José Saramago - Ensayo sobre la lucidez

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Como ya nos sorprendiera en su tiempo con la magnífica obra “Ensayo Sobre La Ceguera ”, en la que nos ofrecía una espeluznante parábola de la opresión de las fuerzas políticas sobre los indefensos ciudadanos, el escritor portugués vuelve a retomar el mismo tema, aunque en esta ocasión la reflexión que nos plantea va a ser diferente en la forma pero idéntica en el fondo.
Y es que no sólo el título es similar, “Ensayo Sobre La Lucidez ”, sino que va a volver a cuestionar los pilares más básicos de las sociedades democráticas. Saramago, escritor comprometido con las causas injustas en la vida real y ferviente defensor de la legalidad y coherencia políticas, presenta en este libro una situación un poco rocambolesca pero para nada descabellada, y más en estos días en los que un referéndum pondrá a prueba a muchos europeos con respecto a sus derechos como votantes y capacidad para elegir lo mejor para cada nación de cara a una Europa unida.
¿Qué pasaría si, como resultado de unas elecciones, en un país cualquiera, supuestamente democrático, más del setenta por ciento de las papeletas estuvieran en blanco?
De momento, el desconcierto más absoluto, ya que si a tantísimos ciudadanos les trae sin cuidado quienes y cómo son sus líderes políticos y las decisiones que éstos tomen de cara, supuestamente, a mejorar las condiciones de vida de todos por igual, pretendiendo hacer una sociedad más justa y equitativa, da por pensar, de momento, si la democracia es la “menos mala de las formas de gobierno”, como dijo alguna mente privilegiada.
Pongámonos a pensar: si nos da prácticamente igual quienes ocupen los “escaños del poder”, ¿para qué seguir con un sistema en el que no podamos aprovechar nuestra libertad para elegir?
Si en “Ensayo Sobre La Ceguera ” reinaba el total aplastamiento de los derechos de los ciudadanos por las “altas esferas”, en “Ensayo Sobre La Lucidez ” van a ser éstos últimos los que exijan una explicación a los primeros, ya que la confusión llegará a afectar, como es lógico, a los diferentes partidos políticos a la hora de “repartirse el pastel” del gobierno.
¿Es una continuación de esta obra a la otra? Podría ser, por lo anteriormente expuesto, y más cuando a lo largo de la trama se descubra que una superviviente del drama ocurrido en el primer libro, va a ser de una importancia vital en el proceso de votación masiva en blanco por parte de los ciudadanos.
Recomiendo, pues, sendos libros; aunque me gustó más el primero, este segundo no tiene ningún desperdicio.

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Con el paso de los días, de un modo casi imperceptible al principio, comenzó a notarse que la palabra blanco, como algo que de pronto se hubiese convertido en obsceno o malsonante, estaba dejando de utilizarse, que las personas se servían de rodeos y perífrasis para sustituirla. De una hoja de papel blanco, por ejemplo, se decía que estaba desprovista de color, un mantel que toda la vida había sido blanco pasó a tener el color de la leche, la nieve dejó de ser comparada con un manto blanco para erigirse en la mayor albura de los últimos veinte años, los estudiantes acabaron con eso de estar en blanco, simplemente reconocían que no sabían nada de la materia, pero el caso más interesante de todos fue la inesperada desaparición de la pregunta con la que, durante generaciones y generaciones, padres, abuelos, tíos y vecinos supusieron que estimulaban la inteligencia y el espíritu deductivo de los niños, Blanco es, la gallina lo pone, y esto sucedió porque las personas, con el acto de negarse a pronunciar la palabra, se dieron cuenta de que la adivinanza era absolutamente disparatada, puesto que la gallina, cualquier gallina de cualquier raza, nunca conseguiría, por más que se esforzara, poner otra cosa que no sean huevos. Parecía por tanto que los altos destinos políticos prometidos al ministro del interior se truncaban de raíz, que su suerte, después de casi haber tocado el sol, sería irse ahogando melancólicamente en el helesponto, pero otra idea, repentina como el rayo que ilumina la noche, le hizo levantarse de nuevo. No todo estaba perdido. Mandó que se recogieran en sus bases a los agentes adscritos al trabajo de campo, despidió sin contemplaciones a los contratados temporales, echó un rapapolvo a los secretas de plantilla y se puso manos a la obra.

Estaba claro que la ciudad era un hormiguero de mentirosos, que los quinientos que se encontraban en su poder también mentían con todos los dientes que tenían en la boca, pero existía entre aquéllos y estos una enorme diferencia, mientras unos todavía eran libres para entrar y salir de sus casas, y, esquivos, escurridizos como anguilas, tanto aparecían como desaparecían, para más tarde reaparecer y luego otra vez ocultarse, lidiar con los otros era la cosa más fácil del mundo, bastaba bajar a los sótanos del ministerio, no estaban allí los quinientos, no cabrían, distribuidos en su mayoría por otras unidades de investigación, pero el medio centenar mantenido en observación permanente debería ser más que bastante para una primera aproximación. Aunque la fiabilidad de la máquina hubiese sido puesta en duda muchas veces por los expertos de la escuela escéptica y algunos tribunales se negaran a admitir como prueba los resultados obtenidos en los exámenes, el ministro del interior confiaba en que de la utilización del aparato podría al menos brotar alguna pequeña chispa que lo ayudase a salir del oscuro túnel donde las investigaciones se habían atascado. Se trataba, como ya se habrá comprendido, de que entrara en liza el famoso polígrafo, también conocido como detector de mentiras o, en términos más científicos, aparato que sirve para registrar simultáneamente varias funciones psicológicas y fisiológicas, o, con más pormenor descriptivo, instrumento registrador de fenómenos fisiológicos cuyo trazado se obtiene eléctricamente sobre una hoja de papel húmedo impregnado de yoduro de potasio y amida. Conectado a la máquina por un enmarañamiento de cables, abrazaderas y ventosas, el paciente no sufre, sólo tiene que decir la verdad, toda la verdad y sólo la verdad y, ya puestos, no creerse, él mismo, la aseveración universal que desde el principio de los tiempos nos viene atronando los oídos con la patraña de que la voluntad todo lo puede, aquí vemos, para no ir más lejos, un ejemplo que flagrantemente lo niega, pues esa tu estupenda voluntad, por mucho que te fíes de ella, por tenaz que se haya mostrado hasta hoy, no conseguirá controlar las crispaciones de tus músculos, contener el sudor inconveniente, impedir la palpitación de los párpados, disciplinar la respiración. Al final te dirán que has mentido, tú lo negarás, jurarás que has dicho la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, y tal vez sea cierto, no mentiste, lo que ocurre es que eres una persona nerviosa, de voluntad firme, sí, pero como una especie de trémulo junco que la mínima brisa hace vibrar, volverán a atarte a la máquina y entonces será mucho peor, te preguntarán si estás vivo y tú, claro está, responderás que sí, pero tu cuerpo protestará, te desmentirá, el temblor de tu barbilla dirá que no, que estás muerto, y a lo mejor tienen razón, tal vez, antes que tú, tu cuerpo sepa ya que te van a matar. No es natural que tal acabe sucediendo en los sótanos del ministerio del interior, el único crimen de esta gente fue votar en blanco, no tendría importancia si hubieran sido los habituales, pero fueron muchos, fueron demasiados, fueron casi todos, qué más da que sea tu derecho inalienable si te dicen que ese derecho es para usarlo en dosis homeopáticas, gota a gota, no puedes ir por ahí con un cántaro lleno a rebosar de votos blancos, por eso se te cayó el asa, ya nos parecía que había algo de sospechoso en esa asa, si aquello que podría llevar mucho se satisfizo siempre con llevar poco, es de una modestia digna de toda alabanza, a ti lo que te ha perdido ha sido la ambición, creíste que ibas a subir al astro rey y caíste de boca en los dardanuelos, recuerda que también le dijimos esto al ministro del interior, pero él pertenece a otra raza de hombres, a los machos, los viriles, los de barba dura, los que no doblan la cabeza, a ver ahora cómo te libras de tu cazador de mentiras, qué trazos reveladores de tus pequeñas y grandes cobardías dejarás en la tira de papel impregnada de yoduro de potasio y amida, ves, tú que creías otra cosa, a esto puede quedar reducida la tan nombrada suprema dignidad del ser humano, a tanto como un papel mojado.

Ahora bien, un polígrafo no es una máquina pertrechada con un disco que pueda ir hacia atrás y hacia delante y nos diga, según los casos, El sujeto mintió, El sujeto no mintió, si así fuese no habría nada más fácil que ser juez para condenar o absolver, las comisarías de policía se verían sustituidas por consultorios de psicología mecánica aplicada, los abogados, perdidos los clientes, cerrarían los bufetes, los tribunales se quedarían entregados a las moscas hasta que se les encontrase otro destino. Un polígrafo, íbamos diciendo, no consigue ir a ninguna parte sin ayuda, necesita tener al lado un técnico habilitado que le interprete las rayas trazadas en el papel, pero esto no significa que dicho técnico sea conocedor de la verdad, él sabe aquello que tiene delante de los ojos, que la pregunta realizada al paciente en observación produjo lo que podríamos llamar, innovadoramente, una reacción alergográfica, o, con palabras más literarias aunque no menos imaginativas, el dibujo de la mentira. Algo, sin embargo, se habría ganado. Por lo menos sería posible proceder a una primera selección, trigo a un lado y paja al otro, y restituir a la libertad, a la vida familiar, descongestionando las instalaciones, a aquellos sujetos que, sin que la máquina los desmintiese, hubieran respondido No a la pregunta Votó en blanco. En cuanto al resto, a los que cargaban en la conciencia la culpa de transgresiones electorales, de nada le servirían reservas mentales de tipo jesuítico o espiritualistas introspecciones de tipo zen, el polígrafo, implacable, insensible, denunciaría instantáneamente la falsedad, tanto haciendo que negaran haber votado en blanco como que afirmaran haber votado al partido tal, o tal. Se puede, en circunstancias favorables, sobrevivir a una mentira, pero no a dos. Por si acaso, el ministro había ordenado que, cualquiera que fuese el resultado de los exámenes, nadie sería puesto en libertad por ahora, Déjenlos estar, nunca se sabe hasta dónde puede llegar la malicia humana, dijo. Y tenía razón el condenado hombre. Después de muchas decenas de metros de papel garabateado en el que habían sido registrados los temblores del alma de los sujetos observados, después de preguntas y respuestas repetidas centenares de veces, siempre las mismas, siempre iguales, hubo un agente del servicio secreto, muchacho joven, poco experto en tentaciones, que se dejó enredar con la inocencia de un cordero recién nacido en la provocación lanzada por cierta mujer, joven y guapa, que acababa de ser sometida al examen del polígrafo y por éste categóricamente clasificada de fingidora y falsa. Dijo pues la mata hari, Esta máquina no sabe lo que hace, No sabe lo que hace, por qué, preguntó el agente, olvidándose de que el diálogo no formaba parte del trabajo que le había sido encomendado, Porque en esta situación, con todo el mundo bajo sospecha, bastaría pronunciar la palabra Blanco, sin más, sin ni siquiera pretender saber si el otro votó o no, para provocar reacciones negativas, sobresaltos, angustias, aunque el examinado sea la más perfecta y pura personificación de la inocencia, No lo creo, no puedo estar de acuerdo, protestó el agente, seguro de sí, alguien que viva en paz con su conciencia no dirá nada más que la verdad y por tanto pasará sin problemas la prueba del polígrafo, No somos robots ni piedras parlantes, señor agente, dijo la mujer, en toda verdad humana hay siempre algo de angustioso, de afligido, nosotros somos, y no me estoy refiriendo simplemente a la fragilidad de la vida, una pequeña y trémula llama que en todo momento amenaza con apagarse, y tenemos miedo, sobre todo tenemos miedo, Se equivoca, yo no lo tengo, a mi me han entrenado para dominar el miedo en todas las circunstancias, y, además, por naturaleza, no soy miedica, ni siquiera lo era de pequeño, remachó el agente, seguro de sí, Siendo así, por qué no hacemos un experimento, propuso la mujer, déjese conectar a la máquina y yo le hago las preguntas, Está loca, soy un agente de la autoridad, la sospechosa es usted, no yo, O sea, que tiene miedo, Ya le he dicho que no, Entonces conéctese a la máquina y muéstreme lo que es un hombre y su verdad. El agente miró a la mujer, que sonreía, miró al técnico, que se esforzaba por disimular una sonrisa, y dijo, Muy bien, una vez no son veces, consiento en someterme al experimento. El técnico conectó los cables, apretó las abrazaderas, ajustó las ventosas. Ya está preparado para comenzar, cuando quieran. La mujer inspiró hondo, retuvo aire en los pulmones durante tres segundos y soltó bruscamente la palabra, Blanco. No llegaba a ser una pregunta, no pasaba de una exclamación, pero las agujas se movieron, rayaron el papel. En la pausa que siguió las agujas no llegaron a parar por completo, siguieron vibrando, haciendo pequeños trazos, como si fuesen ondulaciones causadas por una piedra lanzada al agua. La mujer los miraba, no al hombre atado, y después, sí, volviendo hacia él los ojos, preguntó en un tono de voz suave, casi tierno, Dígame, por favor, si votó en blanco, No, no voté en blanco, nunca he votado ni votaré en blanco en mi vida, respondió con vehemencia el hombre. Los movimientos de las agujas fueron rápidos, precipitados, violentos. Otra pausa. Entonces, preguntó el agente. El técnico tardaba en responder, el agente insistió, Entonces, qué dice la máquina, La máquina dice que usted ha mentido, respondió confuso el técnico, Es imposible, gritó el agente, he dicho la verdad, no he votado en blanco, soy un profesional del servicio secreto, un patriota que defiende los intereses de la nación, la máquina debe de estar averiada, No se canse, no se justifique, dijo la mujer, creo que ha dicho la verdad, que no ha votado en blanco ni votará, pero le recuerdo que no era de eso de lo que se trataba, sólo pretendía demostrarle, y creo haberlo conseguido, que no nos podemos fiar demasiado de nuestro cuerpo, La culpa ha sido suya, me ha puesto nervioso, Claro, la culpa es mía, la culpa es de la eva tentadora, pero a nosotros nadie nos pregunta si nos sentimos nerviosos cuando nos vemos atados a ese artefacto, Lo que les pone nerviosos es la culpa, Quizá, pero entonces vaya y dígale a su jefe por qué, siendo usted inocente de nuestras maldades, se ha portado aquí como un culpable, No tengo que decirle nada a mi jefe, lo que ha pasado aquí es como si nunca hubiera ocurrido, respondió el agente. Después se dirigió al técnico, Deme ese papel, y ya sabe, silencio absoluto si no quiere arrepentirse de haber nacido, Sí señor, quédese tranquilo, mi boca no se abrirá, Yo tampoco diré nada, añadió la mujer, pero al menos explíquele a su jefe que las astucias no le servirán de nada, que todos nosotros seguiremos mintiendo cuando digamos la verdad, que seguiremos diciendo la verdad cuando estemos mintiendo, como él, como usted, imagínese que le hubiera preguntado si se quería acostar conmigo, qué respondería, qué diría la máquina.

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