Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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Pablo metió en unas alforjas las tres maniotas que tenía en la mano, se irguió y dijo: -¿Qué tal, mujer? Ella le contestó con un gesto para tranquilizarle, y todos montaron en los caballos.
Robert Jordan iba sobre el gran tordillo, que había visto por vez primera la víspera, por la mañana, bajo la nieve, y sus piernas y manos sentían lo que valía aquel magnífico caballo.
Como llevaba alpargatas de suela de cáñamo, los estribos le quedaban un poco cortos. Llevaba el fusil al hombro, los bolsillos repletos de municiones, y, una vez montado, con las riendas debajo del brazo, cambió el cargador, echando de vez en cuando una mirada a Pilar, que aparecía en lo alto de una extraña pirámide de mantas y paquetes atados a la silla.
- Deja todo eso, por el amor de Dios -dijo Primitivo-. Te vas a caer y tu caballo no podrá aguantar tanta carga.
- Cállate -repuso Pilar-. Con todo esto podremos vivir en otra parte.
- ¿Podrás cabalgar así, mujer? -le preguntó Pablo, que se había encaramado al gran caballo bayo, aparejado con una montura de guardia civil.
- Como cualquier lechero -dijo Pilar-. ¿Adonde vamos, hombre?
- Derechos, hacia abajo. Atravesaremos la carretera. Subiremos la cuesta del otro lado y nos meteremos por el bosque, por la parte más espesa.
- ¿Hay que atravesar la carretera? -preguntó Agustín, poniéndose a su lado, mientras hincaba las alpargatas en los flancos duros e inertes de uno de los caballos que Pablo había traído la noche anterior.
- Pues claro, hombre; es el único camino que nos queda -dijo Pablo. Le entregó uno de los caballos de carga; Primitívo y el gitano llevaban los otros dos.
- Puedes venir a retaguardia, inglés, si quieres -dijo Pablo-. Cruzaremos muy arriba, para estar lejos del alcance de esa máquina. Pero iremos separados al cruzar la carretera y volveremos a juntarnos más arriba, donde el camino se hace más estrecho.
- Bien -dijo Robert Jordan.
Descendieron entre los árboles hasta el borde de la carretera. Robert Jordan iba detrás de María. No podía ir a su lado por los árboles. Acarició su caballo con las piernas y lo mantuvo bien sujeto, mientras descendían rápidamente, deslizándose entre los pinos, guiando al animal con los muslos, como lo hubiera hecho con las espuelas de haberse encontrado en terreno llano.
- Oye, tú -exclamó, dirigiéndose a María-. Ponte en segundo lugar cuando atravesemos la carretera. Pasar el primero no es tan malo como parece. Pero el segundo es mejor. Los que corren más peligro son los que van después.
- Pero tú…
- Yo pasaré muy aprisa. No hay problema. Lo más peligroso es pasar en fila.
Veía la redonda y peluda cabeza de Pablo hundida entre los hombros mientras cabalgaba con el fusil automático cruzado a la espalda. Miró a Pilar, que iba con la cabeza descubierta, amplios los hombros, más altas las rodillas que los muslos, con los talones hundidos en los bultos que llevaba. Una vez se volvió a ella a mirarle y movió la cabeza.
- Adelanta a Pilar antes de atravesar la carretera -dijo Robert Jordan a María. Luego, mirando por entre los árboles, que estaban más separados, vio la superficie oscura y brillante de la carretera por debajo de ellos, y, más allá, la pendiente verde de la montaña. «Estamos justamente por encima de la cuneta -observó-, y un poco más acá del repecho, a partir del cual la carretera desciende hacia el puente en una pendiente larga. Estamos a unos ochocientos metros por encima del puente. Eso no está fuera del alcance de la «Fiat» del tanque, si se han acercado al puente.»
- María -dijo-, ponte delante de Pilar antes que lleguemos a la carretera y sube de prisa por esa cuesta.
María volvió la cabeza para mirarle, pero no dijo nada. El le devolvió la mirada para asegurarse de que le había entendido.
- ¿Comprendes? -le preguntó.
Ella hizo un gesto afirmativo.
- Pasa delante -dijo.
- No -respondió ella, volviéndose hacia él y negando con la cabeza-. Me quedaré en el lugar que me corresponde.
Entonces Pablo hundió las espuelas en los ijares del gran bayo y se precipitó cuesta abajo, por la pendiente cubierta de hojas de pino, atravesando la carretera entre un martillar y relucir de cascos. Los otros le siguieron y Robert Jordan los vio atravesar la carretera y subir la cuesta cubierta de hierba y oyó la ametralladora que tableteaba desde el puente. Luego oyó un ruido que se asemejaba a un silbido -¡psiii crac bum!- seguido de un golpe sordo y una explosión, y vio levantarse un surtidor de tierra de la ladera y una nube de humo gris. -¡Psiiii, crac, bum!- Inmediatamente se repitió la escena y una nube de polvo y humo se levantó un poco más arriba, en la ladera.
Delante de él se paró el gitano al borde de la carretera, al abrigo de los últimos árboles. Miró la cuesta y luego se volvió hacia Robert Jordan.
- Adelante, Rafael -dijo Jordan-. Al galope, hombre.
El gitano llevaba de las bridas al caballo cargado con los bultos, que se resistía a seguir adelante.
- Suelta a ese caballo y galopa -dijo Robert Jordan.
Vio a Rafael levantar la mano, cada vez más alto, como si se despidiera de todo y para siempre, mientras hundía los talones en los costados de su montura. La cuerda del otro se cayó y el gitano había cruzado ya el camino cuando Robert Jordan tuvo que entendérselas con un caballo de tiro que, asustado, había retrocedido hasta topar con él. El gitano, entretanto, galopaba por la carretera y se oía el galopar de los cascos del caballo, según iba subiendo la cuesta.
¡Psiiii, crac, bum! El proyectil seguía su trayectoria baja y Jordan vio al gitano sacudirse como un jabalí en fuga mientras la tierra se levantaba tras de él en forma de un pequeño geiser negro y gris. Le vio galopar, más despacio ahora llegando a la ladera cubierta de hierba, mientras la ametralladora le perseguía con sus disparos, que llovían alrededor, hasta que, por fin, llegó a los otros, resguardados por la colina.
«No puedo llevar conmigo a este condenado caballo con la carga -pensó Robert Jordan-. Sin embargo, me gustaría tenerlo a mi lado. Me gustaría ponerlo entre esos cuarenta y siete milímetros y yo, antes de que me disparen encima. Por Dios, voy a tratar de llevarle.»
Se acercó al carguero, logró coger la soga y, con el caballo trotando detrás de él, subió unos cincuenta metros cuesta arriba entre los árboles. Allí se detuvo para observar la carretera hasta donde estaba el camión, hacia el puente. Vio que había hombres en el puente y detrás, en la carretera, algo que parecía un embotellamiento de vehículos. Buscó alrededor hasta que encontró lo que buscaba, se irguió en el caballo y rompió una rama seca de pino. Dejó caer la cuerda del carguero, le dirigió hacia la carretera y le golpeó con fuerza en la grupa con la rama de pino. «Vamos, hijo de perra», dijo. Y lanzó la rama seca detrás de él. El caballo atravesó la carretera y empezó a subir la cuesta. La rama volvió a golpearle y el caballo se lanzó al galope.
Robert Jordan subió una treintena de metros más arriba, hasta el límite extremo por donde podría cruzar sin encontrar la pendiente demasiado abrupta. El cañón disparaba llenando el aire con silbidos de obuses, tronaba y crepitaba levantando tierra por todas partes. «Vamos, tú, bastardo fascista», dijo Robert Jordan al caballo. Y le lanzó por la pendiente. Luego se encontró al descubierto, cruzando la carretera, tan dura bajo los cascos del caballo, que la sentía resonar hasta los hombros, el cuello y los dientes. Después llegó a la cuesta blanda, en donde los cascos del caballo se hundían y mientras el animal trataba de afirmarse, tomaba impulso y seguía adelante, vio el puente desde un ángulo que no le había visto jamás. Lo veía de perfil, sin escorzos; en el centro tenía un boquete y detrás de él, en la carretera, se veía el tanquecillo, y detrás del tanquecillo un tanque enorme con un cañón. Y el cañón disparó y hubo un fogonazo amarillento, tan brillante como un espejo, y el relámpago que fulguró al desgarrarse el aire pareció haber descuajado el largo pescuezo gris que tenía delante de él. Robert Jordan volvió la cabeza y vio un surtidor sucio de tierra levantándose. El carguero iba delante de él; pero corría demasiado hacia la derecha y perdía velocidad. Jordan, al galope, volvió de nuevo la mirada hacia el puente y vio la hilera de camiones detenidos junto al recodo, bien visible desde la parte más elevada de su camino. Mientras ganaba altura, volvió a ver nuevamente el resplandor amarillo y oyó el psiiii y el bum de la explosión; pero la bomba cayó un poco corta partiéndose los pedazos de metal por el camino como si brotaran del lugar en que había caído el proyectil.
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