Kurt Vonnegut - Galápagos

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Carson: Simpatizantes de los nazis.

Capitán : Eso no lo sé. Es posible, supongo.

Carson: Si estarían encantadas de recibirlo para cenar...

Capitán: Porque son caníbales. Estaba pensando en los kanka-bonos. Están encantados de recibir casi a cualquiera para cenar. Son... ¿cómo se dice en inglés? Lo tengo en la punta de la lengua. Son... son... los kanka-bonos son...

Carson : Tómese su tiempo.

Capitán : ¡Ah! Son «apolíticos». Ésa es la palabra. Los kanka-bonos son apolíticos.

Carson : Pero ¿son ciudadanos de Ecuador?

Capitán: Sí. Por supuesto. Le dije que era una democracia. Un caníbal, un voto.

Carson: Tengo una pregunta que varias señoras me han pedido que le haga; quizá es demasiado personal ...

Capitán: ¿Por qué un hombre de mi belleza y encanto no ha gustado nunca las delicias del matrimonio?

Carson: Bueno, yo mismo he tenido algunas experiencias en ese terreno, como usted quizá sepa, o quizá no.

Capitán: No sería justo para la mujer.

Carson: Esto se está poniendo demasiado personal, Hablemos de los pájaros bobos de patas azules. Quizás éste sea el momento de mostrar la película que ha traído.

Capitán: No, no. No tengo inconveniente en hablar de mi permanente soltería. No sería justo que me casara con una mujer, pues en cualquier momento se me puede encomendar un submarino.

Carson: Y tendría usted que sumergirse y no volver a subir.

Capitán : Ésa es la tradición.

King suspiró pesadamente. La lista de pasajeros estaba sobre su mesa de despacho con casi la mitad de los nombres tachados: mejicanos, argentinos, italianos, filipinos, etcétera, bastante tontos como para haber invertido en papel moneda local. Los nombres que figuraban aún, con excepción de las seis personas que ya estaban en Guayaquil, vivían en la zona de Nueva York, y era fácil llamarlos por teléfono.

—Creo que tenemos que hacer unas llamadas telefónicas -le dijo King a su secretaria.

Ella se ofreció a hacerlo. El dijo: —No. —Era un deber, pensaba, que no podía delegar. Había persuadido a todas esas celebridades a que participaran en el crucero, había cortejado a las más importantes figuras de primera plana como podría haberlo hecho un enamorado. Ahora tendría que darles la mala noticia personalmente, como lo habría hecho un enamorado responsable. Por lo menos no le costaría mucho dar con casi todos ellos. Eran cuarenta y dos, contando las parejas y acompañantes que no tenían entidad, pero ellos mismos se habían adelantado a organizar unas pocas cenas, de las que se daba debida cuenta en los periódicos del día, con el fin de pasar agradablemente las horas que faltaban antes que las limusinas los llevasen entre almohadones al Aeropuerto Internacional de Kennedy, a la espera del vuelo especial de las diez de Aerolíneas Ecuatorianas.

Y al menos no tendría que hablarles de devolverles el dinero. El viaje no les costaría un centavo; y ya habían recibido maletas y objetos de tocador que hacían juego, y sombreros de Panamá además.

Para triste diversión de sí mismo y de su secretaria, King hizo su acostumbrada broma con la iguana marina disecada. La alzó y la sostuvo como si fuera un teléfono y dijo: —¿La señora Onassis? Me temo que tengo para usted una noticia decepcionante. No podrá ver el baile nupcial de los pájaros bobos de patas azules, después de todo.

Las apologéticas llamadas telefónicas de King eran una formalidad galante. Nadie tenia intención de embarcar esa noche en el avión de las diez. A las diez de esa noche, entre paréntesis, *Andrew MacIntosh, *Zenji Hiroguchi y el hermano del capitán, *Siegfried, estarían todos muertos y habrían atravesado ya el túnel azul que conduce al Más Allá.

Toda la gente de la lista de pasajeros a los que King llamó ya habían hecho planes para las dos semanas siguientes. Muchos de ellos irían a esquiar dentro de las seguras fronteras de los Estados Unidos. En una cena para seis, todos habían decidido de común acuerdo ir a una combinación de granja y campo de tenis en Phoenix, Arizona.

Y antes de abandonar el despacho, la última llamada que hizo King fue a un hombre de quien se había hecho íntimo amigo en los últimos diez meses, el doctor Teodoro Donoso, poeta y médico de Quito, que era el embajador de Ecuador ante las Naciones Unidas. Había obtenido en Harvard su título de médico, y varios otros ecuatorianos con los que King había tratado habían estudiado también en los Estados Unidos. El capitán del Bahía de Darwin, Adolf von Kleist, se había graduado en la Academia Naval de los Estados Unidos, en Annapolis. El hermano del capitán, *Siegfried, se había graduado en la Cornelf Hotel School de Ithaca, Nueva York.

Había mucho ruido de lo que parecía una frenética fiesta que estuviera celebrándose en la embajada. Donoso lo acalló cerrando una puerta.

—¿Qué están festejando? —preguntó King.

—Es el Ballet Folklórico —dijo el embajador—, que ensaya la danza del fuego de los kanka-bonos.

—¿No saben entonces que el viaje ha sido cancelado? —preguntó King.

Resultó que sí, que lo sabían, y tenían intención de quedarse en los Estados Unidos y ganar unos dólares para sus familias del Ecuador, presentándose en clubes nocturnos y teatros y ejecutando la danza que King había hecho tan famosa.

—¿Hay algún kanka-bonos auténtico en el grupo? -preguntó King.

—Yo supongo que no hay kanka-bonos auténticos en ninguna parte —dijo el embajador. De hecho, había escrito un poema de veintiséis versos titulado «El último kanka-bono» sobre la extinción de la pequeña tribu de la selva ecuatoriana. Al principio del poema había once kanka-bonos. Al final había sólo uno, y no se sentía muy bien. El poema, no obstante, era un ejercicio de ficción, pues el poeta, como la mayor parte de los ecuatorianos, jamás había visto un kanka-bono. Había oído decir que de toda la tribu sólo quedaban ahora catorce miembros, de modo que la extinción final —por intrusión de la civilización-— parecía inevitable.

Muy poco sospechaba que en menos de un siglo la sangre de todos los seres humanos terrestres sería predominantemente kanka-bona, con una pizca de von Kleist e Hiroguchi.

Y este asombroso giro de los acontecimientos ocurriría, en gran parte, por intervención de uno de los dos absolutos don nadie que figuraban en la primera lista de pasajeros del «Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza». Uno era Mary Hepburn. El otro don nadie era su marido, que desempeñó también un papel crucial en el desarrollo del destino humano al reservar, enfrentado con su propia extinción, esa pequeña cabina barata bajo la línea de flotación del Bahía de Darwin.

22

Los veintiséis versos de duelo del embajador Donoso por «El último kanka-bono» eran al menos prematuros. En cambio tendría que haber llorado sobre el papel por «El último continente sudamericano», «El último continente norteamericano», «El último continente europeo», «El último continente africano» y «El último continente asiático».

De cualquier modo acertó en lo que le pasaría a la moral del pueblo ecuatoriano en la próxima hora cuando le dijo a Bobby King por teléfono: —La gente se vendrá abajo allí cuando se enteren de que ¡a señora Onassis no irá a Guayaquil.

—Las cosas pueden cambiar tanto en treinta días —dijo King—. «El Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza» era una de las muchas cosas a las que podían aspirar los ecuatorianos. De pronto se ha convertido en la única.

—Es como si hubiéramos preparado un gran cuenco de cristal con ponche de champaña —dijo Donoso— y luego, de un momento a otro, se hubiera convertido en un cubo herrumbroso de nitroglicerina. —Opinaba que, al menos, «el Crucero del Siglo Para el Conocimiento de la Naturaleza» había pospuesto el enfrentamiento del Ecuador con sus insolubles problemas económicos una semana o dos Los gobiernos de Colombia al norte y de Perú al sur y al este habían sido derrocados, y estaban ahora en manos de dictaduras militares. De hecho, los nuevos conductores de Perú, con el fin de distraer a otros cerebros voluminosos de las dificultades con que se enfrentaban, estaban a punto de declarar la guerra a Ecuador.

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