Gabriel Márquez - Noticia de un Secuestro
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Gabriel García Márquez
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Al contrario de lo que ella misma había previsto, estaba escribiendo su carta más juiciosa y drástica. «No pretendo hacer un documento público -empezó-. Quiero llegar al presidente de mi país y, con el respeto que me merece, hacerle unas comedidas reflexiones y una angustiada y razonable súplica». A pesar de la reiterada promesa presidencial de que nunca se intentaría un operativo armado para liberar a Diana, Nydia dejó la constancia escrita de una súplica premonitoria: «Lo sabe el país y lo saben ustedes, que si en uno de esos allanamientos tropiezan con los secuestrados se podría producir una horrible tragedia». Convencida de que los escollos del segundo decreto habían interrumpido el proceso de liberaciones iniciado por los Extraditables antes de Navidad, Nydia alertó al presidente con un temor nuevo y lúcido: si el gobierno no tomaba alguna determinación inmediata para remover esos escollos, los rehenes corrían el riesgo de que el tema quedara en manos de la Asamblea Constituyente. «Esto haría que la zozobra y la angustia, que no sólo padecemos los familiares sino el país entero, se prolongara por interminables meses más», escribió. Y concluyó con una reverencia elegante: «Por mis convicciones, por el respeto que le profeso como Primer Magistrado de la Nación, sería incapaz de sugerirle alguna iniciativa de mi propia cosecha, pero sí me siento inclinada a suplicarle que en defensa de unas vidas inocentes no desestime el peligro que representa el factor tiempo». Una vez terminada y transcrita con buena letra, fueron dos hojas y un cuarto de tamaño oficio. Nydia dejó un mensaje en la secretaría privada de la presidencia para que le indicara dónde debía mandarlas.
Esa misma mañana se precipitó la tormenta con la noticia de que habían sido muertos los cabecillas de la banda de los Priscos: los hermanos David Ricardo y Armando Alberto Prisco Lopera, acusados de los siete magnicidios de aquellos años, y de ser los cerebros de los secuestros, entre ellos el de Diana Turbay y su equipo. Uno había muerto con la falsa identidad de Francisco Muñoz Serna, pero cuando Azucena Liévano vio la foto en los periódicos reconoció en él a Don Pacho, el hombre que se ocupaba de Diana y de ella durante el cautiverio. Su muerte, y la de su hermano, justo en aquellos momentos de confusión, fueron una pérdida irreparable para Escobar, y no tardaría en hacerlo saber con hechos.
Los Extraditables dijeron en un comunicado amenazante que David Ricardo no había sido muerto en combate, sino acribillado por la policía delante de sus pequeños hijos y de la esposa embarazada. Sobre su hermano Armando, el comunicado aseguró que tampoco había muerto en combate, como dijo la policía, sino asesinado en una finca de Rionegro, a pesar de que se encontraba paralítico como consecuencia de un atentado anterior. La silla de ruedas, decía el comunicado, se veía con claridad en el noticiero de la televisión regional.
Éste era el comunicado del cual le habían hablado a Pacho Santos. Se conoció el 25 de enero con el anuncio de que serían ejecutados dos rehenes en un intervalo de ocho días, y la primera orden había sido ya impartida contra Marina Montoya. Noticia sorprendente, pues se suponía que Marina había sido asesinada tan pronto como la secuestraron en setiembre. «A eso me refería cuando le mandé al presidente el mensaje de los encostalados -ha dicho Nydia recordando aquella jornada atroz-. No es que fuera impulsiva, ni temperamental, ni que necesitara tratamiento siquiátrico. Es que a quien iban a matar era a mi hija, porque quizás no fui capaz de mover a quienes pudieron impedirlo. «
La desesperación de Alberto Villamizar no podía ser menor. «Ese día fue el más horrible que pasé en mi vida», dijo entonces, convencido de que las ejecuciones no se harían esperar. Quién sería:, ¿Diana, Pacho, Maruja, Beatriz, Richard? Era una rifa de muerte que no quería imaginar siquiera. Enfurecido llamó al presidente Gaviria.
– Usted tiene que parar estos operativos -le dijo.
– No, Alberto -le contestó Gaviria con su tranquilidad escalofriante- A mí no me eligieron para eso.
Villamizar colgó el teléfono, ofuscado por su propio ímpetu. «¿Y ahora qué hago?», se Preguntó. Para empezar pidió ayuda a los ex presidentes Alfonso López Michelsen y Misael Pastrana y a monseñor Darío Castrillón, obispo de Pereira. Todos hicieron declaraciones públicas de repudio a los métodos de los Extraditables y pidieron preservación de la vida de los rehenes. López Michelsen hizo por RCN un llamado al gobierno y a Escobar para que detuvieran la guerra y se buscara una solución política. En aquel momento ya la tragedia estaba consumada. Minutos antes de la madrugada del 21 de enero, Diana había escrito la última hoja de su diario. «Estamos próximos a los cinco meses y sólo nosotros sabemos lo que es esto -escribió-. No quiero perder la fe y la esperanza de regresar a casa sana y salva».
Ya no estaba sola. Después de la liberación de Azucena y Orlando había pedido que la reunieran con Richard, y fue complacida después de Navidad. Fue una fortuna para ambos. Conversaban hasta el agotamiento, escuchaban la radio hasta el amanecer, y así adquirieron la costumbre de dormir de día y vivir de noche. Se habían enterado de la muerte de los Priscos por una conversación de los guardianes. Uno lloraba. Otro, convencido de que aquél era el final, y refiriéndose sin duda a los secuestrados, preguntó: «¿Y ahora qué hacemos con la mercancía?». El que lloraba no lo pensó siquiera.
– Acabemos con ellos -dijo.
Diana y Richard no conciliaron el sueño después del desayuno. Días antes les habían anunciado que los cambiarían de casa. No les había llamado la atención, pues en el mes corto que llevaban juntos los habían mudado dos veces a refugios cercanos, previendo ataques reales o imaginarios de la policía. Poco antes de las once de la mañana del 25 estaban en el cuarto de Diana comentando en susurros el diálogo de los guardianes, cuando oyeron ruidos de helicópteros por el rumbo de Medellín.
Los servicios de inteligencia de la policía habían recibido en los últimos días numerosas llamadas anónimas sobre movimiento de gente armada en la vereda de Sabaneta -municipio de Copacabana-, y en especial en las fincas del Alto de la Cruz, Villa del Rosario y La Bola. Tal vez los carceleros de Diana y Richard planeaban trasladarlos al Alto de la Cruz, que era la finca más segura, porque estaba en una cumbre empinada y boscosa desde donde se dominaba todo el valle hasta Medellín. Como consecuencia de esas denuncias telefónicas y otros indicios propios, la policía estaba a punto de allanar la casa. Era un operativo de guerra grande: dos capitanes, nueve oficiales, siete suboficiales y noventa y nueve agentes, parte por tierra y parte en cuatro helicópteros artillados. Sin embargo, los guardianes ya no les hacían caso a los helicópteros porque pasaban a menudo sin que nada sucediera. De pronto uno de ellos se asomó a la puerta y lanzó el grito temible:
– ¡Nos cayó la ley!
Diana y Richard se demoraron a propósito lo más que pudieron porque el momento era propicio para que llegara la policía: los cuatro guardianes eran de los menos duros, y parecían demasiado asustados para defenderse. Diana se cepilló los dientes y se puso una camisa blanca que había lavado el día anterior, se puso sus zapatos de tenis y los bluejeans que llevaba puestos el día del secuestro y que le quedaban demasiado grandes por la pérdida de peso. Richard se cambió de camisa y recogió el equipo de camarógrafo que le habían devuelto en esos días. Los guardianes parecían enloquecidos por el ruido creciente de los helicópteros que sobrevolaron la casa, se alejaron hacia el valle y volvieron casi a ras de los árboles. Los guardianes apuraban a gritos y empujaban a los secuestrados hacia la puerta de salida. Les dieron sombreros blancos para que los confundieran desde el aire con campesinos de la región. A Diana le echaron encima un pañolón negro y Richard se puso su chaqueta de cuero. Los guardianes les ordenaron correr hacia la montaña y ellos mismos lo hicieron también por separado con las armas montadas para disparar cuando los helicópteros estuvieran a su alcance. Diana y Richard empezaron a trepar por una trocha de piedras. La pendiente era muy pronunciada, y el sol ardiente caía a plomo desde el centro del cielo. Diana se sintió exhausta a los pocos metros cuando ya los helicópteros estaban a la vista. A la primera ráfaga, Richard se tiró al suelo. «No se mueva -le gritó Diana-. Hágase el muerto». Al instante cayó a su lado, bocabajo.
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