Patricia estudiaba teatro y música en el colegio y era una cantante fabulosa. Su meta era llegar a cantar en las comedias musicales de Broadway. Ni vale la pena decirlo, me enamoré locamente de Patricia Turner. Era muy delgada, buena atleta, de pelo oscuro con facciones angulares y finas y me llevaba una cabeza de estatura, mi máximo requisito para que una mujer me alocara.
Parecía yo cumplir con una profunda necesidad en ella, la necesidad de cuidar de alguien, sobre todo cuando se dio cuenta de que su papá me tenía completa confianza. Se convirtió en mi mami. No podía ni abrir la boca sin su consentimiento. Me vigilaba como un águila. Hasta me escribía mis ensayos para el colegio, leía los libros de texto y me hacía resúmenes de las lecturas. Y me encantaba, no porque quería que me cuidara; no creo que esa necesidad alguna vez haya formado parte de mi cognición. Me deleitaba el hecho que ella lo hiciera. Me deleitaba su compañía.
A diario me llevaba al cine. Tenía entradas gratis a todos los teatros de Los Ángeles, pues se las regalaban a su padre algunos de los ejecutivos de la industria cinematográfica. El señor Turner nunca las utilizaba; sentía que no le correspondía a un hombre tan digno, tan importante, utilizar pases gratis. Los dependientes del cine siempre hacían que los poseedores de tales pases firmaran un recibo. A Patricia le importaba un pepino firmar cosa alguna, pero algunas veces los maliciosos dependientes querían que firmara el señor Turner y cuando yo lo hacía, no se satisfacían simplemente con la firma. Exigían ver identificación. Uno de ellos, un joven descarado, hizo un comentario que nos tendió de risa a él y a mí, pero que puso fúrica a Patricia.
– Creo que usted es el señor Truhán -me dijo con una de las sonrisas más maliciosas que se pudiera uno imaginar-, no el señor Turner.
Yo hubiera podido pasarlo por alto, pero luego nos sometió a la profunda humillación de negarnos la entrada para Hércules , con Steve Reeves.
Generalmente íbamos a todas partes acompañados por Sandra Flanagan, la amiga íntima de Patricia que vivía al lado, con sus padres. Sandra era totalmente lo opuesto de Patricia. Era igual de alta, pero de cara redonda, de mejillas encarnadas y boca sensual; era más sana que un mapoche. No se interesaba para nada en el canto. Lo que le interesaban eran los placeres sensuales del cuerpo. Podía comer y beber lo que fuera y digerirlo, y (la característica que acabó conmigo) después de dejar limpio su plato hacía lo mismo con el mío, cosa que siendo yo mañoso para comer, nunca había podido hacer en toda mi vida. También era excelente atlética, pero de una manera sana y fuerte. Daba golpes como un hombre y patadas como una mula.
Como acto de cortesía a Patricia, hacía los mismos quehaceres para los padres de Sandra que los que hacía para los padres de ella: limpiar la piscina, barrer las hojas, sacar la basura, y quemar los papeles y la basura inflamable. Era la época cuando la contaminación del aire incrementó en Los Ángeles a causa del uso de los incineradores.
Quizás fue por la proximidad, o por la gracia de esas dos jóvenes, que terminé locamente enamorado de las dos.
Fui a pedirle consejos a un joven amigo mío extraordinariamente extraño, Nicholas van Hooten. Tenía dos novias y vivía con las dos, aparentemente muy feliz. Empezó dándome, me dijo, el consejo más sencillo: cómo comportarse en un cine cuando tienes dos novias. Dijo que cuando iba al cine con las dos, siempre enfocaba su atención sobre la que estaba a su izquierda. Después de un rato, las dos se levantaban y se iban al baño y a su regreso, cambiaban de asiento. Anna se sentaba donde Betty había estado y nadie de los que los rodeaban se enteraban. Me aseguró que éste era el primer paso en un largo proceso de entrenamiento para que las chicas aceptaran prosaicamente la situación de tres. Nicholas era un poco cursi y usó la gastada expresión francesa: ménage á trois .
Seguí sus consejos y fui a un cine de películas mudas en la avenida Fairfax, con Patricia y Sandy. Senté a Patricia a mi izquierda y le entregué toda mi atención. Fueron al baño y a su regreso les dije que cambiaran de lugar. Empecé a hacer lo que me había aconsejado Nicholas van Hooten, pero Patricia no iba a aguantar tal cosa. Se levantó y se salió del teatro, ofendida, humillada y furiosa. Quería correr detrás de ella y disculparme, pero Sandra me detuvo.
– Deja que se vaya -dijo con una sonrisa venenosa-. Ya está grande. Tiene dinero para tomar un taxi.
Caí en la trampa y me quedé en el teatro, besuqueando a Sandra un poco nervioso y lleno de culpabilidad. Estaba besándola apasionadamente cuando alguien me tiró hacia atrás por el cabello. La fila de asientos estaba suelta y se volcó hacia atrás. Patricia la atleta saltó antes de que los asientos donde nos encontrábamos sentados se cayeran sobre la fila de atrás. Oí los gritos aterrados de dos personas que estaban sentadas al final de la fila, junto al pasillo.
El consejo de Nicholas van Hooten no había valido una pizca. Patricia, Sandra y yo regresamos a casa guardando absoluto silencio. Emparchamos nuestras diferencias en medio de extrañísimas promesas, llantos, todo. El resultado de nuestra relación a tres fue que al final casi nos destruimos. No estábamos preparados para tal maniobra. No sabíamos resolver los problemas de afecto, moralidad, obligación y de costumbres sociales. No podía abandonar a una por la otra, y ellas no podían dejarme. Un día, al final de un tremendo alboroto y de pura desesperación, los tres huimos en distintas direcciones, para nunca jamás volvernos a ver. Me sentí devastado. Nada de lo que hacía podía borrar el impacto que habían dejado en mi vida. Me fui de Los Ángeles y me involucré en incontables cosas en un esfuerzo de apaciguar mi anhelo. Sin exagerar en lo mínimo, puedo decir con toda sinceridad que caí en la boca del infierno, creyendo que nunca volvería a salir. Si no hubiera sido por la influencia que don Juan tuvo sobre mi vida y mi persona, nunca hubiera sobrevivido mis demonios personales. Le dije a don Juan que sabía que lo que había hecho estaba mal, que no tenía por qué haber involucrado a dos personas tan maravillosas en tan sórdidos y estúpidos engaños con los que yo mismo no podía lidiar.
– Lo que había de malo -dijo don Juan- era que los tres eran unos egomaniáticos perdidos. Tu importancia personal casi te destruyó. Si no tienes importancia personal, sólo tienes sentimientos.
»Compláceme -siguió-, y haz el siguiente sencillo y directo ejercicio que puede valerte el mundo: borra de tu memoria de esas dos chicas cualquier declaración que te haces a ti mismo, como «Ella me dijo tal o cual cosa, y gritó, ¡y la otra me gritó a MÍ!» y manténte al nivel de tus sentimientos. Si no hubieras tenido tanta importancia personal, ¿qué te hubiera quedado como residuo irreductible?
– Mi amor incondicional por ellas -dije, casi ahogándome.
– ¿Y es menos hoy de lo que era entonces? -preguntó don Juan.
– No, don Juan, no lo es -dije con toda sinceridad, y sentí la misma punzada de angustia que me había perseguido durante años.
– Esta vez, abrázalas desde tu silencio -dijo-. No seas un pinche culo. Abrázalas totalmente por la última vez. Pero intenta que ésta sea la última vez sobre la Tie rra. Inténtalo desde tu oscuridad. Si vales lo que pesas -siguió-, cuando les presentes tu regalo, harás un resumen de tu vida entera dos veces. Actos de esta naturaleza hacen que los guerreros vuelen, los convierte casi en vapor.
Siguiendo los dictámenes de don Juan, tomé la tarea a pecho. Me di cuenta de que si no salía victorioso, don Juan no era el único que iba a perder. Yo también perdería algo, y lo que perdería me era tan importante como lo que don Juan había descrito como importante para él. Perdería mi oportunidad de enfrentarme al infinito y ser consciente de ello.
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