Adolfo Casares - La Aventura De Un Fotógrafo En La Plata

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La aventura de un fotógrafo en La Plata narra las peripecias de Nicolasito Almanza durante su estancia en La Plata -ciudad a la que acude en el cumplimiento de su primer encargo como fotógrafo profesional- y de sus azarosas relaciones con la familia Lombardo y los personajes que pueblan su mundo de huésped de pensión.

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– ¿Y la máquina hace clic?

– Y la máquina hace clic.

– El disparo siempre es igual, aunque sostenga la cámara un fotógrafo de plaza, o el señor que la compró en la farmacia para sacar a su familia o un profesional como Gentile, como vos o como yo.

– Igual, sí, pero con la diferencia, como se dice en el truco.

– Vean cómo se agranda cuando habla de su oficio -comentó con aprobación Gruter.

– Está bien -observó Gladys-. El verdadero artista no se equivoca sobre su capacidad, ni para arriba ni para abajo.

Más alentado, Almanza declaró:

– Yo creo que es fotógrafo el que sabe cuándo debe apretar el disparador.

– Está bien -concedió Gruter-. Es fotógrafo el que sabe qué parte del mundo que nos rodea permite una buena fotografía.

– A veces me pregunto si no me hice fotógrafo porque me gustaba apretar el disparador.

– ¿Las cámaras no te atraen? Yo siento por las cámaras una atracción casi erótica -dijo Gladys.

Reflexivamente comentó el viejo:

– En boca de una niña ciertas libertades lo toman a uno de sorpresa.

– Yo creo en el poder de la mente -dijo Gladys- y concentro el que tengo en salvarlo de esa familia.

Como si él ya no estuviera ahí, comentó Gruter:

– Va a darnos trabajo. Cree en ellos, los quiere. Es un hombre que no prevé la mentira.

XXVII

Fue hasta la pensión, por si hubiera llegado el giro. No había llegado.

– ¿Qué sucede? -preguntó Mascardi, que salía de la pieza.

– Nada. Casi nada. Se me acaba el dinero.

– Hoy comemos en el restorancito. Una buena alimentación reanima. Es un remedio que no falla.

– No estoy para derrochar.

– Haceme caso. Yo pago.

Conversando, salieron a la calle.

– No puedo comer en restaurante, aunque pague otro, si no tengo lo que debo.

– Haceme caso. El giro va a llegar.

– ¿Y si no llega? ¿O si llega y no alcanza para nada?

– Entra a funcionar el plan Mascardi. En la mitad de la noche, cuando todo el mundo está en el séptimo sueño, dos amigos, cargados con sus pertenencias, abandonan en puntas de pie la pensión y con la mayor tranquilidad se dirigen a otra, en otro barrio.

– Todo el mundo estará en el séptimo sueño, menos la patrona, que no cierra el ojo.

– ¿Nicolás Almanza creyó eso? Un cuento que ella misma pone en circulación, para que los pensionistas no se le escapen en la mitad de la noche.

En tono grave dijo Almanza:

– No está bien que te juegues por mí. Para peor, siendo de la policía.

– ¿Peor siendo de la policía? En ese punto estás completamente equivocado. Te aseguro que la señora va a pensar dos veces antes de presentar una denuncia que puede envolver a un miembro de la repartición.

En el restaurante les dieron la mesa de siempre. El Viejito y Laura, que llegaron al rato, se sentaron con ellos. Laura comentó:

– Hoy al almuerzo no apareció ninguno de ustedes.

– Almorzamos en un café -dijo Almanza.

– Qué le vamos a hacer -dijo Mascardi-. El señor quiere ahorrar. No le mandan la paga.

El Viejito comentó:

– Yo creía que solamente el empleado público pasaba por ese trance. La verdad es que nadie se apura en pagar y que nadie te da respiro a la hora del cobro.

– Me perdonan si tardé -dijo el patrón-. ¿Qué les puedo servir?

– Para nosotros, un puchero -dijo Laura.

– Como ven, no pierde la manía de alimentarme -dijo el Viejito.

– Para el señor, un churrasco a la pimienta, bien picante -dijo Mascardi, señalando a Almanza-. Esta noche tiene que estar al pelo.

– ¿Por qué? -preguntó Almanza.

– ¿No esperabas una visita? -preguntó Mascardi.

– No estoy seguro.

– Por si acaso es mejor que te sirvan comida picante. No queremos que hagas un papelón.

– ¿Qué papelón? -preguntó Almanza.

Los otros se rieron.

– No les hagas caso -dijo Laura-. Son unos groseros y unos envidiosos.

XXVIII

Se había hecho a la idea de que tal vez no viese a Griselda esa noche, pero después de las bromas de Mascardi, que daban por segura la visita, en dos o tres ocasiones preguntó la hora, como si estuviera impaciente. Cuando llegaron a la habitación, Mascardi le recordó:

– Dijiste que ibas a poner el biombo entre las camas.

– ¿Para qué? No va a venir.

Sin duda no quería llevarse una desilusión.

– Te dijo que venía. Yo que vos estaría preparado.

– Estoy seguro que no viene.

– Y en caso de equivocarte, que se arregle sola… Me la imagino: una pobre cieguita, golpeando con su bastón las puertas, despertando a toda la casa.

– No tiene nada de ciega.

– Pero llega a un lugar que no conoce y lo encuentra a oscuras.

Almanza movió la cabeza con incredulidad. Le previno Mascardi:

– Nunca se sabe. Pensemos lo peor. Si la patrona sorprende a tu convidada, ahí nomás la echa y te echa. En ese momento, tan propicio, le anunciás que no vas a pagar la cuenta, por falta de plata. Te come crudo.

– Habrá que aguantarse.

– Me parece que te importa poco de esa chica, o señora, o lo que sea.

– ¿Por qué?

– No te importa que pase un mal momento. Estarás resignado, quiero creerlo, a que tu Griselda, aunque no conozca lo que se llama el orgullo, te haga la cruz. Quién te dice que no salgas ganando.

Minutos antes que el reloj de péndulo diera las doce, Almanza, no del todo convencido, puso el biombo entre las camas, entreabrió la puerta, avanzó a tientas por la penumbra del salón, hasta que sus manos extendidas tocaron la puerta cancel. Si Griselda llegaba, desde luego convenía que él estuviera ahí para recibirla. Es verdad que esa llegada le parecía increíble; de todos modos pasó un largo rato atento únicamente al esperado rumor de la llave en la cerradura, que no se producía. No pensó que Mascardi lo hubiera mandado a ese plantón para mofarse.

XXIX

Cuando el reloj de pie dio las doce y cuarto, Almanza se dijo que ya podía irse tranquilamente a la pieza. Más le valía no prolongar el plantón. A Griselda, con el viaje, se le había hecho tarde para visitarlo esa noche. Por su parte, llegaría a la pieza con alivio, como el que se salva de un engorro, pero a los pocos minutos se preguntaría si no se había apurado. Para qué negarlo: tenía ganas de ver a Griselda. Nunca había tratado a una mujer igual, tan aseada, tan linda. Tan sincera también. Y aparte de todo eso, porque le había gustado estar con ella, la extrañaba. Se dijo entonces que lo más atinado era quedarse ahí hasta que el péndulo del reloj marcara el próximo cuarto de hora. A lo mejor le daba tiempo a Griselda para llegar. De gente conocedora había oído que las mujeres, principalmente las bien vestidas y lindas, no se preocupan por el horario. Es claro que de cuarto de hora en cuarto de hora; podría muy bien pasarse ahí toda la noche. Lo que de veras lo sorprendió fue el rumor inconfundible, tan esperado un rato antes, de la llave en la cerradura. Miró con la mayor atención, la puerta que se abría y la vio a ella o, mejor dicho, casi no la vio. Estaba en la oscuridad, con la cabeza envuelta en un pañuelo y el cuello del impermeable levantado. Perplejo y confuso, recordó comentarios de los muchachos del pueblo, sobre señoras que entraban con aparatoso disimulo en hoteles, y lo enojó que su amiga se portara como ellas. Con un ademán, por no saber qué decir, le indicó la puerta del cuarto. La muchacha se deslizó adentro. “¿Por qué esta pantomima?”, se preguntó, pero recapacitó que tal vez él tuviera la culpa, ya que había insistido en el peligro de que la patrona los descubriese. “Peligro ¿de qué, háganme el favor? Yo fui el chiquilín.” Justo en el momento en que se disponía a entrar en la pieza, oyó a sus espaldas la voz de la patrona, que preguntaba:

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