Gabriel Márquez - El Amor En Los Tiempos Del Cólera

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El Amor En Los Tiempos Del Cólera: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más clásicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz.

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Fermina Daza soportó la ceremonia en el escaño familiar frente al altar mayor, de pie casi todo el tiempo, con la misma prestancia con que asistía a la ópera. Pero al final rompió las normas de la liturgia, y no permaneció en su lugar para recibir la renovación de las condolencias, de acuerdo con los usos vigentes, sino que se abrió paso para darle las gracias a cada uno de los invitados: un gesto renovador que iba muy de acuerdo con su modo de ser. Saludando a unos y a otros llegó hasta los escaños de los parientes pobres, y por último miró en torno suyo para asegurarse de que no le faltaba saludar a nadie conocido. Florentino Ariza sintió entonces que un viento sobrenatural lo sacó de su centro: ella lo había visto. Fermina Daza, en efecto, se apartó de sus acompañantes con la soltura con que hacía todo en sociedad, le tendió la mano, y le dijo con una sonrisa muy dulce:

– Gracias por haber venido.

Pues no sólo había recibido las cartas, sino que las había leído con un grande interés, y había encontrado en ellas serios motivos de reflexión para seguir viviendo. Estaba en la mesa, desayunando con su hija, cuando recibió la primera. La abrió por la curiosidad de que estuviera escrita a máquina, y un rubor súbito le abrasó el rostro al reconocer la inicial de la firma. Pero lo asimiló al instante y se guardó la carta en el bolsillo del delantal. Dijo: “Es un pésame del gobierno”. La hija se sorprendió: “Ya han llegado todos”. Ella no se inmutó: “Este es otro”. Su propósito era quemar la carta más tarde, lejos de las preguntas de la hija, pero no pudo resistir la tentación de echarle antes una ojeada. Esperaba una réplica merecida a su carta de injurias, que había empezado a pesarle en el momento mismo en que la mandó, pero desde el encabezado señorial y los propósitos del primer párrafo comprendió que algo había cambiado en el mundo. Quedó tan intrigada, que se encerró en el dormitorio para leerla con tranquilidad antes de quemarla, y la leyó tres veces sin tomar aliento.

Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez, la muerte: ideas que habían pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas, y una vez más se dolió de que su esposo no estuviera vivo para comentarlas con él, como solían comentar antes de dormir ciertos hechos de la jornada. De ese modo se le revelaba un Florentino Ariza desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de su juventud ni a su conducta sombría de toda la vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Escolástica le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como la primera vez. En todo caso, lo que más contribuyó a calmar su ánimo fue la certidumbre de que aquella carta de viejo sabio no era una tentativa de reiterar la impertinencia de la noche del duelo, sino una manera muy noble de borrar el pasado.

Las cartas siguientes acabaron de apaciguarla. Las quemó de todos modos, después de leerlas con un interés creciente, aunque a medida que las quemaba iba quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Así que cuando empezó a recibirlas numeradas encontró una justificación moral que estaba deseando para no destruirlas. Su intención inicial, en todo caso, no era conservarlas para ella, sino esperar una ocasión de devolvérselas a Florentino Ariza para que no fuera a perderse algo que a ella le parecía de tanta utilidad humana. Lo malo fue que el tiempo pasó y las cartas siguieron llegando, una cada tres o cuatro días de todo el año, y ella no supo cómo devolverlas sin que pareciera un desaire que ya no quería hacer, y sin tener que explicarlo en una carta que su orgullo se negaba a escribir.

Le había bastado aquel primer año para asumir la viudez. El recuerdo purificado del marido dejó de ser un tropiezo en sus actos cotidianos, en sus pensamientos íntimos, en sus intenciones más simples, y se convirtió en una presencia vigilante que la guiaba sin estorbarla. A veces lo encontraba, no como una aparición, sino en carne y hueso, donde en verdad le hacía falta. La alentaba la certidumbre de que él estaba allí, todavía vivo pero sin sus caprichos de hombre, sin sus exigencias patriarcales, sin la necesidad agotadora de que ella lo amara con el mismo ritual de besos inoportunos y palabras tiernas con que él la amaba. Pues entonces lo entendía mejor que cuando estaba vivo, entendió la ansiedad de su amor, la urgencia de encontrar en ella la seguridad que parecía ser el soporte de su vida pública, y que en realidad no tuvo nunca. Un día, en el colmo de la desesperación, ella le había gritado: “No te das cuenta de lo infeliz que soy”. El se quitó los lentes con un gesto muy suyo, sin alterarse, la inundó con las aguas diáfanas de sus ojos pueriles, y en una sola frase le echó encima todo el peso de su sapiencia insoportable: “Recuerda siempre que lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”. Desde sus primeras soledades de viuda ella entendió que aquella frase no escondía la amenaza mezquina que le había atribuido en su tiempo, sino la piedra lunar que les había proporcionado a ambos tantas horas felices.

En los tantos viajes por el mundo, Fermina Daza compraba todo lo que le llamaba la atención por su novedad. Las deseaba por un impulso primario que su esposo se complacía en racionalizar, y eran cosas bellas y útiles mientras estaban en su medio de origen, en las vitrinas de Roma, de París, de Londres, o en las de aquel Nueva York trepidante del charleston donde empezaban a crecer los rascacielos, pero no soportaban la prueba de los valses de Strauss con chicharrones y las batallas de flores a cuarenta grados a la sombra. Así que regresaba con media docena de baúles verticales, enormes, de metal charolado con cerraduras y esquinas de cobre como férétros de fantasía, dueña y señora de las últimas maravillas del mundo, que sin embargo no valían su precio en oro sino en el instante fugaz en que alguien de su mundo local las veía por una vez. Pues para eso habían sido compradas: para que los otros las vieran una vez. Ella había tomado conciencia de la vanidad de su imagen pública desde mucho antes de que empezara a envejecer, y a menudo se le oía decir en la casa: “Hay que salir de tantos chécheres que ya no dejan dónde vivir”. El doctor Urbino se burlaba de sus propósitos estériles, pues sabía que los espacios liberados sólo iban a servir para llenarlos de nuevo. Pero ella insistía, porque en verdad no había sitio para una cosa más, ni había en ningún sitio una cosa que en realidad sirviera para algo, como camisas colgadas en las manijas de las puertas o abrigos de inviernos europeos apretujados en los armarios de la cocina. Así que una mañana en que se levantaba con el espíritu alzado echaba abajo los roperos, vaciaba los baúles, desmantelaba los desvanes, y armaba un desmadre de guerra con los montones de ropa demasiado vista, los sombreros que nunca se puso porque no hubo ocasión mientras estuvieron de moda, los zapatos copiados por los artistas de Europa de los que usaban las emperatrices para ser coronadas, y que aquí eran despreciados por las señoritas de alcurnia por ser idénticos a los que compraban las negras en el mercado para andar por casa. Durante toda la mañana la terraza interior permanecía en estado de emergencia, y costaba trabajo respirar en la casa por las ráfagas acres de las bolas de naftalina. Pero la calma se restablecía en pocas horas, pues al final ella se compadecía de tanta seda tirada por los suelos, tantos brocados sobrantes y desperdicios de pasamanería, tantas colas de zorros azules condenados a la hoguera.

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