José Saramago - Casi Un Objeto

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La ocupación del cementerio, aunque el plano inicial obedeciese a criterios más racionales, se hizo de la periferia hacia el centro. Primero al lado de las puertas y pegado a los muros, después según una curva que empezó por aproximarse a la radial perfecta y se volvió cicloide con el tiempo, por lo demás fase también transitoria sobre cuyo futuro no compete a este relato ocuparse. Pero esta, por así decir, moldura interna, ondulando a lo largo de los muros, aislada por ellos, se reflejó, incluso durante el trabajo de traslado, casi simétricamente, en una forma de correspondencia viva del lado de fuera de los mismos. No se había previsto que esto sucediese, pero no faltó quien afirmase que sólo un tonto no lo habría adivinado.

La primera señal, como una pequeñísima espora que iría a convertirse en planta, y ésta en arbusto, en macizo, en bosque cerrado, fue, al lado de una de las puertas secundarias del muro sur, una improvisada tienda para comercio de refrescos y otras bebidas. Incluso restaurados por el camino, los transportistas estimaron encontrar allí nuevo restauro. Después otras pequeñas tiendas de ramos comerciales idénticos o afines se instalaron junto a aquélla y a las demás puertas, y quien las explotaba tuvo que construir allí necesariamente sus casas, primero toscas, caedizas, después de materiales firmes, el ladrillo, la piedra, la teja, para permanecer y durar. Vale la pena observar de paso que desde esas primeras construcciones se distinguieron, a) sutilmente, b) por las muestras de la evidencia, los tenores sociales, si así se puede decir, de los cuatro lados del cuadrado. Como todos los países, tampoco éste estaba uniformemente poblado, ni, a pesar de ser grande la real complacencia, sus habitantes eran socialmente semejantes: había ricos y había pobres, y la distribución de unos y otros obedecía a razones universales: el pobre atrae al rico hasta una distancia eficaz para el rico; a su vez, el rico atrae al pobre, lo que no significa que la eficacia (denominador constante del proceso) opere en provecho del pobre. Si por las razones aplicadas a los vivos, el cementerio, después del traslado general, empezó a compartimentarse por dentro, también empezó a distinguirse por fuera. Casi no sería necesario explicar por qué. Siendo la región de más ricos del país la región del norte, ese lado del cementerio tomó, en su manera monumental de ocupar el espacio, una expresión social opuesta, por ejemplo, a la del lado sur, que precisamente correspondía a la región más miserable. Lo mismo pasaba, en general, en lo referente a los otros lados. Cada cual con su igual. Bien que de una manera menos definida, el lado de fuera acompañaba al lado de dentro. Por ejemplo, las floristas, que rápidamente fueron apareciendo en los cuatro lados del cuadrado, no vendían todas la misma producción: las había que exponían y vendían flores preciosas, criadas en jardines e invernaderos con gran dispendio, otras eran gente modesta que iba a coger las flores espontáneas de los campos en torno. Y quien dice flores dice todo lo demás que allí se fue instalando, como era de prever, decían ahora los funcionarios a los que se les acumulaban los requerimientos y las reclamaciones. No se debe olvidar que el cementerio tenía una administración compleja, presupuesto propio, millares de enterradores. En los primeros tiempos, los funcionarios de las diferentes categorías vivieron en el interior del cuadrado, en la parte central, muy lejos de los visitantes de las sepulturas. Pero en seguida se presentaron los problemas de jerarquía, de abastecimiento, de las escuelas para los niños, de los hospitales, de las maternidades. ¿Qué hacer? ¿Construir una ciudad dentro del cementerio? Sería volver al principio, sin contar que con el paso de los años la ciudad y el cementerio se invadirían mutuamente, penetrando las tumbas en los espacios de las calles o siendo los edificios de las mismas, circulando las calles en torno a las tumbas en busca de terreno para las casas. Sería volver a la antigua promiscuidad, agravada ahora por ocurrir las cosas dentro de un cuadrado de diez kilómetros de lado con pocas salidas al exterior. Hubo entonces que escoger entre una ciudad de vivos rodeada por una ciudad de muertos o, única alternativa, una ciudad de muertos cercada por cuatro ciudades de vivos. Cuando la elección fue formalizada y se hizo claro, aparte de lo demás, que los acompañantes de los cortejos fúnebres no siempre podían hacer inmediatamente el viaje de regreso, muchas veces largo y muy fatigoso, fuese por falta de fuerzas, fuese por no ser capaces de separarse bruscamente de sus seres queridos, las cuatro ciudades exteriores vivieron una urbanización acelerada, por eso mismo caótica. Había pensiones en todas las calles y de todas las categorías, hoteles de una, dos, tres, cuatro, cinco estrellas y lujo, burdeles en cantidad, iglesias de todas las confesiones reconocidas por la ley y algunas clandestinas, tiendas familiares y grandes almacenes, casas innumerables, edificios de oficinas, departamentos públicos, instalaciones municipales varias. Después fueron los transportes colectivos, la vigilancia policíaca, la circulación forzada, el problema del tránsito. Y un cierto grado de delincuencia. Una única ficción se conservaba: mantener a los muertos fuera de la vista de los vivos, y por lo tanto ningún edificio podía tener más de nueve metros de altura. Sin embargo, eso mismo llegó a resolverse más tarde, cuando un arquitecto imaginativo reinventó el huevo de Colón: muros de mayor altura que nueve metros para edificios de mayor altura que nueve metros.

Con el correr del tiempo, el muro del cementerio se volvió irreconocible: en vez de la lisa uniformidad inicial prolongada por cuarenta kilómetros, pasó a verse un denticulado irregular, variable también en la intensidad y en la altura, según el lado del muro. Nadie tiene ya memoria de cuándo fue considerado conveniente mandar colocar finalmente los portones del cementerio. El funcionario que había tenido la idea de ahorrar el gasto, había pasado muerto al lado de dentro y ya no podría defender su, en tiempos, buena tesis, insostenible ahora, como él mismo habría tenido la liberalidad de reconocer: habían empezado a circular historias de almas del otro mundo, de fantasmas y apariciones…, ¿qué hacer sino instalar los portones?

Cuatro grandes ciudades se interpusieron así entre el reino y el cementerio, cada una vuelta a su punto cardinal, cuatro ciudades inesperadas que habían empezado por llamarse Cementerio Norte, Cementerio Sur, Cementerio Oriente, Cementerio Occidente, pero que después fueron más benignamente bautizadas y denominadas, por orden, Uno, Dos, Tres y Cuatro, visto que habían sido vanas todas las tentativas para atribuirles nombres más poéticos o conmemorativos. Estas cuatro ciudades eran cuatro barreras, cuatro murallas vivas con las que el cementerio se rodeaba y con ellas se protegía. El cementerio representaba cien kilómetros cuadrados de casi silencio y soledad, cercados por el hormiguero exterior de los vivos, por gritos, bocinas, risas, palabras sueltas, ruidos de motores, por el interminable susurro de las células. Llegar al cementerio era ya una aventura. En el interior de las ciudades, con el paso de los años, nadie habría conseguido reconstituir el trazado rectilíneo de las antiguas carreteras. Decir por dónde habían pasado era fácil: habría bastado ponerse en la dirección del portón principal de cada lado. Pero, exceptuando algunos trozos mayores de pavimento reconocible, lo restante se perdía en la confusión de las fincas y de las calles primero improvisadas y después sobrepuestas al primer trazado. Sólo en campo abierto la carretera era aún la carretera de los muertos.

Y lo ahora inevitable aconteció, quedando apenas por saberse, en definitiva, quién empezó y cuándo. Una investigación sumaria, hecha más tarde, verificó casos en la propia periferia exterior de la Ciudad Dos, la más pobre de todas, orientada al sur, como ya ha sido dicho: cuerpos enterrados en pequeños patios familiares, debajo de flores vivas que se renovaban todas las primaveras. Por esa misma época, como aquellas grandes invenciones que en varios cerebros irrumpen simultáneamente porque llegó el momento de su maduración, en lugares poco poblados del reino, ciertas personas decidieron, por muchas, diferentes y a veces opuestas razones, enterrar sus muertos allí al lado, en el interior de grutas, al lado de senderos en los bosques o en la ladera abrigada de los montes. La fiscalización andaba por entonces mucho menos activa y abundaban los funcionarios que consentían en dejarse sobornar. El servicio general de estadística informó, de acuerdo con los registros oficiales, que estaba verificándose una acentuada baja de la mortalidad, lo cual, lógicamente, empezó a ponerse en la cuenta de la política sanitaria del gobierno, bajo la suprema autoridad del rey. Las cuatro ciudades del cementerio sintieron las consecuencias del menor flujo de muertos. Ciertos negocios sufrieron perjuicios, hubo no pocas quiebras, algunas fraudulentas, y cuando por fin se reconoció que la real política de salud, por excelente que fuese, no iba camino de conceder la inmortalidad, fue promulgado un decreto ferocísimo para reconducir a la población a la obediencia. No sirvió de mucho: tras una breve llamarada de animación, las ciudades se estancaron y decayeron. Despacio, muy despacio, el reino empezó a poblarse de nuevo de muertos. El gran cementerio central, en fin, recibía apenas cadáveres de las cuatro ciudades circundantes, cada vez más abandonadas, más silenciosas. A esto, sin embargo, el rey ya no asistió.

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