Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- Pero ¿hablarás a alguien de ese mensaje?
- Sí, hombre. Sin ninguna duda. Los conozco a todos en estas dos brigadas. Todos pasan por aquí. Conozco incluso a los rusos, aunque no hay muchos que hablen español. Impediremos a ese loco que fusile a los españoles.
- Pero ¿y el mensaje?
- El mensaje también; no te preocupes, camarada. Sabemos cómo hay que gastarlas con ese loco. No es peligroso más que con sus compatriotas. Ahora ya le conocemos.
- Traed a los dos detenidos -dijo la voz de André Marty.
- ¿Queréis echar un trago? -preguntó el cabo.
- ¿Cómo no?
El cabo cogió de un armario una botella de anís, y Gómez y Andrés bebieron. El cabo también. Secóse la boca con el dorso de la mano.
- Vámonos -dijo.
Salieron del cuarto de guardia con la boca ardiendo por efecto del anís que habían tomado entrecortadamente, con la tripa y el espíritu templados; atravesaron el vestíbulo y penetraron en la habitación donde Marty se encontraba sentado ante una larga mesa, con un mapa extendido delante de él y sosteniendo en la mano un lápiz rojo y azul, con el que jugaba a general. Para Andrés, aquello no era sino un incidente más. Había habido muchos aquella noche. Era siempre así. Si se tenían los papeles en regla y la conciencia limpia, no se corría peligro. Acababan por soltar a uno y se proseguía el camino. Pero el inglés había dicho que se dieran prisa. Sabía que no volvería a tiempo para lo del puente; pero tenía que entregar un despacho, y aquel viejo detrás de la mesa lo guardaba en su bolsillo.
- Deteneos ahí -ordenó Marty, sin levantar sus ojos.
- Escucha, camarada Marty -comenzó a decir Gómez, fortificada su cólera por los efectos del anís-; ya hemos sido estorbados una vez esta noche por la ignorancia de los anarquistas. Luego, por la pereza de un burócrata fascista. Y ahora lo estamos siendo por la desconfianza de un comunista.
- Cállate -dijo Marty, sin mirarle-. No estamos en una reunión pública.
- Camarada Marty, se trata de un asunto muy urgente -insistió Gómez-, y de la mayor importancia.
El cabo y el soldado que los escoltaban seguían con el más vivo interés la conversación, como si estuvieran presenciando una obra cuyos lances más felices, aunque vistos ya muchas veces, saboreaban con deleite por anticipado.
- Todo es de la mayor urgencia -dijo Marty-. Todas las cosas tienen importancia. -Levantó la vista hacia ellos, con el lápiz en la mano.- ¿Cómo supísteis que Golz estaba aquí? ¿Os dais cuenta de la gravedad que supone el preguntar por un general antes de iniciarse un ataque? ¿Como pudísteis saber que ese general estaría aquí?
- Cuéntaselo tú -dijo Gómez a Andrés.
- Camarada general -empezó a decir Andrés. André Marty no corrigió el error de grado-. Ese paquete me lo dieron al otro lado de las líneas.
- ¿Al otro lado de las líneas? -preguntó Marty-. ¡Ah, sí!, ya os oí decir que veníais de las líneas fascistas.
- Me lo dio un inglés llamado Roberto, camarada general, que vino como dinamitero para lo del puente. ¿Entiendes?
- Continúa con tu cuento -dijo Marty, usando la palabra cuento para expresar mentira, falsedad o invención.
- Bueno, camarada general, el inglés me ordenó que a toda prisa se lo trajera al general Golz, que va a lanzar una ofensiva por estas montañas. Y lo único que te pedimos es podérselo llevar con toda la rapidez posible, si no tiene ningún inconveniente el camarada general.
Marty volvió a sacudir la cabeza. Miraba a Andrés, pero no le veía.
Golz, pensaba con una mezcla de horror y de satisfacción; esa mezcla que es capaz de experimentar un hombre al saber que su peor rival ha muerto en un accidente de coche particularmente atroz, o que una persona que odiaba, y cuya probidad no se puso nunca en duda, acababa de ser acusada de desfalco. Que Golz fuese también uno de ellos… Que Golz mantuviera relaciones tan evidentes con los fascistas… Golz, a quien él conocía desde hacía más de veinte años. Golz, que había capturado el tren de oro aquel invierno con Lucacz en Siberia. Golz, que se había batido contra Kolchak y en Polonia. Y en el Cáucaso, y en China. Y aquí, desde el primero de octubre. Pero había sido íntimo de Tukhachevsky. De Vorochilov también, ciertamente. Pero fue íntimo de Tukhachevsky. ¿Y de quién más? Aquí lo era de Karkov, desde luego. Y de Lucacz. Pero todos los húngaros eran intrigantes. El detestaba a Gall. «Acuérdate de eso. Anótalo.» Golz había detestado siempre a Gall. Pero sostenía a Putz. «Acuérdate de eso. Y Duval es su jefe de Estado Mayor. Fíjate en lo que hay detrás de todo eso. Se le ha oído decir que Copie era un imbécil. Eso es algo definitivo. Eso es algo que cuenta. Y ahora, ese mensaje procedente de las líneas fascistas.» Solamente cortando las ramas podridas podría conservarse el árbol sano y vigoroso. Era necesario que la podredumbre quedara al descubierto para que pudiera ser destruida. Pero que tuviera que ser Golz… Que fuera Golz uno de los traidores… Sabía que no era posible confiar en nadie. En nadie. Nunca. Ni en la propia mujer. Ni en el hermano. Ni en el más viejo camarada. En nadie. Nunca.
- Lleváoslos y vigiladlos.
El cabo y el soldado se cruzaron una mirada. Para ser una entrevista con Marty, había sido poco ruidosa.
- Camarada Marty -dijo Gómez-, no procedas como un demente. Escúchame a mí, un oficial leal, un camarada. Ese mensaje tiene que ser entregado. Este camarada lo ha traído atravesando las líneas fascistas para entregárselo al camarada general Golz.
- Lleváoslos -ordenó Marty al centinela, expresándose con gran dulzura. Los compadecía como seres humanos aunque fuese necesario liquidarlos. Pero era la tragedia de Golz lo que le obsesionaba. Que tuviera que ser Golz, pensaba. Era preciso llevar en seguida el mensaje fascista a Varloff.
No, sería mejor que él mismo se lo entregara a Golz y le observara en su reacción. ¿Cómo estar seguro de Varloff, si Golz mismo era uno de ellos? No. Era un asunto que requería grandes precauciones.
Andrés se dirigió a Gómez.
- ¿Crees que no va a enviar el mensaje? -preguntó, sin acabar de creerlo.
- ¿No lo estás viendo? -dijo Gómez.
- Me cago en su puta madre -dijo Andrés-. Está loco.
- Sí -asintió Gómez-; está loco. Estás loco. ¿Me oyes? Loco -gritó a Marty, que estaba de espaldas a ellos, inclinado sobre el mapa, esgrimiendo su lápiz rojo y azul-. ¿Me oyes, loco asesino?
- Lleváoslos -volvió a decir Marty-. Su cabeza está desquiciada bajo el peso de su enorme culpa.
Aquélla era una frase que al cabo le resultaba familiar. La había oído ya otras veces.
- Loco. Asesino -gritaba Gómez.
- Hijo de la gran puta -gritaba Andrés-. Loco.
La estupidez de aquel hombre le exasperaba. Si era un loco, que le encerrasen, que le quitaran el mensaje del bolsillo. Al diablo con aquel loco. La furia española empezaba a manifestarse, sobreponiéndose a su manera de ser calmosa y a su humor afable. Un poco más, y le cegaría.
Marty, con los ojos fijos en el mapa, movió tristemente la cabeza mientras los guardias hacían salir a Gómez y a Andrés. Los guardias se divirtieron al oír cómo le insultaban; pero, en conjunto, la representación había resultado floja. Habían visto otras mucho mejores. A André Marty no le importaban las injurias. Muchos hombres le habían maldecido, al fin y al cabo. Sentía piedad de todos, sinceramente, como seres humanos. Era algo que se repetía a menudo y era una de las pocas ideas sanas que le quedaban y que fuera realmente suya.
Siguió sentado allí, con los ojos fijos en el mapa, hacia el que apuntaban también las guías de sus bigotes; aquel mapa que no comprendería nunca, con los círculos de color castaño finos como la tela de una araña. Podía discernir las cimas y los valles, pero no comprendía en absoluto por qué era preciso elegir esa cima o aquel valle. En el Estado Mayor, donde, gracias al régimen de los comisarios políticos, tenía derecho a intervenir, sabía poner el dedo sobre tal o cual lugar numerado, rodeado de un círculo castaño, en medio de las manchas verdes de los bosques, cortado por las líneas de las carreteras que corrían paralelas a las líneas sinuosas de los ríos, y decir: «Aquí. Este es el punto vulnerable.»
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