Gabriel Márquez - La Hojarasca

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En La Hojarasca nació Macondo, ese poblachón cercano a la costa atlántica colombiana que ya se ha convertido en uno de los grandes mitos de la literatura universal. En él transcurre la historia de un entierro imposible. Ha muerto un personaje extraño, un antiguo médico odiado por el pueblo, y un viejo coronel retirado, para cumplir una promesa, se ha empeñado en enterrarle frente a la oposición de todo el poblado y sus autoridades.

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– Tan cierto es que he tomado mis precauciones, que es la segunda vez que está embarazada. La primera fue hace año y medio y ustedes no pudieron darse cuenta de nada.

Seguía hablando sin emoción, moviéndose otra vez hacia el catre. En la oscuridad yo sentía sus pasos lentos y firmes sobre el enladrillado. Decía:

– Pero era que entonces ella estaba dispuesta a todo. Ahora no. Hace dos meses me dijo que otra vez estaba encinta y yo le dije lo mismo que en la primera ocasión: ven esta noche para prepararte lo mismo. Ella me dijo ese día que ahora no, que al día siguiente. Cuando fui a tomar el café a la cocina, le dije que la estaba esperando, pero ella dijo que no volvería jamás.

Había llegado frente al catre, pero no se sentó. Me dio de nuevo la espalda e inició otra vuelta alrededor del cuarto. Yo le oía hablar. Sentía el flujo y el reflujo de su voz, como si me hablara mientras se mecía en la hamaca. Decía las cosas con calma, pero con seguridad. Yo sabía que habría sido inútil tratar de interrumpirlo. Lo oía nada más. Y él decía:

– Sin embargo, vino dos días después. Yo tenía todo preparado. Le dije que se sentara ahí y fui a la mesa por el vaso. Entonces, cuando le dije tómatelo, fue cuando me di cuenta que esta vez no lo haría. Me miró sin sonreír y dijo con un tonito de crueldad: «Éste no lo voy a botar, doctor. Éste lo voy a parir para

criarlo.»

Yo me sentí exasperado por su serenidad. Le dije: «Eso no justifica nada, doctor. Usted no ha hecho otra cosa que una acción indigna dos veces; primero por las relaciones dentro de mí propia casa, después por el aborto.»

– Pero usted ha visto que hice todo lo que podía, coronel. Era lo más que podía hacer. Después, cuando vi que la cosa no tenía remedio, me dispuse a hablar con usted. Iba a hacerlo un día de éstos.

– Supongo que usted sabe que sí hay un remedio para esta clase de situaciones, cuando realmente se quiere lavar la afrenta. Usted sabe cuáles son los principios de quienes vivimos en esta casa -dije.

Y él dijo:

– No quiero ocasionarle ninguna molestia, coronel. Créamelo. Lo que iba a decirle era esto: me llevaré a la guajira a vivir en la casa que está desocupada en la esquina.

– En concubinato público, doctor -dije yo-. ¿Sabe lo que eso significa para nosotros?

Él retornó entonces al catre. Se sentó, se inclinó hacia adelante y habló con los codos apoyados en los muslos. Su acento se tornó diferente. Al principio era frío. Ahora empezaba a ser cruel y desafiante. Dijo:

– Estoy proponiéndole la única solución que no le crearía a usted ninguna incomodidad, coronel. La otra sería decir que el hijo no es mío.

– Meme lo diría -dije yo. Empezaba a sentirme indignado. Su manera de expresarse, ahora resultaba demasiado desafiante y agresiva para que yo la recibiera con serenidad. Pero él, duro, implacable, dijo:

Créame con absoluta seguridad que Meme no lo diría. Porque estoy seguro de eso le digo

que me la llevaré a la esquina, sólo para evitarle inconvenientes a usted. Nada más, coronel.

Con tanta seguridad se había atrevido a negar que Meme pudiera atribuirle la paternidad de su hijo, que me sentí ahora sí desconcertado. Algo me hacía pensar que su fuerza estaba arraigada mucho más abajo de las palabras.

Dije:

– Nosotros confiamos en Meme como en nuestra hija, doctor. En este caso, ella estaría de nuestra parte.

– Si usted supiera lo que yo sé, no hablaría en esa forma, coronel. Perdone que se lo diga así, pera si usted compara a la india con su hija, ofende a su hija.

– Usted no tiene motivos para decir eso

– dije yo.

Y él respondió, todavía con esa amarga dureza en la voz: «Los tengo. Y cuando le digo que ella no puede decir que yo soy el padre de su hijo, también tengo motivos para eso.»

Echó la cabeza hacia atrás. Respiró hondo,

dijo:

– Si usted tuviera tiempo para vigilar a Meme cuando sale de noche, ni siquiera me exigiría que la lleve conmigo. En este caso el que corre el riesgo soy yo, coronel. Me echo encima un muerto para evitarle incomodidades.

Entonces comprendí que no pasaría con Meme ni por las puertas de la iglesia. Pero lo grave es que, después de sus últimas palabras, yo no me habría arriesgado a correr con lo que más tarde habría podido ser una tremenda carga para la conciencia. Había varias cartas a mi favor. Pero la única que él tenía le habría bastado para hacer una apuesta contra mi conciencia.

– Muy bien, doctor dije-. Esta misma noche me encargaré de que le arreglen la casa de la esquina. Pero, de todos modos, quiero dejar constancia de que lo echo de mi casa, doctor. Usted no sale por su propia voluntad. El coronel Aureliano Buendía le habría hecho pagar bien cara la forma en que usted corresponde a su confianza.

Y cuando yo esperaba haber soliviantado sus instintos y aguardaba el desencadenamiento de sus oscuras fuerzas primarias, él me echó encima todo el peso de su dignidad.

– Usted es un hombre decente, coronel -dijo-. Todo el mundo lo sabe y he vivido en esta casa lo suficiente como para que usted no necesite recordármelo.

Cuando se puso en pie, no parecía triunfante. Parecía apenas satisfecho de haber podido corresponder a nuestras atenciones de ocho años. Era yo quien se sentía trastornado, culpable. Esa noche, viendo los gérmenes de la muerte que hacían visibles progresos en sus duros ojos amarillos, comprendí que mi actitud era egoísta y que por esa sola mancha de mi conciencia me correspondería sufrir en el resto de mi vida una tremenda expiación. Él, en cambio, estaba en paz consigo mismo; decía:

– En cuanto a Meme, que le den fricciones con alcohol. Pero que no la purguen.

10

Mi abuelo ha vuelto junto a mamá. Ella está sentada, completamente abstraída. El traje y el sombrero están aquí, en la silla, pero en ellos mi madre ha dejado de estar. Mi abuelo se acerca, la ve abstraída, y mueve el bastón frente a sus ojos, diciendo: «Despierte, niña.» Mi madre ha pestañeado, ha sacudido la cabeza. «¿En qué está pensando?», dice mi abuelo. Y ella, sonriendo laboriosamente: «Estaba pensando en El Cachorro.»

Mi abuelo se sienta otra vez junto a ella, la barba apoyada en el bastón. Dice: «Qué casualidad. Yo venía pensando lo mismo.»

Ellos entienden sus palabras. Hablan sin mirarse, mamá estirada en el asiento, dándose palmaditas en el brazo, y mi abuelo sentado junto a ella, todavía con la barba apoyada en el bastón. Pero aun así se entienden sus palabras, como nos entendemos Abraham y yo cuando vamos a ver a Lucrecia.

Yo le digo a Abraham: «Ahora teco tacando.» Abraham camina siempre adelante, como a tres pasos delante de mí. Sin volverse a mirar, dice: «Todavía no, dentro de un momento.» Y yo le «digo: «Cuando teco alcutana viene revienta.» Abraham no vuelve la cara, pero yo lo siento reír en voz baja con una risa tonta y simple que es como el hilo de agua que queda temblante» en los belfos del buey, cuando acaba de beber. Dice: «Eso debe ser como a las cinco.» Corre un poco más y dice: «Si vamos ahora puede reventar alcutana.» Pero yo insisto: «De todos modos, siempre está teco tacando.» Y él se vuelve hacia mí y echa a correr, diciendo: «Bueno, entonces vamos.»

Para ver a Lucrecia hay que pasar cinco patios llenos de árboles y zanjas. Hay que pasar por la paredilla verde con lagartos, donde antes cantaba el enano con voz de mujer. Abraham pasa corriendo, brillando como una hoja de metal bajo la claridad fuerte, con los talones acosados por los ladridos del perro. Luego se detiene. En ese momento estamos frente a la ventana. Decimos: «Lucrecia», poniendo la voz como si Lucrecia estuviera dormida. Pero está despierta, sentada en la cama, sin zapatos, con un ancho camisón blanco y almidonado que la cubre hasta los tobillos.

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