Manuel Fernández y González - Los monfíes de las Alpujarras

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– Y entre esas mujeres, ¿vienen por acaso la esposa y la hija del rey Calpuc?

– Sí señor.

– Supongo que esas mujeres se habran respetado.

– Ninguno de vuestros soldados, capitan, se hubiera atrevido á tocar á la presa antes de que vos la hubiéseis repartido.

– ¿Y quién me ha curado?

– El médico judio que nos acompaña desde las Alpujarras.

– ¿Y qué dice el médico acerca de mi vida?

– Despues de haberos cortado la pierna y el brazo, y de haberos examinado las heridas de la cabeza, nos aseguró que os quedaban muchos años de vida; pero… ¿no ois, capitan?

Habia resonado á lo lejos un disparo de arcabuz, al que siguieron instantáneamente algunas descargas. Poco despues el fuego se extendió á la redonda, se acercó y se estrechó alrededor de la cabaña donde yo me encontraba.

– Los idólatras han acometido el campo, exclamó el alférez, y nunca como ahora nos han cercado: quiera Dios que no nos exterminen esta noche.

– Esperad, le dije: ¿no me habeis dicho que estan entre nosotros la hija y la esposa del rey Calpuc?

– Si, por cierto.

– Hacedlas venir al momento.

El alférez salió, y poco despues entró con la madre y la hija.

Doña Inés venia pálida, grave; pero altiva, con el mismo trage con que la habia visto tres dias antes: á no ser por los pasos que dió en la cabaña al entrar en ella, se la hubiera podido creer una estátua.

Su hija Estrella, inmóvil tambien, abrazada á la cintura de doña Inés, pálida y trémula, fijaba en mí una mirada llena de terror; el alférez estaba detrás de ellas impasible, como sino se tratara de una mujer tan hermosa como doña Inés, y una niña tan semejante á un ángel como Estrella.

– Doña Inés, la dije: las circunstancias en que nos encontramos haran que no extrañeis la resolucion que voy á tomar para salvar á mi gente.

– Comprendo la resolucion que tomareis, me dijo con acento glacial doña Isabel, y bien, estoy resuelta: pereceremos todos.

– ¿Y vuestra hija? exclamé con acento profundo.

Noté que doña Inés temblaba, que la niña palidecia aun mas, y que pugnaba en vano por contener sus lágrimas.

– Ved lo que haceis doña Inés, la dije: vuestro padre tiene indisputables derechos á recobraros por el honor de su familia, y prescindiendo de eso, vos teneis un deber sagrado de protejer á vuestra hija. ¿No os causa horror solo el pensar en ver ensangrentada á vuestros piés á esa hermosa criatura?

Estrella lanzó un grito de terror, se asió mas á su madre, y rompió á llorar á gritos.

Doña Inés me llamó infame.

– Y doña Inés tenia mucha razón para llamártelo, dijo Yuzuf.

– Yo no sé si he sido infame, dijo secamente el capitan. Lo que sé es, que por doña Inés hubiera arrostrado la condenacion de mi alma. Déjame continuar, Yuzuf.

– Continúa en buen hora, pero procura abreviar, porque tu cuento se ha hecho ya muy largo, y me aquejan otros cuidados.

– No; es preciso que sepas cuánto he sufrido, cuánto he hecho por el amor de esa mujer, para que comprendas cuánto puedo hacer todavía.

– Sigue, sigue.

– Si doña Inés hubiera sido mi única prisionera, hubiera arrostrado por todo y los indios nos hubieran exterminado; pero doña Inés no se atrevió, no tuvo valor para sacrificar consigo á su hija, y su amor de madre nos salvó. Escribió una carta para su esposo, en que le hacia presente su horrible situacion y la de su hija: deciale, que su padre el duque de la Jarilla me habia enviado para arrancarla de su poder, del mismo modo que él la habia arrebatado de la frontera en otro tiempo; que nada tenia que temer de mí, que todo se reducia á volver al seno de su familia. Doña Inés, en fin, mintió y se valió de su buen ingenio para aterrar á su marido. Uno de nuestros soldados atravesó el fuego, y fue á llevar al rey del desierto la carta de su esposa.

Inmediatamente cesó el combate, y se entró en capitulaciones.

Calpuc exigió que se le entregasen los demás cautivos hombres y mujeres, y la presa, y juramento por mi parte de entregar sanas y salvas, sin ofensa en su honor, su esposa y su hija al duque de la Jarilla.

Cuando tus monfíes, Yuzuf, supieron que para que se retirasen los idólatras era necesario entregar la presa, quisieron continuar al combate á todo trance, á pesar de que contra cada monfí habia mil enemigos. Hay que confesar que tus monfíes son muy valientes, y que á duras penas conseguí que entregasen la presa.

Solo doña Inés y Estrella quedaron en mi poder.

Calpuc, que habia comprendido que si bien le era fácil exterminarnos, atendiendo á que mi gente estaba sin capitan y á que era infinitamente inferior en número á la suya, el destruirnos era sentenciar á morir á su esposa y á su hija, quiso mejor que estando vivas, le quedase la esperanza de recobrarlas algun dia. Yo habia contado con esto, y no habia contado mal. Antes del amanecer se habian retirado los idólatras al otro lado del bosque, y pudimos continuar nuestro camino. Pero la mitad de la compañia habia quedado muerta sobre el campo.

Como me habia dicho en nuestra primera entrevista doña Inés, hasta que habiamos entrado en los dominios de Calpuc, no habiamos encontrado gentes formidables: nuestros triunfos habian sido fáciles hasta entonces, y asi es que cuando desandamos el camino que habiamos llevado hasta la ciudad de Calpuc, vencimos con facilidad á algunas tribus salvajes que nos salieron al encuentro. Pero no pudimos hacer una sola presa y llegamos á la frontera, tan pobres como un año antes habiamos partido de ella.

Los monfíes estaban desatalentados. Solo yo habia conseguido mi objeto; pero á medias. Traia conmigo á doña Inés; pero me dejaba allá en el centro del desierto un brazo y una pierna, y el hacha de Calpuc, cruzando mi cara, me habia desfigurado conpletamente.

Ademas, mis proyectos de ambicion habian fracasado. Yo no podia ser esposo de doña Inés, porque doña Inés estaba casada.

A pesar de que el duque de la Jarilla habia dejado el adelantamiento de la frontera, no me atreví á entrar en las ciudades con doña Inés, que era muy conocida, y restablecido ya completamente de mis heridas, me dediqué á hacer la guerra de frontera como antes de mi expedicion al desierto, llevando siempre conmigo á doña Inés.

Llegó al fin un dia, en que, subyugadas de nuevo las provincias rebeldes, los indios que no quisieron sujetarse al yugo se internaron en el desierto, donde no era posible perseguirlos sino con grandes ejércitos, y por último, no habiendo ya aldeas que quemar ni presas que hacer, me mandaste que volviese á España.

Yo temia volver á España con doña Inés, por la misma razon que no habia entrado con ella en ninguna de las villas y ciudades de Nueva España: temia que algun amigo ó deudo de su padre la conociese. Te envié, pues, tu gente, y me quedé solo con doña Inés y Estrella, como esclavas.

Dudé al embarcarme con ellas para Europa á dónde mi dirigiria: en Flandes y en Italia me exponia á dar con un tropiezo, porque en aquellos paises abundaban los españoles. Difícil era encontrar un punto en Europa donde los españoles no llevasen su planta. Me decidí, pues, por Grecia.

En el archipiélago he vivido algunos años. Me hice construir una casa á las orillas del mar, en Chipre, y compré una almadía. Yo necesitaba oro, y me hice pirata. ¿Qué quieres? Yo necesitaba ejercitarme en algo. Cuando volvia de mis excursiones cargado de oro y cubierto de sangre, gozaba entre los brazos de doña Inés…

– ¡Cómo! ¿doña Inés fue tan miserable que al fin manchó su fe, amándote? exclamó con severidad Yuzuf.

– Recuerda emir que doña Inés tiene una hija.

– ¡Ah!

– Como se habia sacrificado la esposa, se sacrificó la madre. Doña Inés luchó largo tiempo y fue preciso para que sucumbiese que yo la amenazase con separarla de su hija. Estrella era mi esclava y podia venderla. ¿Comprendes ahora que doña Inés pudiera ser mia, y hasta que por no irritarme fingiese que me amaba?

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