Me volví a acostar, más o menos convencido. Carol siguió hablando, pero no la estaba escuchando. Sentí las sábanas. ¡Eran sábanas reales! Recorrí la cama con mis manos. ¡Era una cama! Me estiré hacia el suelo, y toqué con mis manos las frías baldosas del piso. Me salí de la cama y revisé todos los objetos del cuarto y del baño. Todo era perfectamente normal, perfectamente real. Le dije a Carol que cuando apagó la luz, tuve la clara sensación de que estaba ensoñando.
– Date un respiro -dijo-. Acaba con estas tontas investigaciones, vente a la cama y descansa.
Abrí las cortinas de la ventana que daba a la calle. Afuera era de día, pero en el momento en que las cerré se hizo de noche adentro. Carol me rogó que regresara a la cama. Dijo que temía que me saliera corriendo y acabara en la calle, como sucedió antes. Tenía razón. Regresé a la cama sin darme cuenta de que no se me había ocurrido, ni siquiera por un instante, señalar las cosas con el dedo meñique. Era como si ese conocimiento no hubiera existido en mi mente.
La oscuridad en el cuarto del hotel era de lo más extraordinaria. Me provocó un delicioso sentido de paz y armonía. También me provocó una profunda tristeza; una añoranza de calor humano, de compañía. Me sentí más que abrumado. Nunca me había pasado algo así. Me acosté en la cama, tratando de recordar si esa añoranza era algo común en mi. No lo era. Las añoranzas que conocía no eran por compañía humana; eran abstractas. Eran más bien una clase de tristeza por no poder alcanzar algo indefinido.
– Me estoy haciendo añicos -le dije a Carol-. Estoy a punto de llorar por la gente.
Pensé que iba a interpretar lo que dije como algo chistoso, porque lo dije casi en son de broma. Guardó silencio y pareció estar de acuerdo conmigo. Suspiró. Estando en un estado mental inestable, me sentí inmediatamente arrastrado hacia la emocionalidad. Me volví hacia ella en la oscuridad, y murmuré algo que en un momento más lúcido me hubiera parecido bastante irracional.
– Te adoro total y absolutamente -dije.
Aseveraciones de esa índole entre los brujos de la línea de don Juan eran intolerables. Carol Tiggs era la mujer nagual. Entre nosotros dos no había necesidad de demostraciones de afecto. De hecho, ni siquiera sabíamos lo que sentíamos el uno por el otro. Don Juan nos había enseñado que entre los brujos no hay disposición ni tiempo para tales sentimientos.
Carol me sonrió y me abrazó. El afecto que yo sentía por ella me consumía de tal manera que involuntariamente comencé a llorar.
– Tu cuerpo energético se está moviendo hacia adelante en los filamentos luminosos de energía del universo -susurró en mi oído-; nos lleva el regalo del desafiante de la muerte.
Tenía suficiente energía para comprender lo que estaba diciendo. Hasta le pregunté si ella misma entendía lo que todo eso significaba. Me apaciguó con un susurro en mi oído.
– Sí, entiendo; el regalo que el desafiante de la muerte te dio fueron las alas del intento. Y con ellas, tú y yo nos estamos ensoñando en otro tiempo. En un tiempo que está aún por venir.
La hice a un lado y me senté. La manera como Carol estaba expresando esos complejos pensamientos de brujos me perturbaba. Su tendencia no era tomar los pensamientos conceptuales seriamente. Siempre bromeábamos entre nosotros sobre que ella no tenía una mente filosófica.
– ¿Qué es lo que te pasa? -le pregunté-. Tu desarrollo es nuevo para mí: Carol la bruja filósofa. Estás hablando como don Juan.
– Todavía no -se rió-. Pero en cualquier momento. Ya viene rodando, y cuando finalmente llegue, me va a ser la cosa más fácil del mundo ser una bruja filósofa. Ya verás. Y nadie será capaz de explicarlo porque simplemente sucederá.
Una campana de alarma sonó en mi mente.
– Tu no eres Carol -grité-. Eres el desafiante de la muerte disfrazado de Carol. ¡Lo sabía!
Carol Tiggs se rió, sin perturbarse por mi acusación.
– No seas absurdo -dijo-. Te vas a perder la lección. Sabía que tarde o temprano, me ibas a salir con esto porque no puedes controlarte. Créeme, soy Carol. Pero estamos haciendo algo que nunca hemos hecho: estamos intentando en la segunda atención, como los brujos de la antigüedad solían hacerlo.
No quedé convencido, pero no tenía más energía para continuar con mi discusión, ya que algo como los grandes vórtices de mis ensueños estaba empezando a jalarme. Escuché la voz de Carol vagamente en mi oído.
– Nos estamos ensoñando a nosotros mismos. Ensueña tu intento de mí. ¡Inténtame hacia adelante! ¡Inténtame hacia adelante!
Con gran esfuerzo expresé mi pensamiento más íntimo.
– Quédate aquí conmigo para siempre -dije con la lentitud de un tocacintas que no funciona bien.
Me respondió algo incomprensible. Quería reírme de mi propia voz, pero en esos momentos el vórtice me tragó.
Cuando desperté, estaba solo en el cuarto del hotel. No tenía la menor idea cuánto tiempo había dormido. Me sentí extremadamente desilusionado de no encontrar a Carol a mi lado. Me vestí apresuradamente y bajé al vestíbulo del hotel para buscarla. Además, quería sacudirme algo de la extraña soñolencia que se había pegado a mi.
En la recepción me dijeron que la mujer americana que había rentado el cuarto acababa de salir hacia la plaza. Corrí a la plaza, esperando alcanzarla, pero no estaba a la vista. Era mediodía, el sol brillaba en un cielo sin nubes. Hacia bastante calor.
Caminé hacia la iglesia. Mi sorpresa fue genuina, aunque lenta, al darme cuenta de que verdaderamente había visto el detalle arquitectónico de su estructura en aquel ensueño. Sin interés, jugué con la idea de que a lo mejor don Juan y yo habíamos examinado la parte trasera de la iglesia, y no me acordaba de ello. Pensé eso, pero no me importó. Mi esquema de validación no tenía ningún significado para mí. De todas maneras, estaba demasiado soñoliento para que me interesara.
De ahí caminé lentamente hacia la casa de don Juan, todavía buscando a Carol. Estaba seguro de que la iba a encontrar allí, esperándome. Don Juan me recibió como si yo hubiera resucitado de entre los muertos. Él y sus compañeros se hundieron en una gran agitación, y me examinaron de pies a cabeza con franca curiosidad.
– ¿Dónde estuviste? -preguntó imperiosamente don Juan.
No podía comprender la razón de todo ese alboroto. Le dije que había pasado la noche con Carol en el hotel cerca de la plaza, ya que no tenía energía para caminar de regreso de la iglesia a su casa, pero que ellos ya sabían esto.
– Nosotros no sabíamos nada de eso -contestó secamente.
– ¿No le dijo Carol que estaba conmigo? -le pregunté en medio de una débil sospecha, la cual, si no hubiera estado tan exhausto, me hubiera alarmado sobremanera.
Nadie contestó. Se miraban los unos a los otros penetrantemente. Encaré a don Juan y le dije que tenía la impresión de que él había mandado a Carol a buscarme. Don Juan se paseó de arriba abajo por el cuarto, sin decir nada.
– Carol Tiggs no ha estado con nosotros -dijo-. Y tú estuviste ido por nueve días.
Mi fatiga impidió que me desmoronara con tales aseveraciones. Su tono de voz y la preocupación que los otros mostraban eran prueba suficiente de que estaba hablando en serio. Pero yo me encontraba tan entumecido que no pude decir nada.
Don Juan me pidió que les contara, con todo detalle posible, lo que había sucedido entre el desafiante de la muerte y yo. Me sorprendió que fuera capaz de recordar tanto, y de poder transmitir todo eso a pesar de mi fatiga. Un momento de frivolidad rompió la tensión cuando les dije cuánto se había reído la mujer de mis gritos en su ensueño.
– Señalar con el dedo meñique funciona mejor -le dije a don Juan, pero sin ningún sentimiento de recriminación.
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