Gabriel Márquez - El Amor En Los Tiempos Del Cólera

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El Amor En Los Tiempos Del Cólera: краткое содержание, описание и аннотация

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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más clásicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz.

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Cuando desembarcó con la ahijada en San Juan de la Ciénaga, apeló a las grandes reservas de su carácter y reconoció la ciudad contra todas las advertencias. El jefe civil y militar de la plaza, al cual iba recomendada, la invitó en la victoria oficial mientras salía el tren para San Pedro Alejandrino, adonde quiso ir para comprobar lo que le habían dicho, que la cama en que murió El Libertador era tan pequeña como la de un niño. Entonces Fermina Daza volvió a ver su pueblo grande en el marasmo de las dos de la tarde. Volvió a ver las calles que más bien parecían playones con charcos cubiertos de verdín, y volvió a ver las mansiones de los portugueses con sus escudos heráldicos tallados en el pórtico y celosías de bronce en las ventanas, en cuyos salones umbríos se repetían sin compasión los mismos ejercicios de piano, titubeantes y tristes, que su madre recién casada les había enseñado a las niñas de las casas ricas. Vio la plaza desierta sin un árbol en las brasas de caliche, la hilera de coches de capotas fúnebres con los caballos dormidos de pie, el tren amarillo de San Pedro Alejandrino, y en la esquina de la iglesia mayor vio la casa más grande, la más bella, con un corredor de arcadas de piedra verdecida y un portón de monasterio, y la ventana del dormitorio donde iba a nacer Álvaro muchos años después, cuando ya ella no tuviera memoria para recordarlo. Pensó en la tía Escolástica, a quien seguía buscando sin esperanzas por cielo y tierra, y pensando en ella se encontró pensando en Florentino Ariza, en su vestido de literato y su libro de versos bajo los almendros del parquecito, como muy pocas veces le ocurría cuando evocaba sus años ingratos del colegio. Después de muchas vueltas no pudo reconocer la antigua casa familiar, pues donde suponía que estaba no había sino un criadero de cerdos, y a la vuelta de la esquina la calle de los burdeles, con putas del mundo entero haciendo la siesta en los portales, por si acaso pasaba el correo con algo para ellas. No era su pueblo.

Desde el principio del paseo, Fermina Daza se había tapado media cara con la mantilla, no por miedo de ser reconocida donde nadie podía conocerla, sino por la visión de los muertos que se hinchaban al sol por todas partes, desde la estación del tren hasta el cementerio. El jefe civil y militar de la plaza le dijo: “Es el cólera”. Ella lo sabía, porque había visto los grumos blancos en la boca de los cadáveres achicharrados, pero notó que ninguno tenía el tiro de gracia en la nuca, como en la época del globo.

– Así es -le dijo el oficial-. También Dios mejora sus métodos.

La distancia de San Juan de la Ciénaga al antiguo ingenio de San Pedro Alejandrino era de sólo nueve leguas, pero el tren amarillo tardaba el día completo, porque el maquinista era amigo de los pasajeros habituales y éstos le pedían el favor de parar a cada rato para estirar las piernas caminando por los prados de golf de la compañía bananera, y los hombres se bañaban desnudos en los ríos diáfanos y helados que se precipitaban desde la sierra, y cuando sentían hambre se bajaban a ordeñar las vacas sueltas en los potreros. Fermina Daza llegó aterrorizada, y apenas se dio tiempo para admirar los tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo, y para comprobar que la cama donde murió, tal como se lo habían dicho, no sólo era pequeña para un hombre de tanta gloria, sino inclusive para un sietemesino. Sin embargo, otro visitante que parecía saberlo todo dijo que la cama era una reliquia falsa, pues la verdad era que al Padre de la Patria lo habían dejado morir tirado por los suelos. Fermina Daza estaba tan deprimida con lo que vio y oyó desde que salió de su casa, que en el resto del viaje no se complació en el recuerdo del viaje anterior, como tanto lo había añorado, sino que evitaba el paso por los pueblos de sus nostalgias. Así los preservó y se preservó ella misma de la desilusión. Oía los acordeones desde los atajos por donde se escapaba del desencanto, oía los gritos de la gallera, las salvas de plomo que lo mismo podían ser de guerra que de parranda, y cuando no había más recurso que atravesar el pueblo, se tapaba la cara con la mantilla para seguir evocándolo como era antes.

Una noche, después de mucho eludir el pasado, llegó a la hacienda de la prima Hildebranda, y cuando la vio esperando en la puerta estuvo a punto de desfallecer: era como verse a sí misma en el espejo de la verdad. Estaba gorda y decrépita, y cargada de hijos indómitos que no eran del hombre que seguía amando sin esperanzas, sino de un militar en uso de buen retiro con el que se casó por despecho y que la amó con locura. Pero por dentro del cuerpo devastado seguía siendo la misma. Fermina Daza se recuperó de la impresión con pocos días de campo y buenos recuerdos, pero no salió de la hacienda sino para ir a misa los domingos con los nietos de sus cómplices díscolas de antaño, chalanes en caballos magníficos, y muchachas bellas y bien vestidas, como sus madres a la misma edad, que iban de pie en las carretas de bueyes, cantando a coro, hasta la iglesia de la misión en el fondo del valle. Sólo pasó por el pueblo de Flores de María, donde no había estado en el viaje anterior porque no pensaba que pudiera gustarle, pero cuando lo conoció se quedó fascinada. Su desgracia, o la del pueblo, fue que después no logró recordarlo jamás como era en realidad, sino como se lo imaginaba antes de conocerlo.

El doctor Juvenal Urbino tomó la decisión de ir por ella después de recibir el informe del obispo de Riohacha. Su conclusión fue que la demora de la esposa no se debía a que no quisiera volver sino a que no encontraba cómo sortear el orgullo. Así que se fue sin avisarle, después de un intercambio de cartas con Hildebranda, de las cuales sacó en claro que a la esposa se le habían invertido las nostalgias: ahora sólo pensaba en su casa. Fermina Daza estaba en la cocina a las once de la mañana, preparando berenjenas rellenas, cuando oyó los gritos de los peones, los relinchos, los disparos al aire, y después los pasos resueltos en el zaguán, y la voz del hombre:

– Más vale llegar a tiempo que ser invitado.

Creyó morir de alegría. Sin tiempo para pensarlo, se lavó las manos de cualquier modo, murmurando: “Gracias, Dios mío, gracias, qué bueno eres”, pensando que todavía no se había bañado por las malditas berenjenas que le había pedido Hildebranda sin decirle quién era el que venía a almorzar, pensando que estaba tan vieja y fea, y con la cara tan despellejada por el sol, que él iba a arrepentirse de haber venido cuando la viera en este estado, maldita sea. Pero se secó las manos como pudo con el delantal, se arregló la apariencia como pudo, apeló a toda la altivez con que su madre la echó al mundo para ponerle orden al corazón enloquecido, y fue al encuentro del hombre con su dulce andar de venada, la cabeza erguida, la mirada lúcida, la nariz de guerra, y agradecida con su destino por el alivio inmenso de volver a casa, aunque no tan fácil como él creía, desde luego, porque se iba feliz con él, desde luego, pero también resuelta a cobrarle en silencio los sufrimientos amargos que le habían acabado la vida.

Casi dos años después de la desaparición de Fermina Daza, ocurrió una de esas casualidades imposibles que Tránsito Ariza habría calificado como una burla de Dios. Florentino Ariza no se había dejado impresionar de un modo especial por el invento del cine, pero Leona Cassiani lo llevó sin resistencia al estreno espectacular de Cabiria, cuya publicidad se fundaba en los diálogos escritos por el poeta Gabriele D'Annunzio. El gran patio a cielo abierto de don Galileo Daconte, donde algunas noches se disfrutaba más del esplendor de las estrellas que de los amores mudos de la pantalla, había sido desbordado por una clientela selecta. Leona Cassiani seguía las peripecias de la historia con el alma en un hilo. Florentino Ariza, en cambio, cabeceaba de sueño por el peso abrumador del drama. A sus espaldas, una voz de mujer pareció adivinarle el pensamiento:

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