Gabriel Márquez - La Hojarasca

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En La Hojarasca nació Macondo, ese poblachón cercano a la costa atlántica colombiana que ya se ha convertido en uno de los grandes mitos de la literatura universal. En él transcurre la historia de un entierro imposible. Ha muerto un personaje extraño, un antiguo médico odiado por el pueblo, y un viejo coronel retirado, para cumplir una promesa, se ha empeñado en enterrarle frente a la oposición de todo el poblado y sus autoridades.

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– Pues bien, doctor -dije-. Hágale una visita a El Cachorro y se dará cuenta de que las cosas no son como usted las ve.

Y él dijo que sí, que iría a visitar a El Cachorro.

9

Frío, silencioso, dinámico, el candado elabora su herrumbre. Adelaida lo puso en el cuartito cuando supo que el doctor se vino a vivir con Meme. Mi esposa consideró esa mudanza como un triunfo suyo, como la culminación de una labor sistemática, tenaz, iniciada por ella desde el mismo momento en que yo dispuse que él viviera entre nosotros. Diecisiete años después, el candado sigue guardando el aposento.

Si en mi actitud, inmodificada durante ocho años, pudo haber algo indigno a los ojos de los hombres, o ingrato a los de Dios, mi castigo iba a sobrevenir mucho antes de mi muerte. Tal vez me correspondía expiar en la vida lo que yo consideré como un deber de humanidad, como una obligación cristiana. Porque no había empezado a acumularse la herrumbre en el candado cuando Martín estaba en mi casa con una cartera atiborrada de proyectos, de cuya autenticidad nada he podido saber, y la firme disposición de casarse con mi hija. Llegó a mi casa con un saco de cuatro botones, segregando juventud y dinamismo por todos los poros, envuelto en una luminosa atmósfera de simpatía. Se casó con Isabel en diciembre, hace ahora once años. Han transcurrido nueve desde cuando se fue con la cartera llena de obligaciones firmadas por mí, y prometió volver tan pronto corrió realizara la operación que se había propuesto y para la cual contaba con el respaldo de mis bienes. Han transcurrido nueve años pero no por ello tengo derecho a pensar que era un estafador. No tengo derecho a pensar que su matrimonio fue apenas una coartada para persuadirme de su buena fe.

Pero ocho años de experiencia habían servido de algo. Martín habría ocupado el cuartito. Adelaida se opuso. Su oposición fue esta vez férrea, decidida, irrevocable. Yo sabía que mi mujer no habría tenido el menor inconveniente en arreglar la caballeriza como una alcoba nupcial, antes de permitir que los desposados ocuparan el cuartito. Esta vez acepté sin vacilaciones su punto de vista. Ése era mi reconocimiento a su triunfo aplazado durante ocho años. Si ambos nos equivocamos al confiar en Martín, corre como error compartido. No hay triunfo ni derrota para ninguno de los dos. Sin embargo, lo que venía después estaba más allá de nuestras fuerzas, era como los fenómenos atmosféricos anunciados en el almanaque, que han de cumplirse fatalmente.

Cuando le dije a Meme que abandonara nuestra casa, que siguiera el rumbo que consideraba más conveniente a su vida; y después, aunque Adelaida me echó en cara mis debilidades y flaquezas, yo he podido rebelarme, imponer mi voluntad por encima de todo (siempre lo había hecho así) y ordenar las cosas a mi manera.

Pero algo me indicaba que era impotente ante el curso que iban tomando los acontecimientos. No era yo quien disponía las cosas en mi hogar, sino otra fuerza misteriosa, que ordenaba el curso de nuestra existencia y de la cual no éramos otra cosa que un dócil e insignificante instrumento. Todo parecía obedecer entonces al natural y eslabonado cumplimiento de una profecía.

Por la manera como abrió Meme el botiquín (en su fondo, todo el mundo debía saber que una mujer laboriosa que de la noche a la mañana pasa a ser concubina de un médico rural, termina, tarde o temprano, atendiendo un botiquín) supe que él había logrado acumular en nuestra casa mayor cantidad de dinero de la que habría podido calcularse, y que lo tenía en la gaveta, en billetes y monedas sin manosear, que tiraba al descuido en la caja desde los tiempos en que atendió a las consultas.

Cuando Meme abrió el botiquín, se suponía que él estaba aquí, en la trastienda, acorralado quién sabe por qué implacables bestias proféticas. Se sabía que no tomaba alimentos de la calle, que había plantado un huerto y que Meme compraba durante los primeros meses un pedazo de carne, para ella, pero que un año después había desistido de esa costumbre, quizá porque el contacto directo con su hombre terminó por volverla vegetariana. Entonces se encerraron los dos, hasta cuando las autoridades forzaron las puertas, registraron la casa y picaron el huerto, tratando de localizar el cadáver de Meme.

Se suponía que estaba aquí, encerrado, meciéndose en su hamaca vieja y raída. Pero yo sabía, aun en esos meses en que no se esperó su retorno al mundo de los vivos, que su impenitente encierro, su sorda batalla con la amenaza de Dios había de culminar mucho antes de que sobreviniera su muerte. Sabía que tarde o temprano había de salir, porque no hay hombre que pueda vivir media vida en el encierro, alejado de Dios, sin salir intempestivamente a rendirle al primer hombre que encuentre en la esquina, sin el menor esfuerzo, las cuentas que ni los grillos y el cepo; ni el martirio del fuego y el agua; ni la tortura de la cruz y el torno; mi la madera y los hierros candentes en los ojos y la sal eterna en la lengua y el potro de los tormentos; ni los azotes y las parrillas y el amor, le habrían hecho rendir a sus inquisidores. Y esa hora vendría para él, pocos años antes de su muerte.

Yo conocía esa verdad desde antes, desde la última noche en que conversamos en el corredor, y después, cuando lo busqué en el cuartito para que atendiera a Meme. ¿Habría podido yo oponerme a su deseo de vivir con ella, en calidad de marido y mujer? Antes tal vez habría podido. Ahora no, porque otro capítulo de la fatalidad había empezado a cumplirse desde hacía tres meses.

Esa noche no ocupaba la hamaca. Se había tendido de espaldas en el catre y yacía con la cabeza echada hacia atrás, fijos los ojos en el lugar en que habría estado el techo de ser más intensa la luz de la palmatoria. Tenía bombilla eléctrica en el cuarto pero nunca la usó. Prefería yacer en la penumbra, con los ojos fijos en la oscuridad. No se movió cuando entré en la habitación, pero advertí que desde el momento en que pisé el umbral empezó a no sentirse solo. Entonces dije: «Si no es mucha molestia, doctor. Parece que la guajira no se siente bien.» Él se incorporó en la cama. Un momento antes no se sentía solo en la habitación, Ahora sabía que era yo quien se encontraba en ella. Sin duda eran dos sensaciones enteramente distintas, porque sufrió una inmediata transformación, se alisó el cabello y permaneció sentado al borde de la cama, esperando.

– Es Adelaida, doctor. Desea que usted vaya a ver a Meme -dije.

Y él, sentado, con su parsimoniosa voz de rumiante, me respondió con un impacto:

– No será necesario. Lo que pasa es que ella está embarazada.

Después se inclinó, hacia adelante, pareció examinar mi rostro, y dijo: «Hace años que Meme se acuesta conmigo.»

Debo confesar que no me sentí sorprendido. No sentí desconcierto, perplejidad ni cólera.

No sentí nada. Tal vez su confesión era demasiado grave, a mi modo de ver, y se salía de los cauces normales de mi comprensión. Yo continuaba quieto, de pie, inmutable, tan frío como él, como su parsimoniosa voz de rumiante. Después, cuando transcurrió un silencio largo y él estaba todavía sentado en el catre, sin moverse, como esperando a que yo tomara la primera determinación, comprendí en toda su intensidad lo que él acababa de decirme. Pero entonces era demasiado tarde para desconcertarme.

– Desde luego que usted se da cuenta de la situación, doctor. -Esto fue todo lo que pude decir. Él dijo:

– Uno toma sus precauciones, coronel. Cuando se corre un riesgo, uno sabe cómo lo corre. Si algo falla es porque había algo imprevisto, fuera del alcance de uno.

Yo conocía esa clase de rodeos. Como siempre ignoraba adonde pensaba llegar. Rodé una silla y me senté frente a él. Entonces abandonó el catre, apretó la hebilla del cinturón, se subió y ajustó los pantalones. Desde el extremo del cuarto siguió hablando. Dijo:

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