José Saramago - El año de la muerte de Ricardo Reis
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- Название:El año de la muerte de Ricardo Reis
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El sábado, después de la comida, Ricardo Reis fue al Chiado, contrató allí los servicios de dos mozos de cuerda y para no bajar con ellos en guardia de honor por la Rua do Alecrim, los citó a una hora determinada en el hotel. Los esperó en la habitación, con aquella misma impresión de desgarro que había sentido cuando vio caer los cabos que amarraban al Highland Brigade al muelle de Río de Janeiro, está solo, sentado en la butaca, Lidia no vendrá, lo han acordado así. Un tropel de pasos macizos en el corredor anuncia la llegada de los mozos, viene con ellos Pimenta, esta vez no tiene que hacer fuerza, como máximo ayudará con el mismo gesto que hicieron Ricardo Reis y Salvador cuando él tuvo que subir la maleta grande, pesada, una manita por debajo, un aviso en la escalera, un consejo, excusados son a quien de cargas ha aprendido la ciencia toda. Fue Ricardo Reis a despedirse de Salvador, dejó una propina generosa para el personal, Distribúyala como le parezca, el gerente le da las gracias, algunos huéspedes que por allí andan sonríen viendo cómo en este hotel se hacen amistades, un apretón de manos, casi un abrazo, a los españoles les conmueve tanta armonía, no les sorprende, ven su país tan dividido, son las contradicciones peninsulares. Abajo, en la calle, Pimenta ha preguntado ya a los mozos para dónde va el transporte, pero ellos no lo saben, el patrón no ha dicho nada, uno de ellos admitió que sería para cerca, el otro dudó, para el caso es igual, Pimenta conoce a los dos hombres, uno de ellos ha servido en el hotel, paran en Chiado, cuando quiera sacar más en limpio, no tendrá que ir lejos. Ricardo Reis dice, Ya le he dejado ahí algo, un recuerdo, Pimenta responde, Muchas gracias, señor doctor, y cuando quiera algo, no tiene más que decírmelo, palabras inútiles, y eso aún es lo mejor que podemos decir de ellas, casi todas, realmente, hipócritas, razón tenía aquel francés que dijo que la palabra le fue dada al hombre para disfrazar el pensamiento, en fin, tenía razón, son cuestiones sobre las que no debemos hacer juicios perentorios, lo más seguro es que la palabra es lo mejor que se puede encontrar, la tentativa siempre frustrada para expresar eso a lo que, por medio de palabra, llamamos pensamiento. Los dos mozos saben ya adónde llevar las maletas, Ricardo Reis lo dijo después de que Pimenta se retirara, y ahora suben la calle, van por la calzada, para mayor desahogo en el transporte, no es grande la carga para quien ha llevado pianos y otros lastres a palo y cuerda, delante va Ricardo Reis, lo suficientemente lejos como para que nadie lo tome por guía de la expedición pero lo bastante cerca para que los cargadores se sientan acompañados, no hay nada más melindroso que estos contactos de clases, la paz social es cuestión de tacto, de finura, de psicología, para decirlo en sólo una palabra que engloba las tres, si ella o ellas coinciden rigurosamente con el pensamiento es problema a cuyo deslinde habíamos renunciado ya. Mediada la calle los mozos de cuerda tienen que hacerse a un lado, y aprovechan para posar la carga, descansar un poco, porque baja una hilera de tranvías abarrotados de gente rubia de pelo y rosada de piel, son alemanes excursionistas, obreros del Frente Alemán del Trabajo, casi todos vestidos a lo bávaro, de calzón corto, camisa y tirantes, el sombrerito de ala estrecha, se puede ver fácilmente porque algunos tranvías son abiertos, jaulas ambulantes por donde la lluvia entra como quiere, y valen de poco los estores de lona a rayas, qué dirán de nuestra civilización portuguesa estos trabajadores arios, hijos de tan fina raza, qué estarán pensando ahora mismo de los labriegos que se paran para verlos pasar, aquel hombre moreno, de gabardina clara, estos dos de barba crecida, mal vestidos y sucios, que se echan la carga al hombro y se ponen en marcha de nuevo calle arriba mientras los últimos tranvías van pasando, veintitrés fueron, si alguien tuvo la paciencia de contarlos camino de la Torre de Belém, del Monasterio de los Jerónimos y de otras maravillas de Lisboa, como Algés, Dafundo y Cruz Quebrada.
Con la cabeza baja cruzaron los mozos de cuerda la plaza donde está la estatua del poeta épico, por efecto reflejo de la carga, con la cabeza baja los siguió Ricardo Reis, efecto también de la vergüenza de ir así, con las manos en los bolsillos, ni siquiera trajo de Brasil un papagayo, y quizá mejor, porque no iba a tener valor suficiente para recorrer estas calles exhibiendo en su jaula al estúpido animal, y la gente metiéndose con él, Dame la pata, lorito, se lo hubieran dicho como gracia lusitana a los alemanes paseados en tranvía. Estamos cerca. Al fondo de esta calle se ven ya las palmeras del Alto de Santa Catarina, por los montes de la Otra Orilla asoman pesadas nubes que son como mujeres gordas a la ventana, metáfora que haría encogerse de hombros despreciativo a Ricardo Reis, para quien, poéticamente, las nubes apenas existen, por una vez escasas, otra fugitiva, blanca y tan inútil, si llueve es sólo de un cielo que se oscureció porque Apolo veló su faz. Ésta es la puerta de entrada de mi casa, ésta la llave, ésta es la escalera, el primer descansillo, el segundo, aquí voy a vivir, no se abrieron ventanas cuando llegamos, no se abren otras puertas, en esta casa parece que se hayan juntado para vivir las gentes menos curiosas de Lisboa, o estarán acechando por las mirillas, fulgurando la pupila, ahora entremos todos, las dos maletas pequeñas, la mayor, repartiendo el esfuerzo, se paga el precio ajustado, la esperada propina, huele a intenso sudor, Cuando vuelva a necesitar gente para una carga, ya sabe, patrón, estamos siempre allí, no dudó Ricardo Reis, si con tanta firmeza lo decían, pero no respondió, Y yo estaré siempre aquí, un hombre, si ha estudiado, aprende a dudar, mucho más siendo los dioses tan inconstantes, seguros sólo, ellos por ciencia, nosotros por experiencia, de que todo acaba, y él siempre antes que lo demás. Bajaron los cargadores, Ricardo Reis cerró la puerta. Después, sin encender la luz, recorrió toda la casa, sonoramente hacían eco sus pasos en el suelo desnudo, entre los muebles dispersos, vacíos, oliendo a naftalina vieja, a antiguos papeles de seda que aún forran algunos cajones, a la borra que se apelotona en los rincones, y, creciendo en intensidad hacia el lado de la cocina y del cuarto de baño, la exhalación de los desagües, rebajado el nivel del agua en los sifones. Ricardo abrió grifos, tiró una y otra vez de la cadena del retrete, la casa se llenó de rumores, correr del agua, vibrar de cañerías, el latido del contador, después, al cabo de un momento, el silencio volvió. En la parte de atrás de la casa hay patios con ropa tendida, pequeños bancales de hortalizas cenicientas, tinas, tanques de cemento, la caseta de un perro, conejeras y gallineros, mirándolos pensó Ricardo Reis en el enigma semántico de que conejo haya dado conejera y gallina gallinero, cada género llamando a su contrario, u opuesto, o complementario, según el punto de vista y el humor del momento. Volvió a la parte delantera de la casa, al dormitorio, miró por la ventana sucia la calle desierta, el cielo ahora cubierto, allá estaba, lívido contra el color plomizo de las nubes, Adamastor bramando en silencio, algunas personas contemplaban los navíos, de vez en cuando alzaban la cabeza para ver si venía la lluvia, los dos viejos hablaban sentados en el mismo banco, entonces Ricardo Reis sonrió, Bien hecho, estaban tan distraídos que ni se dieron cuenta de la llegada de las maletas, se sentía alegre como si acabara de jugarles una mala pasada, inocente, de amigo, él, nunca dado a esas bromas. Aún llevaba puesta la gabardina, era como si hubiera entrado aquí para salir pronto, visita de médico, según el escéptico dicho popular, o rápida inspección de un lugar donde tal vez venga a vivir un día, y, al fin, lo dijo en voz alta, como un recado que no debía olvidar, Vivo aquí, es aquí donde vivo, ésta es mi casa, ésta, no tengo otra, entonces lo envolvió un miedo súbito, el miedo de quien, en un sótano profundo, empuja una puerta que se abre hacia la oscuridad de otro sótano aún más profundo, o hacia la ausencia, el vacío, la nada, el tránsito a un no ser. Se quitó la gabardina y la chaqueta y sintió frío. Como si estuviera repitiendo gestos ya hechos en otra vida empezó a abrir las maletas, las vació metódicamente, las ropas, los zapatos, los papeles, los libros, y también todos los otros objetos menudos, necesarios o inútiles, que vamos transportando con nosotros de morada en morada, hilos cruzados de un capullo, encontró el batín y se lo puso, ahora ya es un hombre en su casa. Encendió la lámpara pendiente del techo, tendría que comprar una tulipa, una pantalla, un globo, cualquiera de estas palabras conviene con tal de que sea algo que no ofusque sus ojos, como ahora sucede. Distraído en ordenar las cosas, no se dio cuenta de que había empezado a llover, pero un golpe brusco de viento arrojó contra la ventana un redoble de aguas, Qué tiempo este, se acercó a la ventana para mirar a la calle, allá estaban los viejos en la acera de enfrente, como insectos atraídos por la luz, y ambos eran soturnos como insectos, uno alto, el otro bajo, cada cual con su paraguas, con la cabeza levantada como una mantis, esta vez no se intimidaron con la silueta que apareció y los observaba, fue preciso que arreciara la lluvia para que se decidieran a tirar calle abajo, a huir del agua que caía de los aleros, cuando lleguen a casa van a echarles una bronca sus mujeres, si las tienen, Pero hombre, todo mojado, vas a coger una pulmonía, luego aquí está la esclava, para cuidar al señor, y ellos dirán, La casa de doña Luisa tiene ya gente, es un señor solo, no se ve a nadie más, Vaya, una casa tan grande para un hombre solo, lástima de casa, cabe preguntarse cómo sabrán ellas que la casa es grande, no hay respuesta cierta, puede ser que en tiempos de doña Luisa hayan estado de asistentas allí, las mujeres de esta clase echan mano de lo que sale cuando el dinero que lleva el hombre es poco o él regatea para gastar en vino y en mujeres, y entonces allá van las infelices a fregar escaleras y a lavar ropa, algunas se especializan, o lavan ropa o friegan escaleras, y se convierten así en maestras de su oficio, tienen sus ordenanzas, que brille la blancura de las sábanas o el amarillo de los peldaños, de aquéllas dirán que podrían servir de paños de altar, de éstos que en ellos se podría comer sopa, hay que ver adónde nos lleva la digresión oratoria. Ahora, con el cielo cubierto no tardará la noche. Cuando los viejos estaban en la acera mirando hacia arriba, parecía que tenían la cara a la luz clara del día, efecto sólo de la blanca barba de una semana, ni hoy sábado fueron a sentarse en el sillón del barbero, si allá van, probablemente usan navaja, y mañana, si escampa, aparecerán con las caras apuradas, surcadas por arrugas e irritadas por la piedra alumbre, blancos sólo de pelo, del más bajo hablamos, que el alto no tiene sino unos pelos ralos sobre las orejas, en fin, volviendo al punto de partida, cuando allá estaban, en la acera, era aún de día, aunque en despedida, y entonces, habiendo mirado sin prisa al inquilino del segundo y visto que la lluvia apretaba, tiraron calle abajo, andando fueron, y el día oscureciendo, cuando llegaron a la esquina era ya noche cerrada. Por suerte encendieron los faroles, se cubrieron de perlas los cristales, pero de estos faroles hay que decir que no se encendieron como ciertamente han de serlo un día, sin mano visible de hombre, cuando el hada electricidad, con su varita mágica, llegue al Alto de Santa Catarina y adyacencias, todos gloriosamente encendidos al mismo tiempo, hoy tenemos que esperar a que vengan uno por uno, con la punta encendida de la vara abre el hombre la portezuela del farol, con el gancho hace girar la espita del gas, en fin, este fuego de San Telmo va dejando por las calles de la ciudad señales de haber pasado, un hombre lleva consigo la luz, es el cometa Halley con su rastro sideral, así estarían los dioses mirando desde allá arriba a Prometeo, pero se llama Antonio esta luciérnaga. Ricardo Reis tiene la frente helada, la apoyó en el cristal y allí se quedó, viendo caer la lluvia, luego oyendo sólo su rumor, hasta que vino el farolero y cada farol tuvo su fulgor y su aura, sobre las espaldas de Adamastor cae una luz ya vencida, brilla el dorso hercúleo, será del agua que viene del cielo, será un sudor de agonía por haber la dulce Tetis sonreído burlona y maldiciente, Cuál será el amor bastante de ninfa, que sustente al de un gigante [12], ahora ya sabe él lo que valían las prometidas abundancias. Lisboa es un gran silencio rumoroso, nada más.
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