José Saramago - El Evangelio según Jesucristo

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El Evangelio según Jesucristo responde al deseo de un hombre y de un escritor de excavar hasta las raíces de la propia civilización, en el misterio de su tradición, para extraer las preguntas esenciales. Es trágicamente problemático, y sería absurdo condenarlo con leyes que no sean sus propias leyes, literarias, poéticas y filosóficas. En palabras del propio autor, El Evangelio según Jesucristo "es como una relectura de los evangelios, es como un viaje al origen de una religión". Narrada en tercera persona y centrada de modo particular en las etapas y zonas de la vida de Jesucristo acerca de las que procuran menos información los textos evangélicos, la presente novela ha sido acogida del modo más favorable por la crítica en virtud de su vigor y pujanza literaria.

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A la mañana siguiente, habiendo ido Jesús a casa de Lázaro, no tanto para despedirse como para dar buena señal de que regresaba a la convivencia de todos, le dijo Marta que su hermano estaba en la sinagoga. Entonces Jesús y los suyos tomaron el camino de Jerusalén, y María de Magdala y las otras mujeres los acompañaron hasta las últimas casas de Betania, donde se despidieron gesticulando adioses, a ellas les bastaba con hacerlo, porque los hombres ni una sola vez se volvieron hacia atrás. El cielo está nublado, amenaza lluvia, tal vez sea ese el motivo de que haya poca gente en el camino, los que no tienen especiales urgencias para ir a Jerusalén se quedan en casa, a la espera de lo que los astros decidan. Avanzan, pues, los trece por un camino muchas veces desierto, mientras las nubes gruesas y cenicientas ruedan sobre las alturas de los montes como si, al fin y para siempre, fueran a ajustarse el cielo y la tierra, el molde y lo moldeado, el macho y la hembra, lo cóncavo y lo convexo. No obstante, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, vieron en seguida que mayores diferencias en cuanto a variedad y número en la multitud no las había, y que, como de costumbre, sería necesario mucho tiempo y mucha paciencia para abrirse camino y llegar al Templo, Pero no fue así. El aspecto de los trece hombres, casi todos descalzos, con sus grandes cayados, las barbas sueltas, los pesados y oscuros mantos sobre túnicas que parecían haber visto la creación del mundo, hacía que la gente se apartara temerosa, preguntándose unos a otros, Quiénes son éstos, quién es el que va delante, y no sabían responder, hasta que uno que vino de Galilea dijo, Es Jesús de Nazaret, el que se dice hijo de Dios y hace milagros, Y adónde van, se preguntaban, y como la única manera de saberlo era seguirlos, fueron muchos tras ellos, de modo que al llegar a la entrada del Templo, por la parte de fuera, no eran trece, eran mil, pero estos se quedaron por allí, esperando que los otros les satisficieran la curiosidad. Fue Jesús a la parte donde estaban los cambistas y les dijo a los discípulos, Esto es lo que hemos venido a hacer, a continuación empezó a derribar las mesas, empujando y golpeando a los que vendían y compraban, con lo que se formó un tumulto tal que no habría dejado oír las palabras que decía si no se hubiera producido el extraño caso de que su voz natural sonara como una voz de bronce, estentórea, así, De esta casa que debiera ser de oración para todos los pueblos, habéis hecho un cubil de ladrones, y seguía tumbando mesas, esparciendo y tirando las monedas, con gozo enorme de unos cuantos de los mil, que corrieron a beneficiarse de aquel maná. Andaban los discípulos en el mismo trabajo, ya los tenderetes de los vendedores de palomas estaban también por el suelo y las palomas libres revoloteaban sobre el templo, girando enloquecidas alrededor del humo del altar donde no iban a ser quemadas porque había llegado su salvador.

Vinieron los guardias del Templo, armados de garrotes, para castigar y prender o expulsar a los revoltosos, pero, para su desgracia, se encontraron con trece rudos galileos que, cayado en mano, barrían a quien osaba hacerles frente y gritaban, Vengan más, vengan todos, que Dios se basta para todos, y cargaban contra los guardias, destrozaban las bancas de los cambistas, de pronto apareció un hachón encendido, en poco tiempo empezaron a arder los toldos, otra columna de humo se alzaba en el aire, alguien gritó, Llamad a los soldados romanos, pero nadie hizo caso, ocurriera lo que tuviese que ocurrir, los romanos, era de ley, no entraban en el Templo.

Acudieron más guardias, gentes de espada y lanza, a los que vinieron a unirse algún que otro cambista y vendedor de palomas, resueltos a no dejar en manos ajenas la defensa de sus intereses, la suerte de las armas, al poco tiempo, empezó a cambiar, que si esta lucha, como en las cruzadas, la quería Dios, no parecía que el mismo Dios pusiera en ella empeño suficiente para que ganaran los suyos. En esto estábamos, cuando en lo alto de la escalinata apareció el sumo sacerdote, acompañado de sus pares y de los ancianos y escribas que fue posible reunir a toda prisa, y dio una voz que en nada quedó por debajo de aquella de Jesús, dijo él, Dejadlo ir por esta vez, pero si vuelve, entonces lo cortaremos y lo echaremos del templo, como la cizaña que crece entre las mieses y amenaza con ahogar al grano.

Dijo Andrés a Jesús, que luchaba a su lado, Bien está que digas que viniste a traer la espada y no la paz, ahora ya sabemos que cayados no son espadas, y Jesús dijo, En el brazo que blande el cayado y maneja la espada se ve la diferencia, qué hacemos, preguntó Andrés, Volvamos a Betania, respondió Jesús, no es la espada lo que nos falta, sino el brazo. Retrocedieron en buen orden, con los cayados apuntados a los abucheos y burlas de la multitud, que a más bravos cometidos no se atrevía, y en poco tiempo pudieron salir de Jerusalén y, cansados todos, maltrechos algunos, tomaron el camino de regreso.

Cuando entraron en Betania notaron que los vecinos que aparecían en las puertas los miraban con expresión de piedad y tristeza, pero lo aceptaron como cosa natural, visto el lastimoso estado en que volvían de la pelea.

Pronto, sin embargo, conocieron los motivos, al entrar en la calle donde Lázaro vivía, cuando se dieron cuenta de que alguna desgracia había ocurrido. Jesús corrió delante de todos, entró en el patio, gentes de aire compungido le abrieron paso, se oían, dentro de la casa, llantos y lamentos, Ay, mi querido hermano, ésta era la voz de Marta, Ay, mi querido hermano, ésta era la de María.

Tendido en el suelo, sobre una estera, vio a Lázaro, tranquilo como si estuviera durmiendo, el cuerpo y las manos compuestas, pero no dormía, no, estaba muerto, durante casi toda su vida su corazón lo estuvo amenazando con abandonarlo, después se curó, que así lo podía testimoniar Betania entera, y ahora estaba muerto, sereno como si fuese de mármol, intacto como si hubiera entrado en la eternidad, pero no tardará en subir a la superficie, desde el interior de la muerte, la primera señal de podredumbre para hacer más insoportable la angustia y el pavor de estos vivos. Jesús, como si le hubiesen cortado de un tajo los tendones de las corvas, cayó de rodillas, y gimió, llorando, Cómo ha sido, cómo ha sido, es una idea que siempre nos acude ante lo que ya no tiene remedio, preguntar a los otros cómo fue, desesperada e inútil manera de distraer el momento en que tendremos que aceptar la verdad, es eso, queremos saber cómo fue, y es como si todavía pudiésemos poner en el lugar de la muerte, la vida, en el lugar de lo que fue, lo que podría haber sido. Desde el fondo de su deshecho y amargo llanto, Marta dijo a Jesús, Si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto, pero yo sé que todo cuanto a Dios le pidas, él te lo concederá, como te ha concedido la vista de los ciegos, la limpieza de los leprosos, la voz de los mudos, y todos los demás prodigios que moran en tu voluntad y esperan tu palabra.

Jesús le dijo, Tu hermano resucitará, y Marta respondió, Sé que resucitará en la resurrección del último día.

Jesús se levantó, sintió que una fuerza infinita arrebataba su espíritu, podía, en esta hora suprema, obrarlo todo, conseguirlo todo, expulsar a la muerte de este cuerpo, hacer regresar a él la existencia plena y el ser pleno, la palabra, el gesto, la risa, la lágrima también, pero no de dolor, podía decir, Yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí, aunque esté muerto, vivirá, y preguntaría a Marta, Crees tú en esto, y ella respondería, Sí, creo que eres el hijo de Dios que había de venir al mundo, ahora bien, siendo así, estando dispuestas y ordenadas todas las cosas necesarias, la fuerza y el poder, y la voluntad de usarlos, sólo falta que Jesús, mirando aquel cuerpo abandonado por el alma, tienda hacia él los brazos como el camino por donde ella ha de regresar, y diga, Lázaro, levántate, y Lázaro se levantará porque Dios lo ha querido, pero es en este instante, en verdad último y final, cuando María de Magdala pone una mano en el hombro de Jesús y dice, Nadie en la vida tuvo tantos pecados que merezca morir dos veces, entonces Jesús dejó caer los brazos y salió para llorar.

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