Primero trató con estas fuerzas sin ayuda de nadie, apenas a través de los libros. Después, encontró a su Maestro. Ya en el primer encuentro, el Maestro le dijo que él aprendería mejor la Tradición del Sol, pero el Mago no quería. La Tradición de la Luna era más fascinante, abarcaba los rituales antiguos y la sabiduría del tiempo. El Maestro, entonces, le enseñó la Tradición de la Luna, explicándole que tal vez fuese éste el camino para que llegase hasta la Tradición del Sol.
En aquella época vivía seguro de sí mismo, seguro de la vida, seguro de sus conquistas. Tenía una brillante carrera profesional frente a él y pensaba utilizar la Tradición de la Luna para alcanzar sus objetivos. Para obtener este derecho, la hechicería exigía que en primer lugar fuera consagrado Maestro. Y, en segundo lugar, que jamás desacatase la única limitación que era impuesta a los Maestros de la Tradición de la Luna: cambiar la voluntad de los otros. Podía abrir su camino en este mundo utilizando sus conocimientos mágicos, pero no podía apartar a los otros de su dirección ni obligarlos a caminar por él. Era ésta la única prohibición, el único árbol cuyo fruto no podía comer.
Y todo iba bien, hasta que se enamoró de una discípula de su Maestro, y ella se enamoró de él. Ambos conocían las Tradiciones; él sabía que no era su hombre, ella sabía que no era su mujer. Aun así, se entregaron el uno al otro, dejando en manos de la vida la responsabilidad de separarlos cuando llegase el momento. Esto, en vez de disminuir la entrega, hizo que los dos viviesen cada instante como si fuese el último, y el amor entre ellos pasó a tener la intensidad de las cosas que se tornan eternas porque saben que van a morir.
Hasta que un día ella encontró a otro hombre. Un hombre que no conocía las Tradiciones y que tampoco poseía el punto luminoso en el hombro, o el brillo en los ojos que revela la Otra Parte. Pero ella se enamoró, ya que el amor tampoco respeta razones; para ella, su etapa con el Mago había llegado al final.
Discutieron, pelearon, él pidió e imploró. Se sometió a todas las humillaciones a que las personas enamoradas acostumbran someterse. Aprendió cosas que jamás había soñado aprender a través del amor: la espera, el miedo y la aceptación. "Él no tiene la luz en el hombro, me lo has dicho", intentaba argumentar con ella. Pero ella no le hacía caso; antes de conocer a su Otra Parte, quería conocer a los hombres y al mundo.
El Mago estableció un límite para su dolor. Cuando lo alcanzase, olvidaría a la mujer. Este límite llegó un día, por un motivo que no recordaba ahora, pero, en vez de olvidarla, descubrió que su Maestro tenía razón, que las emociones son salvajes y que es preciso sabiduría para controlarlas. Su pasión era más fuerte que todos sus años de estudio en la Tradición de la Luna, más fuerte que los controles mentales aprendidos, más fuerte que la rígida disciplina a la que había tenido que someterse para llegar a donde había llegado. La pasión era una fuerza ciega y todo lo que le susurraba al oído era que no podía perder a aquella mujer.
No podía hacer nada en contra de ella; ella también era una Maestra, como él, y conocía su oficio a través de muchas encarnaciones, algunas llenas de reconocimiento y gloria, otras marcadas por el fuego y por el sufrimiento. Ella sabría defenderse.
Entretanto, en la lucha furiosa de su pasión, había una tercera persona. Un hombre preso en la misteriosa trama del destino, la tela de araña que ni los Magos ni las Hechiceras son capaces de comprender. Un hombre común, tal vez tan apasionado como él por aquella mujer, también deseando verla feliz, queriendo darle lo mejor de sí. Un hombre común, que los misteriosos designios de la Providencia habían lanzado de repente en medio de la lucha furiosa entre un hombre y una mujer que conocían la Tradición de la Luna.
Cierta noche, cuando no consiguió controlar más su dolor, comió el fruto del árbol prohibido. Usando los poderes y los conocimientos que la sabiduría del Tiempo le había enseñado,° alejó a aquel hombre de la mujer que amaba.
No sabía hasta hoy si la mujer lo había descubierto; era posible que ella ya estuviese aburrida de su nueva conquista y no diese mucha importancia a lo sucedido. Pero su Maestro lo sabía. Su Maestro sabía todo y la Tradición de la Luna era implacable con los Iniciados que utilizasen la Magia Negra, principalmente en lo que hay de más vulnerable y más importante en la raza humana: el Amor.
Al enfrentarse con su Maestro, entendió que el juramento sagrado que había hecho no se podía romper. Entendió que las fuerzas que creía dominar y utilizar eran mucho más poderosas que él. Entendió que estaba en un camino que había escogido, pero no era un.camino como otro cualquiera; era imposible romperlo. Entendió que en esta encarnación no había manera de alejarse de él.
Ahora que había faltado, tenía que pagar un precio. Y el precio fue beber el más cruel de los venenos -la soledad- hasta que el Amor entendiese que él se había transformado de nuevo en un Maestro. Entonces, el mismo Amor que él había herido volvería a liberarlo, mostrándole finalmente su Otra Parte.
– No has preguntado nada sobre mí. ¿No tienes curiosidad, puedes "ver" todo con tus poderes?
La historia de su vida pasó en una fracción de segundo, el tiempo necesario para decidir si dejaba a las cosas correr como corrían en la Tradición del Sol. O si debía hablar del punto luminoso e interferir en el destino.
Brida quería ser una bruja, pero aún no lo era. Se acordó de la cabaña en lo alto del árbol, donde había estado a punto de hablarle sobre aquello; ahora mismo, la tentación se repetía, porque él había bajado su espada, había olvidado que el diablo habita en los detalles. Los hombres son dueños de su propio destino. Siempre pueden cometer los mismos errores. Siempre pueden huir de todo lo que desean y que la vida, generosamente, coloca ante ellos.
O pueden entregarse a la Providencia Divina, tomados de la mano de Dios y luchar por sus sueños, aceptando que ellos siempre llegan en la hora adecuada.
Vamos a salir ahora -repitió el Mago. Y Brida vio que estaba hablando en serio.
Ella insistió en pagar la cuenta; era el Rey de la Noche. Se pusieron los abrigos y salieron hacia el frío, que ya no castigaba tanto; faltaban pocas semanas para la primavera.
Caminaron juntos hasta la estación. Un autobús iba a salir dentro de algunos minutos. El frío hizo que la irritacion de Brida fuese sustituida por una inmensa confusión, algo que no conseguía explicar. No quería irse en aquel utobús, estaba mal, parecía que el objetivo principal de
la noche se había estropeado y ella tenía que arreglar todo antes de partir. Había venido hasta allí para agradecerle y se estaba portando igual que las veces anteriores.
Dijo que estaba mareada, y no subió al autobús. Pasaron quince minutos, y otro autobús llegó.
– No quiero irme ahora -dijo ella-. No es porque me encuentre mal por la bebida. Es porque lo he estropeado todo. No te he agradecido como debía.
– Éste es el último autobús de esta noche -dijo el Mago.
– Tomaré un taxi después. Aunque sea caro. Cuando el autobús partió, Brida se arrepintió de haberse quedado. Estaba confusa, no tenía idea de lo que realmente quería. "Estoy borracha", pensó.
Vamos a -pasear un poco. Quiero ponerme sobria. Anduvieron por la pequeña ciudad vacía, con sus candeleros encendidos y las ventanas apagadas. "No es posible. Vi el brillo en los ojos de Lorens y, sin embargo, quiero quedarme aquí con este hombre." Era una mujer vulgar, inconstante, indigna de todas las enseñanzas y experiencias de la hechicería. Estaba avergonzada de sí misma: unos tragos de vino y Lorens, y la Otra Parte, y todo lo que había aprendido en la Tradición de la Luna ya no tenía importancia. Pensó, por algunos instantes, que quizá estuviese equivocada, que el brillo en los ojos de Lorens no era exactamente el mismo que la Tradición del Sol enseñaba. Pero se estaba engañando a sí misma; nadie confunde el brillo de los ojos de su Otra Parte.
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