– El recibir una oportunidad de volver nuevamente al misterio del mundo -prosiguió don Juan-, resulta a veces ser demasiado para los guerreros, y sucumben; los asalta en su camino lo que yo he llamado la gran aventura de lo desconocido. Olvidan la búsqueda de la libertad, olvidan ser testigos sin prejuicios. Y con un gozo ciego, se hunden en lo desconocido.
– Y usted cree que yo soy así, ¿verdad? -le pregunté a don Juan.
– No es cuestión de creer, nosotros lo sabemos -contestó Genaro-. Y la Catalina lo sabe mejor que todos los demás.
– ¿Cómo lo sabe? -exigí saber.
– Porque es como tú -repuso Genaro pronunciando sus palabras con una entonación cómica.
Estaba a punto de iniciar una acalorada discusión cuando don Juan me interrumpió.
– No hay motivo para alterarse tanto -me dijo-. Tú eres lo que eres. La lucha por la libertad, es más dura para algunos. Tú eres uno de ellos.
"Para llegar a ser testigos sin prejuicios -prosiguió-, se comienza entendiendo que la estabilidad o el movimiento del punto de encaje determina lo que somos, y lo que es el mundo que atestiguamos.
"Los nuevos videntes dicen que cuando aprendimos a hablar con nosotros mismos, aprendimos los medios de entorpecernos para así poder mantener al punto de encaje en un sitio fijo.
Genaro aplaudió ruidosamente y soltó un chiflido agudo que imitaba el silbato de un entrenador de deportes.
– ¡Pongamos en movimiento ese punto de encaje! -gritó-. ¡Arriba, arriba, arriba! ¡Muévete, muévete, muévete!
Todavía estábamos riéndonos cuando repentinamente los matorrales a mi lado derecho se sacudieron. Don Juan y Genaro se sentaron de inmediato con el pie izquierdo metido bajo el asiento. La pierna derecha, con la rodilla elevada, era como un escudo frente a ellos. A señas, don Juan me indicó que hiciera lo mismo. Alzó las cejas e hizo un gesto de resignación en la comisura de la boca.
– Los brujos tienen sus propias peculiaridades -dijo susurrando-. Cuando el punto de encaje se mueve a las regiones abajo de su posición normal, los brujos no distinguen muy bien. Si te ven de pie, te atacarán.
– El nagual Julián me mantuvo una vez en esta posición de guerrero durante dos días -me susurró Genaro-. Incluso tuve que orinar mientras permanecía sentado en esta posición.
– Y defecar -agregó don Juan con gran seriedad.
– Cierto -dijo Genaro. Y me susurró aún más bajo, como si lo acabara de pensar:- Espero que hayas hecho caca antes. Si no tienes vacíos los intestinos cuando se aparezca la Catalina, te harás caca en los pantalones, a menos que te enseñe cómo quitártelos. Si tienes que cagar en esta posición, tienes que quitarte los pantalones.
Comenzó a enseñarme cómo maniobrar para quitarme los pantalones. Lo hizo con una cara extremadamente seria y preocupada. Toda mi concentración se enfocó en sus movimientos. Sólo después de haberme quitado los pantalones me di cuenta de que don Juan rugía de risa. Nuevamente Genaro se divertía a mi costo. Estaba a punto de incorporarme para ponerme los pantalones cuando don Juan me detuvo. Se reía con tanta fuerza que apenas podía articular sus palabras. Me dijo que me quedara donde estaba, que Genaro sólo bromeaba a medias, y que la Catalina realmente estaba ahí detrás de los matorrales.
Su tono apremiante, a pesar de su risa, me afectó. Al momento, me congelé en mi sitio. Un crujido entre los matorrales me llenó de tanto pánico que olvidé que estaba medio desnudo. Miré a Genaro. Vestía nuevamente sus pantalones. Se encogió de hombros y me sonrió como disculpándose.
– Lo siento -susurró-. No tuve tiempo de enseñarte a ponértelos sin pararte.
No tuve la oportunidad de enojarme o de unirme a su regocijo. En ese instante, justo frente a mí, los matorrales se separaron y surgió de entre ellos una criatura absolutamente horrenda. Era de una apariencia tan estrafalaria que ya no pude ni sentir miedo. Estaba fascinado. Aquello que estaba frente a mí no era un ser humano; era algo que ni siquiera remotamente se asemejaba a uno. Era más como un reptil. O un voluminoso y grotesco insecto. O incluso un ave peluda, totalmente repulsiva. Su cuerpo era oscuro y tenía una gruesa pelambre rojiza. No podía verle extremidades, sólo veía la horrible y enorme cabeza. La nariz era chata y sus dos ventanas eran dos descomunales enormes huecos laterales. Tenía algo parecido a un pico con dientes. Aunque era horrenda esa cosa, sus ojos eran magníficos. Eran como dos lagunas hipnotizantes de incomparable claridad. Poseían conocimiento. No eran ojos humanos, ni ojos de ave, ni ojos de ningún otro ser que yo hubiera visto alguna vez.
La criatura se movió hacia mi izquierda, haciendo crujir los matorrales. Al mover la cabeza para seguirla, me di cuenta de que don Juan y Genaro parecían estar tan hipnotizados como yo. Se me ocurrió que tampoco ellos habían visto jamás algo así.
En un instante, la criatura se perdió completamente de vista. Pero un momento después se escuchó un gruñido y nuevamente su forma gigantesca se elevó ante nosotros,
Yo estaba fascinado sin medida y a la vez preocupado por el hecho de que no le tenía el menor temor a ese grotesco ser. Era como si mi pánico inicial hubiera sido experimentado por alguien que no era yo.
En cierto momento, sentí que comenzaba a incorporarme. Contra mi voluntad, mis piernas se enderezaron y me hallé de pie, frente a ese ser. Vagamente sentí que me quitaba el saco, la camisa y los zapatos. Me quedé desnudo. Los músculos de mis piernas se endurecieron con una contracción tremendamente poderosa. Comencé a saltar con colosal agilidad, y después la criatura y yo corrimos hacia un verdor inefable en la distancia.
La criatura corría delante de mí, enrollándose sobre sí misma, como una serpiente. Corrí hasta alcanzarla. Mientras corríamos juntos, me di cuenta de algo que ya sabía, en realidad ese ser grotesco era la Catalina. De pronto, en carne y hueso, la Catalina estaba a mi lado. Avanzábamos sin esfuerzo. Era como si estuviéramos corriendo sin movernos, tan sólo posando en un gesto corporal de movimiento y velocidad, mientras que el paisaje a nuestro alrededor se movía, creando la impresión de una tremenda aceleración.
Nuestra carrera se detuvo tan repentinamente como había empezado, y luego yo estaba solo con la Catalina, en un mundo diferente. No había en él una sola característica reconocible. Había un intenso brillo y calor que provenía de lo que parecía ser el suelo, un suelo cubierto con grandes rocas. O por lo menos parecían ser rocas. Tenían el color de la arenisca, pero no tenían peso, eran como trozos de tejido esponjoso. Con sólo apoyarme contra ellas podía lanzarlas a lo lejos.
Quedé tan cautivado con mi fuerza que me abstraí de todo lo demás. De alguna manera, yo estaba consciente de que los trozos de material, aparentemente sin peso, si me oponían resistencia, era mi tremenda fuerza la que los lanzaba por doquier.
Traté de agarrarlos con las manos, y me di cuenta de que todo mi cuerpo había cambiado. La Catalina me miraba. De nuevo, era la grotesca criatura que había sido anteriormente, y yo también era así. No podía verme a. mí mismo, pero sabía que los dos éramos exactamente iguales.
Una alegría indescriptible me poseyó, como si la alegría hubiera sido una fuerza que provenía de mi exterior. La Catalina y yo hicimos cabriolas, nos retorcimos, y jugamos hasta que ya no tuve más pensamientos, o sentimientos, o conciencia humana de algún grado. Sin embargo, definitivamente, yo estaba consciente. Mi conciencia era un vago conocimiento que me inspiraba confianza, era una fe ilimitada, una certidumbre física de mi existencia, no en el sentido de un sentimiento humano de individualidad, sino en el sentido de una presencia que lo era todo.
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