros acerca de España, éste es el único, creo yo, que trata de una obra de misiones en aquel país.
Es verdad que en el libro se encontrarán bastantes cosas muy poco relacionadas con la religión o con la propaganda religiosa; pero no tengo por qué excusarme de haberlas traído aquí a colación. Desde el principio hasta el fin fuí, digámoslo así, a la deriva por España, tierra de antiguo renombre, tierra de maravillas y de misterios, en condiciones tales para conocer sus extraños secretos y peculiaridades como quizás a ningún otro individuo le hayan sido nunca dadas, y ciertamente a ningún extranjero; y si en muchos casos presento escenas y caracteres tal vez sin precedente en una obra de esta índole, sólo haré observar que durante mi estancia en España me vi tan inevitablemente mezclado con ellos, que hubiera sido difícil referir con fidelidad mis andanzas sin dar de tales cosas una referencia tan puntual como la que aquí he puesto.
Es digno de nota que, llamado repentina e inesperadamente a «acometer la aventura de España», no me hallaba yo por completo falto de preparación para tal empresa. España ocupó siempre un lugar considerable en mis ensueños infantiles, y las cosas españolas me interesaban por modo especial, sin presentir que, andando el tiempo, me vería llamado a participar, si bien modestamente, en el drama descomunal de su vida; aquel interés me indujo, en edad temprana, a aprender su noble idioma y a conocer su literatura (apenas digna del idioma), su historia y tradiciones; de modo que al entrar por vez primera en España me sentí más en mi casa que lo que sin esas circunstancias me hubiese sentido.
En España pasé cinco años, que, si no los más accidentados, fueron, no vacilo en decirlo, los más felices de mi existencia. Y ahora que la ilusión se ha desvanecido ¡ay! para no volver jamás, siento por España una admiración ardiente: es el país más espléndido del mundo, probablemente el más fértil y con toda seguridad el de clima más hermoso. Si sus hijos son o no dignos de tal madre, es una cuestión distinta que no pretendo resolver; me contento con observar que, entre muchas cosas lamentables y reprensibles, he encontrado también muchas nobles y admirables; muchas virtudes heroicas, austeras, y muchos crímenes de horrible salvajismo; pero muy poco vicio de vulgar bajeza, al menos entre la gran masa de la nación española, a la que concierne mi misión; porque bueno será notar aquí que no tengo la pretensión de conocer íntimamente a la aristocracia española, de la que me mantuve tan apartado como me lo permitieron las circunstancias; en revanche he tenido el honor de vivir familiarmente con los campesinos, pastores y arrieros de España, cuyo pan y bacallao he comido, que siempre me trataron con bondad y cortesía, y a quienes con frecuencia he debido amparo y protección.
«La generosa conducta de Francisco González, y los altos hechos de Ruy Díaz el Cid se cantan todavía entre las asperezas de Sierra Morena» 23 23 «Om Frands Gonzales, of Rodrik Cid, End siunges i Sierra Murene!» Krönike Riim. Por Severin Grundtvig. Copenhague, 1829.
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El argumento más fuerte que, a mi parecer, puede aducirse como prueba del vigor y de los recursos naturales de España, y de la buena ley del carácter de sus habitantes, es el hecho de que, hoy en día, el país no se halle extenuado ni agotado, y que sus hijos sean aún, hasta cierto punto, un gran pueblo de muy levantados ánimos. Sí; a pesar del desgobierno de los Austrias, brutales y sensuales, de la estupidez de los Borbones, y, sobre todo, de la tiranía espiritual de la corte de Roma, España todavía se mantiene independiente, combate en causa propia, y los españoles no son aún esclavos fanáticos ni mendigos rastreros. Esto es decir mucho, muchísimo; porque España ha sufrido lo que Nápoles no ha tenido nunca que sufrir, y, sin embargo, su suerte ha sido muy diferente de la de Nápoles. Aún hay valor en Asturias; generosidad en Aragón; honradez en Castilla la Vieja, y las labradoras de la Mancha pueden aún poner un tenedor de plata y una nívea servilleta junto al plato de su huésped. Sí; a despecho de los Austrias, de los Borbones y de Roma, todavía media un abismo entre España y Nápoles.
Aunque suene a cosa rara, España no es un país fanático. Algo sé acerca de ella, y afirmo que ni es fanática ni lo ha sido nunca: España no cambia jamás. Cierto que durante casi dos siglos España fué La Verduga de la malvada Roma, el instrumento escogido para llevar a efecto los atroces planes de esa potencia; pero el resorte que impelía a España a su obra sanguinaria no era el fanatismo; otro sentimiento, predominante en ella, la excitaba: su orgullo fatal. Con halagos a su orgullo fué inducida España a despilfarrar su preciosa sangre y sus tesoros en las guerras de los Países Bajos, a equipar la armada Invencible y a otras muchas acciones insensatas. El amor a Roma tenía muy poca influencia en su política; pero halagada por el título de Gonfalonera del Vicario de Cristo , y ansiosa de probar que era digna de él, cerró los ojos y corrió a su propia destrucción al grito de: «¡Cierra, España!»
Cuando sus armas fueron impotentes en el exterior, España se recogió dentro de sí misma. Dejó de ser instrumento de la venganza y de la crueldad de Roma, pero no la dieron de lado. Aunque ya no servía para blandir la espada con buen éxito contra los luteranos, podía ser útil para algo. Aún tenía oro y plata, y aún era la tierra del olivo y de la vid. Dejó de ser el verdugo y se convirtió en el banquero de Roma; y los pobres españoles, que siempre estiman como un privilegio pagar cuentas ajenas, miraron durante mucho tiempo como una gran ventura que les permitieran saciar la rapaz avidez de Roma, que durante el siglo pasado sacó, probablemente, de España más dinero que de todo el resto de la cristiandad.
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