Gabriel Márquez - Del Amor Y Otros Demonios

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El 26 de octubre de 1949 el reportero Gabriel García Márquez fue enviado al antiguo convento de Santa Clara, que iba a ser demolido para edificar sobre él un hotel de cinco estrellas, a presenciar el vaciado de las criptas funerarias y a cubrir la noticia.
Se exhumaron los restos de un virrey del Perú y su amante secreta, un obispo, varias abadesas, un bachiller de artes y una marquesa. Pero la sorpresa saltó al destapar la tercera hornacina del altar mayor: se desparramó una cabellera de color cobre, perteneciente a una niña. En la lápida apenas se leía el nombre: Sierva María de Todos los Ángeles.
"Extendida en el suelo, la cabellera espléndida medía veintidós metros con once centímetros.El maestro de obra me explicó sin asombro que el cabello humano crecía un centímetro por mes hasta después de la muerte, y veintidós metros le parecieron un buen promedio para doscientos años. A mí, en cambio, no me pareció tan trivial, porque mi abuela me contaba de niño la leyenda de una marquesita de doce años cuya cabellera le arrastraba como una cola de novia, que había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros. La idea de que esa tumba pudiera ser la suya fue mi noticia de aquel día, y el origen de este libro." G. García Márquez

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estos suburbios coloniales a tono con el mundo.

«Los tiempos son de renovación», dijo.

El obispo comprobó una vez más la facilidad del poder terrenal. Tendió hacia Delaura su índice tembloroso, sin mirarlo, y dijo al virrey:

«Aquí el que se mantiene al corriente de esas novedades es el padre Cayetano»

El virrey siguió la dirección del índice, y se encontró con el semblante lejano y los ojos atónitos que lo miraban sin pestañear. Le preguntó a Delaura con un interés real:

«¿Has leído a Leibniz?».,

«Así es, excelencia», dijo Delaura, y precisó:

«Por la índole de mi cargo».

Al final de la visita se hizo evidente que el interés mayor del virrey era la situación de Sierva María. Por ella misma, explicó, y por la paz de la abadesa, cuya tribulación lo había conmovido.

«Todavía carecemos de pruebas terminantes, pero las actas del convento nos dicen que esa pobre criatura está poseída por el demonio», dijo el obispo.

«La abadesa lo sabe mejor que nosotros».

«Ella piensa que habéis caído en una trampa de Satanás», dijo el virrey.

«No sólo nosotros, sino la España entera», dijo el obispo.

«Hemos atravesado el mar océano para imponer la ley de Cristo, y lo hemos logrado en las misas, en las procesiones, en las fiestas patronales, pero no en las almas».

Habló de Yucatán, donde habían construido catedrales suntuosas para ocultar las pirámides paganas, sin darse cuenta de que los aborígenes acudían a misa porque debajo de los altares de plata seguían vivos sus santuarios. Habló del batiburrillo de sangre que habían hecho desde la conquista: sangre de español con sangre de indios, de aquellos y estos con negros de toda laya, hasta los mandingas musulmanes, y se preguntó si semejante contubernio cabría en el reino de Dios. A pesar del estorbo de su respiración y de su tosecita de viejo, terminó sin concederle una pausa al virrey:

«¿Qué puede ser todo eso sino trampas del Enemigo?»

El virrey estaba demudado.

«El desencanto de Su Señoría Ilustrísima es de suma gravedad», dijo.

«No lo vea así Su Excelencia», dijo el obispo de muy buen modo. «Trato de hacer más evidente la fuerza de la fe que requerimos para que estos pueblos sean dignos de nuestra inmolación».

El virrey retomó el hilo.

«Hasta donde entiendo, los reparos de la abadesa son de carácter práctico», dijo. «Piensa que quizás otros conventos tuvieran mejores condiciones para un caso tan dificil».

«Pues sepa Su Excelencia que escogimos a Santa Clara sin vacilar, por la entereza, la eficacia y la autoridad de Josefa Miranda», dijo el obispo. «y Dios sabe que tenemos la razón».

«Me permitiré transmitírselo», dijo el virrey.

«Ella lo sabe de sobra», dijo el obispo. «Lo que me inquieta es por qué no se atreve a creerlo».

Al decirlo sintió pasar el aura de una crisis de asma inminente, y apresuró el final de la visita. Contó que tenía pendiente un memorial de cargos de la abadesa que prometía resolver con el más ferviente amor pastoral tan pronto como la salud le

diera una tregua. El virrey se lo agradeció, y puso término a la visita con una cortesía personal.

También él sufría de un asma pertinaz, y le ofreció sus médicos al obispo. Éste no lo creyó del caso.

«Todo lo mío está ya en las manos de Dios», dijo.

«Tengo la edad en que murió la Virgen».

Al contrario de los saludos, la despedida fue lenta y ceremoniosa. Tres de los clérigos, y entre ellos Delaura, acompañaron al virrey en silencio por los corredores lúgubres hasta la puerta mayor.

La guardia virreinal mantenía a raya a los mendigos con una cerca de alabardas cruzadas. Antes de subir a la carroza, el virrey se volvió hacia Delaura, lo señaló con su índice inapelable, y le dijo:

«No dejes que me olvide de ti».

Fue una frase tan imprevista y enigmática, que Delaura sólo alcanzó a corresponder con una reverencia.

El virrey se dirigió al convento para contarle a la abadesa los resultados de la visita. Horas después, ya con el pie en el estribo, ya pesar del acoso de la virreina, le negó el indulto a Martina Laborde, porque le pareció un mal precedente para los muchos reos de lesa majestad humana que encontró en las cárceles.

El obispo había permanecido inclinado hacia adelante, tratando de apagar los silbidos de su respiración con los ojos cerrados, hasta que Delaura regresó. Los ayudantes se habían retirado en puntillas y la sala estaba en sombras. El obispo miró en torno suyo y vio las sillas vacías alineadas contra la pared, ya Cayetano solo en la sala. Le preguntó en voz muy baja:

«¿Hemos visto jamás un hombre tan bueno?»

Delaura respondió con un gesto ambiguo. El obispo se incorporó con un movimiento difícil y permaneció apoyado en el brazo de la poltrona hasta que te dominó la respiración. No quiso cenar. Delaura se apresuró a encender un candil para alumbrarle el camino del dormitorio.

«Hemos estado muy mal con el virrey», dijo el obispo.

«¿Había alguna razón para estar bien?», preguntó Delaura. «No se toca a la puerta de un obispo sin un anuncio formal».

El obispo no estaba de acuerdo y se lo hizo saber con una gran vivacidad. «Mi puerta es la de la Iglesia, y él se comportó como un cristiano de los de antes», dijo. «El impertinente fui yo por culpa de mi mal de pecho, y algo he de hacer por en-

mendarlo». Ya en la puerta del dormitorio había cambiado de tono y de tema, y despidió a Delaura con una palmadita familiar en el hombro.

«Ruega por mí esta noche», le dijo. «Temo que sea muy larga».

En efecto, se sintió morir con la crisis de asma que había presentido durante la visita. Como no lo alivió un vomitivo de tártaro ni otros paliativos extremos, tuvieron que sangrarlo de urgencia. Al amanecer había recobrado el buen ánimo.

Cayetano, desvelado en la biblioteca vecina, no se enteró de nada. Empezaba los rezos de la mañana cuando le anunciaron que el obispo lo esperaba en su dormitorio. Lo encontró desayunando en la cama con un tazón de chocolate acompañado de pan y queso, respirando como un fuelle nuevo y con el espíritu exaltado. A Cayetano le bastó con verlo para darse cuenta de que sus decisiones estaban tomadas.

Así era. Contra la solicitud de la abadesa, Sierva María se quedaba en Santa Clara, y el padre Cayetano Delaura seguía a cargo de ella con la confianza plena del obispo. No se mantendría bajo régimen carcelario, como hasta entonces, y debía participar de las ventajas generales de la población del convento. El obispo agradecía las actas, pero su falta de rigor contrariaba la claridad del proceso, de modo que el exorcista debía proceder según su propio criterio. Ordenó por último que Delaura visitara al marqués en nombre suyo, con poderes para resolver cuanto hiciera falta, mientras él tenía tiempo y salud para atenderlo en audiencia.

«No habrá ninguna instrucción más», le dijo el obispo para terminar. «Que Dios te bendiga».

Cayetano corrió al convento con el corazón desmandado, pero no encontró a Sierva María en su celda. Estaba en la sala de actos, cubierta de joyas legítimas y con la cabellera extendida a sus pies, posando con su exquisita dignidad de negra para un célebre retratista del séquito del virrey. Tan admirable como su belleza era el juicio con que obedecía al artista. Cayetano cayó en éxtasis. Sentado en la sombra y viéndola a ella sin ser visto, le sobro el tiempo para borrar cualquier duda del corazón.

A la hora nona el retrato estaba terminado. El pintor lo escudriñó a distancia, le dio dos o tres pinceladas finales, y antes de firmarlo le pidió a Sierva María que lo viera. Era idéntica, parada en una nube, y en medio de una corte de demonios sumisos. Ella lo contempló sin prisa y se reconoció en el esplendor de sus años. Por fin dijo:

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