Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– Homenaje a un clásico y a nuestra contradictoria cultura popular, en la que el sexo es el pecado y sin embargo el sexo es el paraíso.

Te quedas sentada un rato en la mecedora y aún no te acostumbras a la oscuridad y los números y manecillas fosforescentes de tu reloj que señalan las ocho y cuarto.

– ¿No me contestas? ¿Te sorprendí? ¿Estás rumiando tu respuesta? ¿Por qué no me hablas? No creas que voy a caer en tus trampas. Ya sé distraerme para no escuchar tus respuestas. Además, eso lo he amado siempre. Cómo iba al cine entonces. No había otra cosa que hacer. Eso y oír música por la radio. The Virginian, con Richard Arlen y Mary Bryan, que no eran los principales actores, sino Gary Cooper y Walter Huston. Se batían al final de la película en la calle mayor del poblado del lejano oeste, mientras los moradores se escondían para dejar campo libre a los rivales, el bueno y el malo. Gary Cooper.

– When you say that, smile, pardner.

Seguro, dragona: sonríe. Tú y Jake se escondieron en el closet y se taparon la nariz y la boca con las manos para no reír. Primero, la voz de su madre les llegó con un esfuerzo de serenidad y costumbre. Béfele, Jake, tenemos que salir. Ustedes distinguieron el esfuerzo de Becky para dominarse y se apretaron todavía más las manos contra las caras. Nos están esperando. No podemos llegar tarde. Tú y tu hermano se pellizcaron las piernas para no reír. -Niños, ¿dónde están?; niños, es la noche del viernes, nos están esperando, la comida se va a enfriar, niños, niños buenos, habrá matzoh-balls, gefullte fish, ¿no se les antoja? ¡Salgan! ¡Es tarde! Jake te pellizcó el muslo en la oscuridad y tú tiraste de tus propias trenzas para dominarte a medida que la voz de tu madre subía de tono y se llenaba de temblores, ¡salieron con su padre!, ¡apuesto que su padre se los llevó!, ¿dónde están? ¡Betele, Jake no me atormenten, salgan!, es una grosería con los Mendelssohn, nunca llegaremos a tiempo-, tú y Jake se tomaron de las manos, esperando, ahora serenos, seguros del siguiente grito. ¡No me asusten!, ¡tengo miedo, Betele, Jake!, ¿me oyen?, ¡tengo miedo! y ustedes cerraron los ojos en la oscuridad del closet y la imaginaron, con la cabellera bien estirada hacia la nuca pero siempre crispada y eléctrica con sus tonos cobrizos y sus puntas indisciplinadas enmarcando el rostro pálido, transparente, sin venas, extendiendo los brazos delgados y las manos nudosas en la oscuridad de la sala.

– Prende la luz, Betele.

Nunca prendía la luz. Siempre pedía que alguien lo hiciera, y al encenderse los focos se llevaba distraídamente una mano a la frente, como si se protegiera y sólo tú y Jake lo sabían y se codeaban cuando los viernes eran invitados, sólo una vez cada mes, a casa de los señores Mendelssohn, que habían conocido a los padres de Rebecca, que al entrar de la calle, de la media luz acostumbrada de esa larga caminata de trece cuadras, se pasaba la mano por la frente y las cejas, disimulando.

– ¡Apuesto que Gerson se los llevó!

En el puesto callejero, con los niños riendo a su lado, Gerson saca filo a las navajas y grita de vez en cuando:

– ¡Navajas! ¡Auténticas navajas Solingen! -pero no es al gritar cuando tú y Jack ríen más, sino cuando tu padre detiene a un hombre de pelo largo y barba rizada y le pregunta:

– ¿Usted sigue yendo al shul?

y el hombre asiente y tu padre ríe y atrae de las solapas al hombre y le corta con la navaja un rizo mientras ríe.

– ¿Ve qué bien cortan? ¡Navajas, navajas, auténticas navajas!

Y el hombre permanece atolondrado, tocándose primero la parte mutilada de su vieja cabellera y luego recuperando de manos de tu padre el rizo seboso y exclamando palabras incomprensibles en polaco mientras ustedes ríen y tu padre frunce el ceño.

– Trate de insultarme. Nadie me ha podido insultar hasta ahora. ¿Cuánto vale para usted? ¡Insúlteme! Ofrézcame dos centavos. ¡No ha nacido quien pueda insultarme! ¡Navajas, navajas! -y el polaco se va, arrastrando los pies, murmurando y acariciando su rizo y tú y Jake y Gerson ríen mucho y el vendedor del puesto vecino les prueba corbatas a sus clientes y les dice muchas frases melosas que los hacen reír a ustedes mientras Gerson le grita al comerciante de al lado y a su cliente:

– Mordecai, no hagas pasar por corbatas esos chorizos; señor, señor, comprarle una corbata a Mordecai es como comprarle una soga a un verdugo: son corbatas robadas.

Y Mordecai insulta a Gerson y dice lo mismo que el señor Mendelssohn en esas comidas de los viernes ceremoniales:

– Sólo quejas, señora Jonas. Todo le falla. Su marido es un schlemiel. Es inútil que yo pierda tiempo y dinero ayudándolo.

– ¿Qué es un schlemiel, mamá? -pregunta Jake cuando caminan de regreso a la casa y Rebecca gimotea y su bonete de fieltro le cae demasiado sobre la frente, dándole un aspecto ridículo a su dolor y a su gravedad de figura gótica, pálida, amarilla y negra.

– ¡Desde que te conocí, debí saberlo, un vago, perdiendo el tiempo con los viejos vagos que sólo están allí esperando el momento en que se necesite al décimo hombre para la oración! ¡Sin fe, sólo por vago! ¡Sin creer en las palabras! ¡Sólo esperando, desde la adolescencia, una limosna, un trabajo fácil!

Tú y Jake salieron del closet, riendo y tiritando y tomados de la mano y Rebecca se detuvo paralizada en la oscuridad de la sala, como si no lo creyera pero, al mismo tiempo, como si tuviera que esconder su asombro para no romper ninguna de las complicidades de la normalidad, es tarde, nos están esperando, habrá pumpernickel, el señor Mendelssohn sabe cuánto les gusta a ustedes el pumpernickel, ¿dónde está mi sombrero, Betele?, consíguemelo, creí que habían salido con su padre, vámonos ya.

Sólo el señor Mendelssohn hablaba. Nadie más. Vergüenza eterna. Los propios comerciantes judíos que venden esos productos han sido los peores enemigos de las leyes kosher. Vergüenza eterna. Tú y Jake comían ávidamente el pan de centeno y el beigel con la mirada fija en el señor Mendelssohn con su cuello de paloma. El Reformista es un renegado, señora Jonas. Menos mal que usted se ha opuesto. Estos niños le deberán más de lo que sospechan. Rebecca asentía con lágrimas en los ojos:

¡No harás unos renegados de mis hijos! Gerson se encogía de hombros. -No, no renegados. Invisibles, Becky, nada más invisibles, ¿entiendes?

– Superstitio et perfidia Judaica.

Invisibles, dragona, ah sí, todos.

Franz te escuchó sin parpadear y tú le contaste todo boca abajo, con una almohada sobre la cabeza y tus palabras estaban ahogadas. Dijiste que amabas tu hermosa tierra. Fértil. Invierno blanco, sí y se escuchan las campanillas de los trineos, los viejos se reúnen fumando sus pipas de elote en torno a la estufa de la tienda general, los niños hacen monos de nieve con ojos de carbón y narices de zanahoria y las lomas están llenas de abetos desnudos, dibujados en tinta, y de álamos blancos con las ramas cuajadas de hielo. El estanque se ha congelado y las parejas patinan, con bufandas rojas y gorros de estambre, medias de lana y faldas escocesas y orejeras. Son hermosas las tardes breves junto al fuego.

– ¿Eso le contaste a Franz?

Sí. La noche repentina y uno se encierra a leer en silencio, sobre cojines de retazo, en los banquillos de una ventana salediza que mira hacia los corrales pintados de rojo, hacia la ondulación de las colinas bajas, blancas, moteadas con cuadros de tierra negra; hacia los establos donde los caballos resoplan un vaho intenso.

– ¡Ligeia, Ligeia!

Tu hermano te lleva en su trineo de mano hasta la punta de la colina más alta y tú sientes miedo; él se ríe de ti, te sienta a la fuerza en el trineo, te pide que te abraces bien a su cintura, hace raspar sus botas con clavos sobre la nieve dura pero al mismo tiempo tan granulada y arrancan, arrancan loma abajo, tú abrazada a la cintura de tu hermano, con el viento de látigo sobre las mejillas, perdiendo a cada instante la sensación de tu nariz, de tus dedos, de tus orejas, mientras los cristales de la nieve, que son joyas gamadas, iridiscentes, cónicas, plateadas, cada una semejante al vitral minúsculo de una catedral de hielo, se levantan en dos olas de polvo frío a sus lados, les blanquean los gorros (el tuyo de estambre azul, el de Jake de cuero negro, con visera de celuloide) y serpentean por la ladera, evitando las delgadas estacas de las propiedades, los troncos desnudos de los abetos, las erupciones extrañas de matorrales verdes aunque nevados que se aterran a la raíz de la tierra.

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