Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro

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´Era, en efecto, el automóvil de Maruja. Había transcurrido por lo menos media hora desde el secuestro, y sólo quedaban los rastros: el cristal del lado del chofer destruido por un balazo, la mancha de sangre y el granizo de vidrio en el asiento, y la sombra húmeda en el asfalto, de donde acababan de llevarse al chofer todavía con vida. El resto estaba limpio y en orden´.
Gabriel García Márquez

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El único punto crítico que encontró Villamizar fue un baño enchapado en baldosines italianos en la habitación prevista para Escobar, y recomendó cambiarlo -y fue cambiado- por una decoración más sobria. La conclusión de su informe fue más sobria aún: «Me pareció una cárcel muy cárcel». En efecto, el esplendor folclórico que terminaría por escandalizar al país y a medio mundo, y por comprometer el prestigio del gobierno, fue impuesto después desde dentro con una operación inconcebible de soborno e intimidación. Escobar le pidió a Villamizar el número de un teléfono limpio en Bogotá para acordar entre ellos los detalles de la entrega física, y él le dio el de su vecina de arriba, Azeneth Velázquez. Le pareció que ninguno podía ser más seguro que ése, al cual llamaban a cualquier hora escritores y artistas lo bastante lunáticos como para sacar de quicio al más bragado. La fórmula era sencilla e inocua: alguna voz anónima llamaba a la casa de Villamizar y le decía: «Dentro de quince minutos, doctor». Villainizar subía sin prisa al apartamento de Azeneth, y a los quince minutos llamaba Pablo Escobar en persona. En una ocasión Villamizar se atrasó en el ascensor, y Azeneth contestó al teléfono. La voz de un paisa crudo le preguntó por el doctor Villamizar.

– No vive aquí -dijo Azeneth.

– No se preocupe -le dijo el paisa con la voz sonriente-. Ya va subiendo.

El que hablaba era Pablo Escobar en vivo y en directo, pero Azeneth sólo lo sabrá si se le ocurre leer este libro. Pues Villamizar quiso decírselo aquel día por una lealtad elemental, y ella -que no traga entero- se tapó los oídos.

– Yo no quiero saber nada de nada -le dijo-. Haga lo que le dé la gana en mi casa, pero a mí no me cuente.

Para entonces Villamizar había hecho más de un viaje semanal a Medellín. Desde el Hotel Intercontinental llamaba a María Lía, y ella le mandaba un automóvil para llevarlo a La Loma. En uno de los primeros viajes había ido con Maruja para dar las gracias a los Ochoa por su ayuda. Al almuerzo salió el tema del anillo de esmeraldas y diamantes mínimos que no le habían devuelto la noche de la liberación. Villamizar les había hablado de eso también a los Ochoa, y éstos le mandaron un mensaje a Escobar, pero no había contestado. El Mono, que estaba presente, sugirió la posibilidad de regalarle uno nuevo, pero Villamizar le aclaró que Maruja no añoraba el anillo por su precio sino por su valor afectivo. El Mono prometió llevarle el problema a Escobar.

La primera llamada de éste a la casa de Azeneth fue a propósito de un El Minuto de Dios en el cual el padre García Herreros lo acusó de pornógrafo impenitente, y lo conminó a volver al camino de Dios. Nadie entendió tamaña voltereta. Escobar pensaba que si el padre se había vuelto contra él debió haber sido por un motivo de mucha monta, y condicionó la entrega a una explicación inmediata y pública. Lo peor para él era que su tropa había aceptado entregarse por la fe que tenían en la palabra del padre. Villamizar lo llevó a La Loma, y desde allí le dio el padre a Escobar toda clase de aclaraciones por teléfono. De acuerdo con ellas, en la grabación del programa se había cometido un error de edición que le hizo decir lo que no había dicho. Escobar grabó la conversación, se la hizo oír a su tropa y conjuró la crisis.

Pero aún faltaba más. El gobierno insistió en las patrullas mixtas entre el Ejército y la guardia nacional en el exterior de la cárcel, en talar el bosque aledaño para que sirviera como campo de tiro, y en su prerrogativa para nombrar ¿s guardias dentro de un comité tripartito del gobierno central, el municipio de Envigado y la Procuraduría, por tratarse de una cárcel municipal y nacional. Escobar se opuso a la cercanía de los guardias porque sus enemigos podían asesinarlo en la cárcel. Se opuso al patrullaje mixto, porque -según sus abogados- en el interior de las cárceles no podía haber fuerza pública, de acuerdo con el Derecho de Prisiones. Se opuso a la tala del bosque aledaño, primero porque hacía posible el descenso de helicópteros, y segundo porque suponía que un campo de tiro era un polígono que utilizaría como blanco a los presos, hasta que lo convencieron de que, en términos militares, un campo de tiro no es más que un terreno con una buena visión de contorno. Y ésa era por cierto la ventaja del Centro de Drogadictos -tanto para el gobierno como para los presos-, pues desde cualquier punto de la casa se tenía una visión completa del valle y la montaña para otear con tiempo el peligro. Por último el director nacional de Instrucción Criminal quiso levantar a última hora un muro blindado alrededor de la cárcel, además de la cerca de alambre de púas. Escobar se enfureció.

El jueves 30 de mayo El Espectador publicó una noticia -atribuida a fuentes oficiales que le merecían entero crédito- sobre las supuestas condiciones que Escobar había puesto para su entrega en una reunión celebrada por sus abogados con voceros del gobierno. Entre esas condiciones -según la noticia- la más espectacular era el exilio del general Maza Márquez y la destitución de los generales Miguel Gómez Padilla, comandante de la Policía Nacional, y Octavio Vargas Silva, comandante de la Dirección de Investigación Judicial de la Policía (Dijín).

El presidente Gaviria citó en su despacho al general Maza Márquez para aclarar el origen de la noticia, que personas allegadas al gobierno le atribuían a él. La entrevista duró media hora, y conociéndolos a ambos es imposible imaginar cuál de los dos fue el más imperturbable. El general, con su suave y lenta voz baritonal, hizo una relación detallada de sus indagaciones sobre el caso. El presidente lo escuchó en silencio absoluto. Veinte minutos después se despidieron. Al día siguiente, el general le envió al presidente una carta oficial de seis pliegos con la repetición minuciosa de lo que le había dicho para que quedara como constancia histórica.

De acuerdo con las investigaciones -decía la carta-, el origen de la noticia era Martha Nieves Ochoa, quien la había contado días antes y con carácter exclusivo a redactores judiciales de El Tiempo -sus depositarios exclusivos-, que no entendían cómo había sido publicada primero por El Espectador. Expresó que era un ferviente partidario de la entrega de Pablo Escobar. Reiteró su lealtad a sus principios, obligaciones y deberes, y concluyó: «Por razones que usted conoce, señor presidente, muchas personas y entidades insisten en buscar mi desestabilización profesional, tal vez con ánimo de colocarme en una situación de riesgo que les permita con facilidad consumar sus objetivos en mi contra». Martha Nieves Ochoa negó ser la fuente de la noticia, v no volvió a hablarse del asunto. Sin embargo, tres meses después -cuando ya Escobar estaba en la cárcel-, el secretario general de la presidencia, Fabio Villegas, llamó al general Maza a su despacho por encargo del presidente, lo invitó al Salón Azul, y caminando de un extremo al otro como en un paseo dominical le comunicó la decisión presidencial de su retiro. Maza salió convencido de que aquélla había sido la prueba del compromiso con Escobar que el gobierno había desmentido, y así lo dijo: «Fui negociado».

Desde antes de eso, en todo caso, Escobar le había hecho saber al general Maza que la guerra entre ellos había terminado, que se olvidaba de todo y se entregaba en serio: paraba los atentados, desmantelaba la banda y entregaba la dinamita. Como prueba le mandó una lista de escondrijos donde encontraron setecientos kilos. Más tarde, desde la cárcel, seguiría revelando a la brigada de Medellín una serie de caletas con un total de dos toneladas. Pero Maza no le creyó nunca.

Impaciente por la demora de la entrega, el gobierno nombró como director de la cárcel a un boyacense -Luis Jorge Pataquiva Silva- y no a un antioqueño, así como a veinte guardias nacionales de distintos departamentos, Y no antioqueños. «De todos modos -dijo Villamizar- si lo que quieren es sobornar lo mismo da antioqueño que de cualquier parte». Escobar, fatigado él mismo de tantas vueltas, apenas lo discutió. Al fin se acordó que fuera el ejército y no la policía el que cubriera el ingreso, y que se tomaran medidas de excepción para quitarle a Escobar el temor de que lo envenenaran con la comida de la cárcel. La Dirección Nacional de Prisiones, por otra parte, adoptó el mismo régimen de visitas de los hermanos Ochoa Vázquez en el pabellón de máxima seguridad de Itagüí. La hora límite para levantarse era las siete de la mañana y la hora límite para ser recluido y puesto bajo llave y candado en la celda eran las ocho de la noche. Escobar y sus compañeros podían recibir visitas de mujeres cada domingo, de ocho de la mañana a dos de la tarde; de hombres, los sábados, y de menores, en el primer y el tercer domingo de cada mes. En la madrugada del 9 de junio, efectivos del batallón de policía militar de Medellín relevaron al grupo de caballería que vigilaba el contorno, iniciaron el montaje de un impresionante dispositivo de seguridad, desalojaron de las montañas aledañas a personas ajenas al sector, y asumieron el control total de la tierra y el cielo. No había más pretextos. Villamizar le hizo saber a Escobar -con toda sinceridad- que le agradecía la liberación de Maruja, pero no estaba dispuesto a correr más riesgos sólo porque él no acababa de entregarse. Y se lo mandó a decir en serio: «De aquí en adelante yo no respondo». Escobar decidió en dos días, con la última condición de que también el procurador general lo acompañara en la entrega.

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