«El marqués, ansioso por la suerte de su hija, me sugirió que viniera», dijo Delaura.
Abrenuncio lo hizo sentar frente a él, y ambos se abandonaron al vicio de la conversación, mientras una tormenta apocalíptica convulsionaba el mar. El médico hizo una exposición inteligente y erudita de la rabia desde el origen de la humanidad, de sus estragos impunes, de la incapacidad milenaria de la ciencia médica para impedirlos. Dio ejemplos lamentables de cómo se la había confundido desde siempre con la posesión demoníaca, al igual que ciertas formas de locura y otros trastornos del espíritu. En cuanto a Sierva María, al cabo de casi ciento cincuenta días no parecía probable que la contrajera. El único riesgo vigente, concluyó Abrenuncio, era que muriera como tantos otros por la crueldad de los exorcismos.
La última frase le pareció a Delaura una exageración propia de la medicina medieval, pero no la discutió, porque servía bien a sus indicios teológicos de que la niña no estaba poseída. Dijo que los tres idiomas africanos de Sierva María, tan diferentes del español y el portugués, no tenían ni mucho menos la carga satánica que les atribuían en el convento. Había numerosos testimonios de que tenía una fuerza fisica notable, pero no había ninguno de que fuera un poder sobrenatural. Tampoco se le había probado ningún acto de levitación o adivinación del futuro, dos fenómenos que por cierto servían también como pruebas secundarias de santidad. Sin embargo, Delaura había procurado el apoyo de cofrades insignes, y aun de otras comunidades, y ninguno se había atrevido a pronunciarse contra las actas del convento ni a contrariar la credulidad popular. Pero era consciente de que ni sus criterios ni los de Abrenuncio convencerían a nadie, y mucho menos los dos juntos.
«Seríamos usted y yo contra todos», dijo.
«Por eso me sorprendió que viniera», dijo
Abrenuncio. «No soy más que una pieza codiciada en el coto de caza del Santo Oficio».
«La verdad es que ni siquiera sé a ciencia cierta por qué he venido», dijo Delaura. «A no ser que esa criatura me haya sido impuesta por el Espíritu Santo para probar la fortaleza de mi fe».
Le bastó con decirlo para liberarse del nudo de suspiros que lo oprimía. Abrenuncio lo miró a los ojos, hasta el fondo del alma, y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.
«No se atormente en vano», le dijo con un tono sedante. «Tal vez sólo haya venido porque necesitaba hablar de ella».
Delaura se sintió desnudo. Se levantó, buscó los rumbos de la puerta, y no escapó en estampida porque estaba a medio vestir. Abrenuncio lo ayudó a ponerse la ropa todavía mojada, mientras trataba de demorarlo para seguir la charla. «Con usted conversaría sin parar hasta el siglo venturo»,
le dijo. Trató de retenerlo con un frasquito de un colirio transparente para curar la persistencia del eclipse en su ojo. Lo hizo regresar de la puerta para buscar la maletita que había olvidado en algún lugar de la casa. Pero Delaura parecía presa de un dolor mortal. Agradeció la tarde, la ayuda médica, el colirio, pero lo único que concedió fue la promesa de volver otro día con más tiempo.
No podía soportar el apremio de ver a Sierva María. Apenas si advirtió, ya en la puerta, que era noche cerrada. Había escampado, pero los albañales estaban rebosados por la tormenta, y Delaura se echó por el medio de la calle con el agua a los tobillos. La tornera del convento trató de cerrarle el paso por la proximidad de la queda. Él la hizo a un lado:
«Orden del señor obispo».
Sierva María se despertó asustada y no lo reconoció en las tinieblas. Él no supo cómo explicarle por qué iba a una hora tan distinta y agarró al vuelo el pretexto:
«Tu padre quiere verte».
La niña reconoció la maletita, y la cara se le reencendió de furia.
«Pero yo no quiero», dijo.
Él, desconcertado, le preguntó por qué «Porque no», dijo ella. «Prefiero morirme».
Delaura trató de zafarle la correa del tobillo sano creyendo que la complacía.
«Déjeme», dijo ella. «No me toque».
Él no le hizo caso, y la niña le soltó una ráfaga de escupitajos en la cara. Él se mantuvo firme, y le ofreció la otra mejilla. Sierva María siguió escupiéndolo. Él volvió a cambiar la mejilla, embriagado por la vaharada de placer prohibido que le
subió de las entrañas. Cerró los ojos y rezó con el alma mientras ella seguía escupiéndolo, más feroz cuanto más gozaba él, hasta que se dio cuenta de la inutilidad de su rabia. Entonces Delaura asistió al espectáculo pavoroso de una verdadera energúmena. La cabellera de Sierva María se encrespó con vida propia como las serpientes de la Medusa, y de la boca salió una baba verde y un sartal de improperios en lenguas de idólatras. Delaura blandió su crucifijo, lo acercó a la cara de ella, y gritó aterrado:
«Sal de ahí, quienquiera que seas, bestia de los infiernos».
Sus gritos atizaron los de la niña, que estaba a punto de romper las hebillas de.las correas. La guardiana acudió asustada y trató de someterla, pero sólo Martina lo consiguió con sus maneras celestiales. Delaura huyó.
El obispo estaba inquieto de que no hubiera llegado a la lectura de la cena. Se dio cuenta de que flotaba en una nube personal donde nada de este mundo ni del otro le importaba, como no fuera la imagen terrorífica de Sierva María envilecida por el diablo. Huyó a la biblioteca pero no pudo leer. Rezó con la fe exacerbada, cantó la
canción de la tiorba, lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas. Abrió la maletita de Sierva María y puso las cosas una por una sobre la mesa. Las conoció, las olió con un deseo ávido del cuerpo, las amó, y habló con ellas en hexámetros obscenos, hasta que no pudo más.
Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que nunca se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar en sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y de lágrimas.
«Es el demonio, padre mío», le dijo Delaura. «El más terrible de todos».
El obispo lo llamó a capítulo en su oficina y escuchó sin contemplaciones su confesión descarnada y completa, consciente de que no estaba
oficiando un sacramento sino una diligencia judicial. La única debilidad que tuvo con él fue mantener en secreto su verdadera falta, pero lo despojó de sus encomiendas y privilegios sin ninguna explicación pública, y lo mandó a servir de enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios. Él suplicó el consuelo de decir la misa de cinco para los leprosos, y el obispo se lo concedió. Se arrodilló con una sensación de alivio profundo, y rezaron juntos un Padre Nuestro. El obispo lo bendijo y lo ayudó a incorporarse.
«Que Dios se apiade de ti», le dijo. Y lo borró de su corazón.
Aun después de que Cayetano había empezado a cumplir la condena, altos dignatarios de la diócesis intercedieron a su favor, pero el obispo fue inquebrantable. Descartó la teoría de que los exorcistas terminan poseídos por los mismos demonios que quieren conjurar. Su argumento final fue que Delaura no se había concretado a enfrentarlos con la autoridad inapelable de Cristo, sino que incurrió en la impertinencia de discutir con ellos sobre asuntos de fe. Fue eso, dijo el obispo, lo que comprometió su alma y lo puso al borde de la herejía. Sorprendió más, sin embargo, que el obispo hubiera sido tan severo con su hombre de confianza por una culpa que merecía a duras penas una penitencia de velas verdes.
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