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Gabriel Márquez: El Amor En Los Tiempos Del Cólera

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La historia de amor entre Fermina Daza y Florentino Ariza en el escenario de un pueblecito portuario del Caribe y a lo largo de más de sesenta años, podría parecer un melodrama de amantes contrariados que al final vencen por la gracia del tiempo y la fuerza de sus propios sentimientos, ya que García Márquez se complace en utilizar los más clásicos recursos de los folletines tradicionales. Pero este tiempo – por una vez sucesivo, y no circular -, este escenario y estos personajes son como una mezcla tropical de plantas y arcillas que la mano del maestro modela y fantasea a su placer, para al final ir a desembocar en los territorios del mito y la leyenda. Los zumos, olores y sabores del trópico alimentan una prosa alucinatoria que en esta ocasión llega al puerto oscilante del final feliz.

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Sin embargo, ningún otro lugar revelaba la solemnidad meticulosa de la biblioteca, que fue el santuario del doctor Urbino antes que se lo llevara la vejez. Allí, alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero capitonado, hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados, y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo. Al contrario de las otras estancias, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del puerto, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía. Nacidos y criados bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar una fresca que no existía en la realidad, el doctor Urbino y su esposa se sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos de la noche. La suya fue desde entonces la más fresca en el sol bravo de La Manga, y era una dicha hacer la siesta en la penumbra de los dormitorios, y sentarse por la tarde en el pórtico a ver pasar los cargueros de Nueva Orleans, pesados y cenicientos, y los buques fluviales de rueda de madera con las luces encendidas al atardecer, que iban purificando con un reguero de músicas el muladar estancado de la bahía. Era también la mejor protegida de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte desbarataban los tejados, y se pasaban la noche dando vueltas como lobos hambrientos alrededor de la casa en busca de un resquicio para meterse. Nadie pensó nunca que el matrimonio afincado sobre aquellos cimientos pudiera tener algún motivo para no ser feliz.

En todo caso, el doctor Urbino no lo era aquella mañana, cuando volvió a su casa antes de las diez, trastornado por las dos visitas que no sólo le habían hecho perder la misa de Pentecostés, sino que amenazaban con volverlo distinto a una edad en que ya todo parecía consumado. Quería dormir una siesta de perro mientras llegaba la hora del almuerzo de gala del doctor Lácides Olivella, pero encontró la servidumbre alborotada, tratando de coger el loro que había volado hasta la rama más alta del palo de mango cuando lo sacaron de la jaula para cortarle las alas. Era un loro desplumado y maniático, que no hablaba cuando se lo pedían sino en las ocasiones menos pensadas, pero entonces lo hacía con una claridad y un uso de razón que no eran muy comunes en los seres humanos. Había sido amaestrado por el doctor Urbino en persona, y eso le había valido privilegios que nadie tuvo nunca en la familia, ni siquiera los hijos cuando eran niños.

Estaba en la casa desde hacía más de veinte años, y nadie supo cuántos había vivido antes. Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con él en la terraza del patio, que era el lugar más fresco de la casa, y había apelado a los recursos más arduos de su pasión pedagógica, hasta que el loro aprendió a hablar el francés como un académico. Después, por puro vicio de la virtud, le enseñó el acompañamiento de la misa en latín y algunos trozos escogidos del Evangelio según San Mateo, y trató sin fortuna de inculcarle una noción mecánica de las cuatro operaciones aritméticas. En uno de sus últimos viajes a Europa trajo el primer fonógrafo de bocina con muchos discos de moda y de sus compositores clásicos favoritos. Día tras día, una vez y otra vez durante varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Gilbert y Aristide Bruan, que habían hecho las delicias de Francia en el siglo pasado, hasta que las aprendió de memoria. Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor, si eran de él, y terminaba con unas carcajadas libertinas que eran el espejo magistral de las que soltaban las sirvientas cuando lo oían cantar en francés. La fama de sus gracias había llegado tan lejos, que a veces pedían permiso para verlo algunos visitantes distinguidos que venían del interior en los buques fluviales, y en una ocasión trataron de comprarlo a cualquier precio unos turistas ingleses de los muchos que pasaban por aquella época en los barcos bananeros de Nueva Orleans. Sin embargo, el día de su gloria mayor fue cuando el Presidente de la República, don Marco Fidel Suárez, con los ministros de su gabinete en pleno, vinieron a la casa a comprobar la verdad de su fama. Llegaron como a las tres de la tarde, sofocados por las chisteras y las levitas de paño que no se habían quitado en tres días de visita oficial bajo el cielo incandescente de agosto, y tuvieron que irse tan intrigados como vinieron, porque el loro se negó a decir ni este pico es mío durante dos horas de desesperación, a pesar de las súplicas y las amenazas y la vergüenza pública del doctor Urbino, que se había empecinado en aquella invitación temeraria contra las advertencias sabias de su esposa.

El hecho de que el loro hubiera mantenido sus privilegios después de ese desplante histórico había sido la prueba final de su fuero sagrado. Ningún otro animal estaba permitido en la casa, salvo la tortuga de tierra, que había vuelto a aparecer en la cocina después de tres o cuatro años en que se la creyó perdida para siempre. Pero ésta no se tenía como un ser vivo, sino más bien como un amuleto mineral para la buena suerte, del que nunca se sabía a ciencia cierta por dónde andaba. El doctor Urbino se resistía a admitir que odiaba a los animales, y lo disimulaba con toda clase de fábulas científicas y pretextos filosóficos que convencían a muchos, pero no a su esposa. Decía que quienes los amaban en exceso eran capaces de las peores crueldades con los seres humanos. Decía que los perros no eran fieles sino serviles, que los gatos eran oportunistas y traidores, que los pavorreales eran heraldos de muerte, que las guacamayas no eran más que estorbos ornamentales, que los conejos fomentaban la codicia, que los micos contagiaban la fiebre de la lujuria, y que los gallos estaban malditos porque se habían prestado para que a Cristo lo negaran tres veces.

En cambio Fermina Daza, su esposa, que entonces tenía setenta y dos años y había perdido ya la andadura de venada de otros tiempos, era una idólatra irracional de las flores ecuatoriales y los animales domésticos, y al principio del matrimonio se había aprovechado de la novedad del amor para tener en la casa muchos más de los que aconsejaba el buen juicio. Los primeros fueron tres dálmatas con nombres de emperadores romanos que se despedazaron entre sí por los favores de una hembra que hizo honor a su nombre de Mesalina, pues más demoraba en parir nueve cachorros que en concebir otros diez. Después fueron los gatos abisinios con perfil de águila y modales faraónicos, los siameses bizcos, los persas palaciegos de ojos anaranjados, que se paseaban por las alcobas como sombras fantasmales y alborotaban las noches con los alaridos de sus aquelarres de amor. Durante algunos años, encadenado por la cintura en el mango del patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión porque tenía el semblante atribulado del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por eso que Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de complacerse en honor de las señoras.

Había toda clase de pájaros de Guatemala en las jaulas de los corredores, y alcaravanes premonitorios y garzas de ciénaga de largas patas amarillas, y un ciervo juvenil que se asomaba por las ventanas por comerse los anturios de los floreros. Poco antes de la última guerra civil, cuando se habló por primera vez de una posible visita del Papa, habían traído de Guatemala un ave del paraíso que más tardó en venir que en volver a su tierra, cuando se supo que el anuncio del viaje pontificio había sido un infundio del gobierno para asustar a los liberales confabulados. Otra vez compraron en los veleros de los contrabandistas de Curazao una jaula de alambre con seis cuervos perfumados, iguales a los que Fermina Daza había tenido de niña en la casa paterna, y que quería seguir teniendo de casada. Pero nadie pudo soportar los aleteos continuos que saturaban la casa con sus efluvios de coronas de muertos. También llevaron una anaconda de cuatro metros, cuyos suspiros de cazadora insomne perturbaban la oscuridad de los dormitorios, aunque lograron con ella lo que querían, que era espantar con su aliento mortal a los murciélagos y las salamandras, y a las numerosas especies de insectos dañinos que invadían la casa en los meses de lluvia. Al doctor Juvenal Urbino, tan solicitado entonces por sus obligaciones profesionales, y tan absorto en sus promociones cívicas y culturales, le bastaba con suponer que, en medio de tantas criaturas abominables, su mujer no era sólo la más hermosa en el ámbito del Caribe, sino también la más feliz. Pero una tarde de lluvias, al término de una jornada agotadora, encontró en la casa un desastre que lo puso en la realidad. Desde la sala de visitas hasta donde alcanzaba la vista, había un reguero de animales muertos flotando en una ciénaga de sangre. Las sirvientas, trepadas en las sillas sin saber qué hacer, no acababan de reponerse del pánico de la matanza.

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