José Saramago - Casi Un Objeto

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Afortunadamente, como se verá, aún hubo aquí una equivocación. Apenas el aparato entró en funcionamiento, en seguida se verificó que, esta vez, no distinguía entre los cuerpos humanos y los otros no humanos, pero este nuevo defecto, razón por la que antes fue dicho que afortunadamente, mostró ser un bien: cuando el rey comprendió el peligro del que había escapado, sintió un escalofrío: de hecho toda muerte es muerte, incluso la no humana; de nada servirá quitar de delante de los ojos a los hombres muertos, si continúan por ahí los perros, los caballos y las aves. Y los demás, con excepción quizá de los insectos, que sólo son medio orgánicos (como era convicción muy firme de la ciencia del país y de la época). Entonces fue ordenada la gran investigación, el ciclópeo trabajo que duró años. No quedó ni un palmo de tierra por sondear, hasta en sitios de los que había memoria que habían estado deshabitados por el hombre desde siempre: no escaparon las más altas montañas; no escapó el fondo de los ríos, donde bajo el lodo fueron encontrados millares de ahogados; no escapó el secreto de las raíces, algunas veces enredadas en lo que quedaba de quien, por encima de sí mismo, había querido o había tenido la misma necesidad de savia que el árbol tiene. Tampoco escaparon las carreteras, que fue preciso levantar en muchos sitios y volver a construir. Finalmente, el reino se vio liberado de la muerte. El día que el rey, oficialmente, con su propia boca y voz, declaró que el país se encontraba limpio de muerte (palabras suyas), se decretó que fuese festivo y fiesta nacional. En días como ésos es costumbre que mueran siempre unas cuantas personas más de lo que es norma, por desastres, agresiones, etc., pero el servicio nacional de vida (así había sido denominado) utilizaba medios modernos y rápidos: verificado el óbito, el cuerpo iba inmediatamente por el camino más corto a la gran carretera de los muertos, la cual, necesariamente, había pasado a ser considerada, a todos los efectos, tierra de nadie. Libre de los muertos, el rey entraba en la felicidad. En cuanto al pueblo, tendría que habituarse.

La primera costumbre a recuperar vendría a ser la del sosiego, aquel sosiego de la mortalidad natural que permite a las familias estar a salvo de lutos durante años consecutivos, y a veces muchos, a no ser las llamadas familias numerosas. Se puede decir, sin hipérbole, que el tiempo de los traslados fue un tiempo de luto nacional, en el sentido más riguroso de la expresión, una especie de luto que venía de debajo de la tierra. Sonreír, en aquellos dolorosos años, habría sido, para quien osase, una degradación moral: no es propio sonreír cuando un pariente, incluso alejado, incluso primo de primo, está siendo desenterrado de la tumba, entero o en pedazos, o cae desde lo alto, desde la pala de la ex

cavadora, dentro del ataúd nuevo, tanto por cada ataúd, como quien rellena moldes de dulces o de ladrillos. Después de aquel larguísimo período durante el cual la expresión fisonómica de las personas había sido corrientemente la de un noble y sereno dolor, volvía la sonrisa, la risa, e incluso la carcajada, o la burla, o el escarnio, y antes la ironía y el humor, volvía todo esto a retomar lo que de señas de vida contiene o de escondida lucha contra la muerte.

Pero el sosiego no era sólo el de un espíritu retornado a los carriles de la costumbre, después de la gran colisión, era también el del cuerpo, porque no pueden decir las palabras lo que representó para la población viva el esfuerzo requerido y durante tanto tiempo. No fue sólo la construcción civil, la apertura de carreteras, los puentes, los túneles, los viaductos; no fue sólo la investigación científica, de la que ya ha sido dada una pálida y fragmentaria idea; fue también la industria de las maderas, desde abatir los árboles (bosques y bosques) al corte de tablones, al secado mediante procesos acelerados, al montaje de urnas y ataúdes que exigió la instalación de grandes conjuntos mecánicos para la producción en serie; fue también, como incluso ahora ha quedado apuntado, la reconversión temporal de la industria metalomecánica para satisfacer los pedidos de maquinaria y otros materiales, empezando por los clavos y por las bisagras; fueron los textiles, la pasamanería, para forros y galones; fue la industria de los mármoles y canterías, de repente destripando a su vez la tierra para responder a la exigencia de tantas losas sepulcrales, de tantas cabeceras esculpidas o simples; y pequeñas actividades casi artesanales, como la pintura de letras en negro o en oro, la del esmalte fotográfico, la de la latonería y de la vidriería, la de las flores artificiales, la de las velas y cirios, etc., etc., etc. Pero tal vez el mayor esfuerzo haya sido, y sin él ninguna parte de la obra podría haber salido adelante, el de la industria de transportes. Tampoco sabrán las palabras decir lo que fue ese esfuerzo, desde su punto de origen, la industria de camiones y otros vehículos pesados, forzada a su vez a reconvertirse, a modificar planes de producción, a organizar nuevas cadenas de montaje, hasta la entrega de los ataúdes en el cementerio nuevo: inténtese imaginar la complejidad de la planificación de horarios integrados, los tiempos de desplazamiento y convergencia, la sucesiva entrada de los caudales de tránsito en flujos progresivamente más sobrecargados, todo esto armonizándose con la circulación normal de los vivos, tanto en los días hábiles como en los días festivos, tanto para la distracción como por obligación, y sin olvidar las infraestructuras: restaurantes y albergues a lo largo del camino para que los camioneros se alimentasen y durmiesen, parques de estacionamiento para los grandes camiones, algunas distracciones para alivio de las tensiones del espíritu y del cuerpo, líneas telefónicas, instalaciones de socorros y asistencia, oficinas de reparaciones mecánicas y eléctricas, puestos de abastecimiento de gasóleo, aceite, gasolina, neumáticos, piezas más importantes, etc. Todo esto, como resulta tan fácil de ver, animaba a su vez otras industrias en un circuito de revivificación mutua, generadora de riqueza, al punto de haberse alcanzado, en el nivel más alto de la curva de producción, el pleno empleo. Naturalmente, a ese período siguió una depresión, que además no sorprendió a nadie, pues estaba en las previsiones de los peritos de economía. El efecto negativo de esta depresión vino a ser abundantemente compensado, tal como habían previsto los psicólogos sociales, por el irreprimible deseo de reposo que, alcanzado el punto de saturación ocupacional, empezó a manifestarse en la población. Se entraba realmente en la normalidad.

En el centro geométrico del país, abierto a los cuatro vientos principales, está el cementerio. Mucho menos de la cuarta parte de sus cien kilómetros cuadrados fue ocupada por los cuerpos trasladados, y esto llevó a un grupo de matemáticos a pretender demostrar, con cifras en la mano, que el terreno utilizado para la nueva inhumación tendría que ser mucho mayor, teniendo en consideración el número probable de muertos desde el inicio del poblamiento del país, la ocupación media de espacio por cuerpo, incluso descontando a los que, siendo polvo y ceniza, ya no podían ser recuperados. El enigma, si realmente lo era, quedó para entretenimiento de las generaciones, como la cuadratura del círculo o la duplicación del cubo, pues los sabios cultores de las disciplinas ligadas a lo biológico probaron ante el rey que no había quedado en todo el país un solo cuerpo digno de ese nombre por levantar. Tras haber reflexionado profundamente, entre confianza y escepticismo, el rey promulgó un decreto que daba el desacuerdo por cerrado: fue para él argumento decisivo el alivio que pasó a sentir cuando regresó a sus viajes y visitas: si no veía la muerte era porque toda la muerte se había retirado.

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