Kurt Vonnegut - Galápagos
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Llamaré ahora a mis tiempos de hace un millón de años «la era de los monstruos promisorios»; eran monstruos novedosos en términos de personalidad, mas que de tipo corporal. En los tiempos que corren ya no se hacen esos experimentos, ni con el cuerpo ni con la personalidad.
●
Los cerebros voluminosos de entonces no sólo eran capaces de una crueldad gratuita. Podían sentir también toda clase de dolores, a los que los animales inferiores eran completamente insensibles. Ningún otro animal de la tierra habría podido sentir, como sintió Jesús Ortiz mientras bajaba en el ascensor al vestíbulo, que lo que le había dicho *MacIntosh lo había destrozado. Ni siquiera estaba seguro de que hubiera quedado algo entero en él por lo que valiera la pena seguir viviendo.
Y tenía el cerebro tan complicado que veía toda clase de imágenes dentro del cráneo, imágenes que ningún animal inferior podría ver nunca, todas tan irreales, meras cuestiones de opinión, como los cincuenta millones de dólares que *MacIntosh estaba dispuesto a transferir instantáneamente desde Manhattan a Ecuador cuando lo llamaran por teléfono. Vio una imagen de la señora Kennedy, Jacqueline Kennedy Onassis, que en nada se diferenciaba de las imágenes que había visto de la Virgen María. Ortiz era católico apostólico romano. Todo el mundo en Ecuador era católico apostólico romano. Los von j Kleist eran católicos apostólicos romanos. Aun los caníbales de los bosques tropicales del Ecuador, los furtivos kanka-bonos, eran católicos apostólicos romanos.
Esta señora Kennedy era hermosa, triste, pura, bondadosa y todopoderosa. En la mente de Ortiz, sin embargo, ella también presidía una hueste de deidades menores que participarían en «el Crucero del Siglo para el Conocimiento de la Naturaleza», y entre las que se incluían los seis huéspedes que ya estaban en el hotel. Ortiz no esperaba sino bondad de cualquiera de ellos, y sentía, como la mayoría de los ecuatorianos hasta que el hambre empezó, que la llegada al Ecuador de estas deidades sería un momento glorioso para la historia nacional, y que debía prodigarse sobre ellas todo lujo concebible.
Pero ahora la verdad acerca de uno de estos supuestamente maravillosos visitantes, *Andrew MacIntosh, había manchado la imagen mental que Ortiz tenía no sólo de todas las deidades menores, sino la de la misma señora Kennedy.
De modo que el retrato de cintura para arriba de la señora Kennedy desarrolló unos colmillos de vampiro y la piel se le desprendió de la cara, aunque el pelo siguió en su sitio. Era ahora una calavera sonriente, que no deseaba más que pestilencia y muerte para el pequeño Ecuador.
●
Era una imagen espantosa, y Ortiz no podía deshacerse de ella. Pensó que quizá podría enterrarla afuera en el calor, de modo que cruzó el vestíbulo sin hacer caso de *Siegfried von Kleist, que lo llamaba desde el bar. *Von Kleist le preguntaba qué ocurría, a dónde iba, etcétera. Ortiz era el mejor empleado del hotel, el más leal, el de más abundantes recursos, el más uniformemente animado, y *von Kleist realmente lo necesitaba.
●
He aquí, entre paréntesis, por qué el administrador del hotel no había engendrado hijos, aunque tenía hábitos heterosexuales y un esperma que parecía normal bajo el microscopio: había un cincuenta por ciento de probabilidades de que fuera portador de una enfermedad del cerebro heredada c incurable, desconocida en la actualidad, llamada corea de Huntington. En aquel tiempo la corea de Huntington era una de las mil enfermedades comunes que Mandarax era capaz de diagnosticar.
Sólo la casualidad, una cuestión de mero azar, explica que no haya hoy portadores de la corea de í Huntington. Fue la misma suerte ciega la que hizo de *Siegfried von Kleist un posible portador. Su padre se enteró de que él era un portador en la edad madura, después de haberse reproducido dos veces.
Y eso significaba, por supuesto, que Adolf, el hermano mayor de *Siegfried, el capitán del Bahía de Darwin, el más alto y atractivo de los dos, era también un posible portador. De modo que *Siegfried, que habría de morir sin descendencia, y Adolf, que se convertiría en el progenitor de toda la raza humana, habían renunciado, por motivos admirablemente generosos, a unirse en cópulas biológicamente significativas un millón de años atrás.
●
*Siegfried y Adolf habían mantenido en secreto este posible defecto genético. El secreto les ahorraba embarazos personales, sin duda; pero también protegía a sus parientes. Sí se hubiera sabido públicamente que los hermanos eran capaces de transmitir a su progenie la corea de Huntington, era probable que a todos los von Kleist les hubiese sido difícil hacer buenos matrimonios, aun cuando no hubiera la menor posibilidad de que también ellos fueran portadores.
Así era la cosa: la enfermedad, si la tenían, les había venido a los hermanos a través de la abuela paterna, que era la segunda mujer del abuelo paterno, y que tenía un único hijo, el padre de ambos, el escultor y arquitecto ecuatoriano Sebastian von Kleist.
¿Qué gravedad tenía ese defecto? Bueno, era por cierto mucho peor que tener una hija peluda.
De hecho, entre todas las enfermedades horribles que Mandarax conocía, la peor era quizá la corea de Huntington. Era sin duda la más traicionera, la más desagradable de todas las sorpresas. Se escondía por lo general al acecho y era indetectable por prueba conocida alguna, hasta que el desdichado que la había heredado era ya perfectamente adulto. El padre de los hermanos, por ejemplo, llevó una vida despejada y productiva hasta los cincuenta y cuatro años, edad en la que empezó a bailar involuntariamente y a ver cosas que no existían. Y después mató a su mujer, hecho que fue silenciado. El asesinato fue comunicado a la policía, que lo manejó como si se tratara de un accidente hogareño.
●
De modo que estos dos hermanos habían estado esperando enloquecer en cualquier momento, empezar a bailar y alucinar ya desde hacía veinticinco años. Las probabilidades eran del cincuenta por ciento para cada uno. Si uno de ellos enloquecía, eso probaría que podría transmitir el defecto aún a otra generación. Si uno de ellos se convertía en un hombre muy, muy viejo sin enloquecer, eso probaría que no era un portador y que tampoco lo sería ninguno de sus descendientes. Probaría que hubiera podido reproducirse con impunidad.
●
Tal como sucedieron las cosas, una moneda arrojada al aire, el capitán no fue portador, pero su hermano sí. Al menos el pobre *Siegfried no tendría que sufrir demasiado. Empezó a enloquecer sólo cuando le quedaban unas pocas horas de vida: la tarde del jueves 27 de noviembre de 1986. Allí estaba de pie atendiendo la barra del bar de El Dorado, con James Wait sentado en frente y el retrato de Charles Darwin detrás. Acababa de ver al empleado en quien más confianza tenía, Jesús Ortiz, que salía por la puerta principal, terriblemente alterado por algún motivo.
Y entonces el cerebro voluminoso de *Siegfried lo hundió por un momento en la locura, y luego lo devolvió a la cordura.
●
En esa temprana etapa de la enfermedad, la única que el desdichado hermano conocería, aún podía darse cuenta de que su cerebro se había vuelto peligroso, y conservar cierta apariencia de cordura. De modo que mantuvo la cara inmóvil c intentó volver a su trabajo de costumbre haciendo una pregunta a Wait.
—¿A qué se dedica usted, señor Flemming? —inquirió.
Cuando *Siegfried pronunció estas palabras, oyó que le retumbaban infernalmente en la cabeza, como si hubiera estado gritando dentro de un barril de acero. Se había vuelto extremadamente sensible a los ruidos.
Y la contestación de Wait, aunque dada en voz baja, también le rompió los tímpanos. —Era ingeniero —dijo Wait—, pero la profesión dejó de interesarme, como también todo lo demás a decir verdad, después que murió mi mujer. Supongo que ahora podría llamarme un sobreviviente.
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