George Borrow - La Biblia en España, Tomo II (de 3)

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La Biblia en España, Tomo II (de 3): краткое содержание, описание и аннотация

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Al decir esto, sacó una bolsa con diez onzas de oro lo menos.

– Si quisiera venderlo – repuse – , ¿cuánto me daríais por el caballo?

– Entonces su merced desea vender el caballo. Eso ya es otra cosa. Le daremos a su merced diez duros por él. No vale para nada.

– ¿Cómo es eso? – exclamé – . Hace un momento me habéis dicho que era un caballo muy bueno, paisano vuestro.

– No, señor ; no hemos dicho que sea Andalou , hemos dicho que es Extremou , y de lo peor de su casta. Tiene diez y ocho años, es corto de resuello y está malo.

– Pero si yo no quiero vender el caballo; al contrario. Más bien necesito comprar que vender.

– ¿Su merced no quiere vender el caballo? – dijo el gitano – . Espere su merced: daremos sesenta duros por el caballo de su merced.

– Aunque me dierais doscientos sesenta. ¡Meclis, meclis! 17 17 ¡Quita de ahí! ¡Déjame! , no digas más. Conozco las tretas de los gitanos. No quiero tratos con vosotros.

– ¿No ha dicho su merced que desea comprar un caballo? – preguntó el gitano.

– No necesito comprar ninguno – exclamé – . De necesitar algo, sería una jaca para el equipaje. Pero se ha hecho tarde; Antonio, paga la cuenta.

– Espere su merced; no tenga tanta prisa – dijo el gitano – . Voy a traerle lo que usted necesita.

Sin aguardar respuesta corrió a la cuadra, y a poco salió trayendo por el ramal una jaca ruana, de unos trece palmos de alzada, llena de mataduras y señales de las cuerdas y ataderos. La estampa, sin embargo, no era mala, y tenía un brillo extraordinario en los ojos.

– Aquí tiene su merced – dijo el gitano – la mejor jaca de España.

– ¿Para qué me enseñas ese pobre animal? – pregunté.

– ¿Pobre animal? – repuso el gitano – . Es un caballo mejor que su Andalou de usted.

– Puede que no quisieras cambiarlos – dije yo sonriendo.

Señor , lo que yo digo es que puesto a correr, le saca ventaja a su Andalou de usted.

– Está muy flaco – respondí – . Me parece que concluirá muy pronto de pasar fatigas.

– Flaco y todo como está, señor , ni usted ni cuantos ingleses hay en España son capaces de dominarlo.

Miré otra vez al animal, y su estampa me hizo una impresión más favorable aún que antes. Necesitaba yo una caballería para relevar, cuando fuese menester, a la de Antonio en el transporte del equipaje, y aunque el estado de aquella jaca era lastimoso, pensé que con el buen trato no tardaría en redondearse.

– ¿Puedo montar en él? – pregunté.

– Es caballo de carga, señor , y no está hecho a la silla; sólo se deja montar por mí, que soy su amo. Cuando se arranca, no para hasta el mar: se lanza por cuestas y montañas, y las deja atrás en un momento. Si quiere usted montar este caballo, señor , permítame que antes le ponga la brida, porque con el ronzal no podrá usted sujetarlo.

– Eso es una tontería – repliqué – . Pretendes hacerme creer que tiene mucho genio para pedir más por él. Te digo que está casi muriéndose.

Tomé el ronzal y monté. Apenas me sintió sobre las costillas, el animalito, que hasta entonces había estado inmóvil como una piedra, sin mostrar el menor deseo de cambiar de postura ni dar más señales de vida que revolver los ojos y enderezar una oreja, arrancó al galope tendido como un caballo de carreras. Presumía yo que el caballo iba a cocear o a tirarse al suelo para librarse de la carga; pero la escapada me cogió completamente desprevenido. No me costó gran trabajo, sin embargo, sostenerme, porque desde la niñez estaba yo habituado a montar en pelo; pero frustró todos los esfuerzos que hice para detenerlo, y casi empecé a creer, como me había dicho el gitano, que ya no se pararía hasta el mar. No obstante, disponía yo de un arma poderosa, y fué tirar del ronzal con toda mi fuerza, hasta que obligué al caballo a volver ligeramente el cuello, que, por lo rígido, parecía de palo; a pesar de todo, no disminuyó la rapidez de su carrera ni un momento. A mano izquierda del camino, por donde volábamos, había una profunda zanja, en el preciso lugar donde el camino torcía a la derecha, y hacia la zanja se lanzó oblicuamente el caballo. Con los tirones se rompió el ronzal; el caballo siguió disparado como una flecha, y yo caí de espaldas al suelo.

Señor – dijo el gitano, acercándoseme con el semblante más serio del mundo – , ya le decía yo a usted que no montase sin brida ni freno; es caballo de carga y sólo está acostumbrado a que le monte yo, que le doy de comer. (Al decir esto silbó, y el animal, que andaba dando corcovos por el campo, y acoceando el aire, volvió al instante con un suave relincho.) Vea su merced qué manso es – continuó el gitano – . Es un caballo de carga de primera, y puede subir, con todo lo que usted lleva, las montañas de Galicia.

– ¿Cuánto pides por él? – dije yo.

Señor , como su merced es inglés y buen jinete , y, sobre todo, conoce los usos de los Caloré , y sus mañas y lenguaje también, se lo venderé a usted muy arreglado. Me dará usted doscientos sesenta duros por él, ni uno menos.

– Es mucho dinero – respondí.

– No, señor , nada de eso; es un caballo de carga; fíjese usted que pertenece al ejército, y no lo vendo para mí.

Dos horas de caballo nos pusieron en Palencia, ciudad antigua y bella, admirablemente situada a orillas del Carrión, y famosa por su comercio de lanas. Nos alojamos en la mejor posada que había, y seguidamente fuí a visitar a uno de los principales comerciantes de la ciudad, para quien me había dado una recomendación mi banquero de Madrid. Dijéronme que el señor estaba durmiendo la siesta . «Entonces – pensé yo – lo mejor será hacer otro tanto», y me volví a la posada . Por la tarde repetí la visita, y vi al comerciante. Era un hombre bajo y corpulento, de unos treinta años; al pronto me recibió con cierta sequedad, pero no tardaron sus modales en dulcificarse, y a lo último no sabía ya cómo darme suficientes pruebas de su cortesía. Me presentó a un su hermano, recién llegado de Santander, persona inteligente en grado sumo, y que había vivido varios años en Inglaterra. Ambos se empeñaron en enseñarme la ciudad, como lo hicieron, paseándome por ella y por sus cercanías. Admiré sobre todo la catedral, edificio de estilo gótico primitivo, pero elegante y ligero. Mientras recorríamos sus naves laterales, los dulces rayos del sol poniente, al entrar por las ventanas arqueadas, iluminaban algunos hermosos cuadros de Murillo que adornan el sagrado edificio 18 18 Estos «cuadros de Murillo» son imaginarios, observa el editor U. R. Burke. . Desde la iglesia lleváronme mis amigos por un camino pintoresco a un batán de las afueras. Abundaban allí el agua y los árboles, pareciéndome los alrededores de Palencia uno de los lugares más agradables que hasta entonces había visto. Cansados de rodar de una parte a otra, fuimos a un café, donde me obsequiaron con dulces y chocolate. Tal fué la hospitalidad de mis amigos, sencilla y agradable, como hay mucha en España.

Al siguiente día proseguimos el viaje, triste en su mayor parte, a través de áridas y desoladas llanuras, con algunos pueblos y ciudades esparcidos aquí y allá, pueblos silenciosos, melancólicos, distantes unos de otros dos o tres leguas. Hacia el mediodía percibimos a lo lejos, entre brumas, una inmensa cadena de montañas, límite septentrional de Castilla; pero el día se nubló y obscureció, y las perdimos de vista. Un viento sonoro comenzó a soplar con violencia en las desoladas llanuras, arrojándonos al rostro nubes de polvo; los pocos rayos de sol que traspasaban las nubes eran candentes, inflamados. Iba yo muy cansado del viaje, y cuando a eso de las cuatro llegamos a X 19 19 Posiblemente Cisneros o Calzada. (Nota del editor Burke.) , pueblo grande, a mitad de camino entre Palencia y León, resolví pasar allí la noche. Pocos lugares habré visto en mi vida tan desolados como aquel pueblo. Las casas, grandes en su mayoría, tenían muros de barro, como los pajares. En toda la sinuosa y larga calle por donde entramos, no vimos alma viviente a quien preguntar por la venta o posada ; al cabo, en un extremo de la plaza, al fondo, descubrimos dos bultos negros parados junto a una puerta, e interrogándolos supimos ser aquella la casa que buscábamos. Extraño era el aspecto de los dos seres, que parecían los genios del lugar. El uno, pequeño y delgado, de unos cincuenta años, tenía las facciones pronunciadas y aviesas. Vestía una holgada casaca negra de largos faldones, calzón también negro y gruesas medias de estambre del mismo color. Hubiérale tomado desde luego por un eclesiástico, a no ser por su sombrero, pequeña castora abollada, nada clerical ciertamente. Su acompañante era de corta estatura y mucho más joven. Vestía de análogo modo, salvo que llevaba una capa azul obscuro. Empuñaban sendos bastones, y, sin alejarse de la puerta, tan pronto entraban como salían, mirando a veces al camino, como si aguardasen a alguien.

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