El recuerdo de Patricia Turner y Sandra Flanagan me puso en un terrible estado de ánimo. El sentimiento devastador de pérdida irreparable que me había perseguido todos esos años estaba tan fresco como siempre. Cuando don Juan exacerbó esos sentimientos, supe de hecho que hay ciertas cosas que se quedan en uno, según él, por toda una vida y, quizás, más allá. Tenía que encontrar a Patricia Turner y a Sandra Flanagan. La última recomendación de don Juan fue que si las encontraba no podía quedarme con ellas. Tendría tiempo solamente para expiarme, envolver a cada una con el afecto que le tenía, sin la colérica voz de la recriminación, de la autocompasión o de la egomanía.
Me embarqué en la colosal faena de averiguar qué les había pasado, dónde estaban. Empecé por interrogar a las personas que habían conocido a sus padres. Sus padres se habían ido de Los Ángeles y nadie podía darme una idea de dónde encontrarlos. No había nadie con quién hablar. Pensé en poner un anuncio personal en el periódico. Pero luego, pensé que a lo mejor ya no vivían en California. Finalmente tuve que acudir a un detective. A través de sus contactos con oficinas oficiales de documentos y quién sabe qué, las localizó en un par de semanas.
Vivían en Nueva York, a poca distancia una de otra, eran tan amigas como siempre. Fui a Nueva York y me enfrenté primero con Patricia Turner. No había llegado a la categoría de estrella de Broadway, como había soñado, pero formaba parte de una producción. No quise saber si era como actriz o administradora. La visité en su oficina. No me dijo qué hacía. La sobresaltó verme. Lo que hicimos fue sentarnos muy cerca, tomarnos de las manos y llorar. Tampoco yo le dije qué hacía. Le dije que había venido a verla porque quería darle un regalo que expresara mi agradecimiento, y que me embarcaría en un viaje del cual no pensaba regresar.
– ¿Por qué estas palabras siniestras? -me dijo aparentemente muy preocupada-. ¿Qué piensas hacer? ¿Estás enfermo? No lo pareces.
– Fue una frase metafórica -le aseguré-. Regreso a Sudamérica con la intención de hacer allí mi fortuna. La competencia es feroz y las circunstancias duras, eso es todo. Si quiero lograrlo, voy a tener que darle todo lo que tengo.
Pareció sentirse aliviada y me abrazó. Se veía igual, sólo mucho más grande, mucho más poderosa, más madura, muy elegante. Le besé las manos y me sobrevino un afecto abrumador. Don Juan tenía razón. Limpio de recriminaciones, lo que me quedaba eran sólo sentimientos.
– Quiero hacerte un regalo, Patricia Turner -dije-. Pídeme lo que quieras y si tengo los medios, te lo compro.
– ¿Te ganaste la lotería? -dijo y se rió-. Lo maravilloso de ti es que nunca tuviste nada y nunca lo tendrás. Sandra y yo hablamos de ti casi todos los días. Te imaginamos estacionando coches, viviendo de las mujeres, etc., etc. Lo siento, no nos podemos contener, pero todavía te amamos.
Insistí que me dijera lo que quería. Empezó a llorar y reír a la vez.
– ¿Me vas a comprar un abrigo de visón? -me preguntó entre sollozos.
Le acaricié el cabello y dije que lo haría.
Se rió y me dio un golpecito de puño como siempre lo hacía. Tenía que regresar al trabajo y nos despedimos después de prometerle que regresaría a verla, pero que si no lo hacía, quería que comprendiera que la fuerza de mi vida me llevaba por aquí y por allá; sin embargo, guardaría su memoria en mí por el resto de mi vida y quizás más allá.
Sí regresé, pero fue solamente para ver, desde la distancia, cómo le entregaban el abrigo de visón. Oí sus gritos de alegría.
Había acabado con esa parte de mi tarea. Me fui, pero no me sentía ligero, vaporoso como había dicho don Juan. Había abierto una llaga de antaño y había comenzado a sangrar. No llovía del todo afuera; había una bruma que me llegaba hasta la médula.
En seguida fui a ver a Sandra Flanagan. Vivía en las afueras de Nueva York, donde se llega por tren. Toqué a su puerta. Sandra la abrió y me miró como si fuera un fantasma. Se le fue todo el color de la cara. Estaba más hermosa que nunca, quizás porque estaba más llena y parecía del tamaño de una casa.
– ¡Pero tú, tú, tú! -balbuceó, no pudiendo articular mi nombre.
Sollozó y pareció estar indignada, reprochándome por un momento. No le di oportunidad de continuar: Mi silencio fue total. Terminó afectándola. Me invitó a entrar y nos sentamos en su sala.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -dijo, ya más calmada-. ¡No puedes quedarte! ¡Soy una mujer casada! ¡Tengo tres hijos! Y soy feliz en mi matrimonio.
Disparando las palabras como si salieran de una ametralladora, me dijo que su marido era muy confiable, no de mucha imaginación, pero un hombre bueno; que no era sensual, que ella debía tener mucho cuidado porque se fatigaba fácilmente cuando hacían el amor, que él se enfermaba fácilmente y que a veces por ese motivo faltaba al trabajo, pero que había logrado darle tres hijos hermosos, y que después de haber nacido el tercero, su marido, cuyo nombre parecía ser Herbert, había renunciado por completo. Ya no funcionaba, pero a ella no le importaba.
Traté de tranquilizarla, asegurándole repetidas veces que había ido a visitarla por un momento, que no era mi intención alterarle la vida o molestarla de ninguna manera. Le describí lo difícil que había sido dar con ella.
– He venido a despedirme de ti -dije- y a decirte que eres el amor de mi vida. Quiero hacerte un regalo, como símbolo de mi agradecimiento y de mi afecto eterno.
Parecía haberla afectado profundamente. Me dio esa sonrisa abierta como antes lo hacía. La separación de los dientes le daba un aire de niña. Le dije que estaba más hermosa que nunca, lo cual para mí era la verdad.
Se rió y dijo que se iba a poner a dieta y que si hubiera sabido que venía a verla, lo hubiera hecho desde hacía tiempo. Pero que empezaría ahora, y que la próxima vez que la viera la encontraría tan esbelta como siempre había sido. Reiteró el horror de nuestra vida juntos y cuánto le había afectado. Hasta había pensado, a pesar de ser católica devota, en suicidarse, pero en sus hijos había encontrado el consuelo que necesitaba; lo que habíamos hecho habían sido locuras de la juventud, que nunca pueden borrarse, pero que pueden barrerse debajo de la alfombra.
Cuando le pregunté si había algún regalo que pudiera hacerle como muestra de mi afecto y agradecimiento, se rió y dijo exactamente lo que había dicho Patricia Turner: que ni tenía en qué orinar, ni nunca lo tendría, porque así me habían hecho. Insistí en que me nombrara algo.
– ¿Me puedes comprar una camioneta en donde quepan todos mis hijos? -me dijo, riéndose-. Quiero un Pontiac o un Oldsmobile con todo los extras.
Lo dijo a sabiendas, porque en su corazón sabía que por nada del mundo podía yo hacerle tal regalo. Pero lo hice.
Manejé el coche del vendedor, siguiéndolo cuando le entregó la camioneta al día siguiente, y desde el coche estacionado donde estaba yo escondido escuché su sorpresa; pero congruente con su ser sensual, su sorpresa no fue una expresión de alegría. Fue una reacción corporal, un sollozo de angustia, de confusión. Lloró, pero sabía que no lloraba por el regalo. Expresaba un anhelo que tenía eco dentro de mí. Me caí en pedazos en el asiento del coche.
A mi regreso por tren a Nueva York y en mi vuelo a Los Ángeles, persistía el sentimiento de que se me estaba acabando la vida; se me iba como la arena que trata uno de retener en la mano inútilmente, y no me sentía ni cambiado ni liberado por haber dado las gracias y haberme despedido. Al contrario, sentía el peso de ese extraño afecto más profundamente que nunca. Quería ponerme a llorar. Lo que se me vino a la mente una y otra vez fueron los títulos que mi amigo, Rodrigo Cummings, había inventado para los libros que nunca fueron escritos. Se especializaba en escribir títulos. Su predilecto era «Todos moriremos en Hollywood»; otro era «Nunca vamos a cambiar»; y mi favorito, por el cual pagué diez dólares, era «De la vida y pecados de Rodrigo Cummings». Todos esos títulos pasaron por mi mente. Yo era Rodrigo Cummings y estaba atorado en el tiempo y el espacio y sí, amaba a dos mujeres más que la vida misma, y eso nunca cambiaría. Y como mis amigos, moriría en Hollywood.
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