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Laura Esquivel: La Ley Del Amor

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Laura Esquivel La Ley Del Amor

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La historia de una pasión que sobrevive desde la caída del Imperio de Moctezuma, hasta el Siglo 23 en la Ciudad de México. Azucena es una astroanalista,na especie de psicoterapeuta altamente evolucionada que trata a los que sufren de problemas de karma.Como alma iluminada, Azucena finalmente alcanzó la recompensa de la eencarnación: encontrarse con su alma gemela,su verdadero amor, Rodrigo. Pero luego de una noche de suprema pasión, los amantes se ven separados, y Azucena debe emprender la búsqueda de Rodrigo a través de la galaxia y de 14,000 vidas.

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Rodrigo cierra los ojos. No quiere ver nada. Se arrepiente de haber huido de la lava. ¿Qué caso tiene mantenerse vivo en ese lugar que no le pertenece? No recuerda quién es ni de dónde viene, pero tiene una profunda sensación de haber estado en un lugar privilegiado. No se necesita ser muy observador para darse cuenta que él es ajeno a esa civilización. Se siente abandonado, adolorido, desgarrado interiormente. Siente un vacío enorme. Como si le hubieran arrancado de golpe la mitad del cuerpo. No sabe qué hacer. No existe la menor posibilidad de huida. Además, ¿adonde podría ir? ¿Tendría familia? ¿Habría alguien que lo llorara? ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir en ese planeta? El solo, ni un día, y como miembro de esa tribu tiene muy pocas posibilidades. Constantemente percibe las recelosas miradas de esos salvajes sobre su persona. No los culpa. Su apariencia de macho sin pelo, sin fuerza bruta, que no le falta un diente -lo cual sólo les pasa a los niños de tres años-, sin cicatrices, sin agresividad, que en lugar de defecar en la cueva lo hace atrás de un árbol, que en lugar de atacar dinosaurios utiliza las puntas de las lanzas para sacarse la mugre de las uñas, que en lugar de comerse los mocos se suena con los dedos de una mano mientras con la otra se cubre para que nadie lo vea, y que para colmo no fornica con las mujeres de la tribu, es altamente sospechosa. Todos lo rechazan.

Sólo hay una mujer que se siente atraída hacia él y nadie entiende por qué. La razón es que ella fue la única que presenció el aterrizaje de la nave espacial que trajo a Rodrigo a Korma. La vio descender de los cielos entre fuego y truenos. Rodrigo bajó del extraño aparato desnudo y confundido. Para ella, la nave era como un vientre flotante que dio a luz a ese hombre. Considera a Rodrigo como a un Dios nacido de las estrellas. Más de una vez le ha salvado la vida, luchando como fiera contra los demás hombres del clan por defenderlo. No encuentra forma de mostrarle su agrado. A veces se acuesta frente a él y abre sus peludas piernas esperando que él le salte encima, tal y como lo hacen los demás primitivos ante la misma provocación. Pero Rodrigo ha fingido ceguera y de ahí no ha pasado la cosa. Sin embargo, la primitiva no ha perdido la fe y piensa que ahora que su Dios está herido tiene su gran oportunidad. Se acuesta a sus pies y con ternura le empieza a lamer las heridas que Rodrigo sufrió durante su huida. Rodrigo abre los ojos e intenta retirar los pies, pero sus músculos no lo obedecen. A los pocos segundos se da cuenta que es muy refrescante la sensación que proporciona la lengua húmeda al entrar en contacto con las ardientes heridas de sus pies. Se siente tan reconfortado que, haciendo a un lado la resistencia, cierra los ojos y se deja querer. Poco a poco la primitiva va subiendo por las piernas con gran intensidad. Ahora le está lamiendo las pantorrillas. A veces tiene que suspender su labor para retirar las espinas que Rodrigo trae clavadas. Luego continúa hacia las rodillas, luego se detiene largo rato en los muslos -donde por cierto no tiene ninguna herida- y finalmente llega a su objetivo principal: la entrepierna. La salvaje se pasa con lujuria la lengua por los labios antes de continuar con su samaritana labor. Rodrigo se preocupa. Sabe muy bien lo que quiere esa horrorosa mujer de pelo en pecho, que huele a diablos, que tiene mal aliento, y que menea lascivamente las caderas. Lo que ella piensa obtener es lo mismo que Rodrigo ha venido evitando desde el principio.

Afortunadamente, otro primitivo no había perdido detalle de lo que pasaba entre ellos. Sus ojos no se habían despegado un segundo del trasero al aire de la mujer. La posición cuadrúpeda en que se encontraba lo hacía altamente apetecible. Y sin pensarlo dos veces, la toma por las caderas y empieza a fornicar con ella. Ella protesta con un gruñido. Como respuesta recibe un mazazo en la cabeza que la somete. Rodrigo está agradecido de que el macho haya entrado al quite, pero le molestan los modos. Además, como ella le ha salvado la vida en muchas ocasiones, se siente obligado a corresponderle. Sin saber de dónde, obtiene fuerzas para levantarse y jalar al macho. El macho, enfurecido, le pone una primitiva golpiza que lo deja peor que si lo hubiera masticado un dinosaurio. ¡Eso era lo último que le faltaba! Rodrigo no puede más y llora de impotencia. ¿Qué hizo para merecer ese castigo? ¿Qué crimen estaba pagando? Todos lo miran con extrañeza. Su actitud desilusionó hasta a la primitiva que tanto lo admiraba. Y a partir de ese momento fue unánimemente repudiado por marica.

Cinco

El aerófono del doctor Diez no le permitió la entrada a Azucena. Eso era un indicio de que el doctor estaba ocupado con algún paciente y lo había dejado bloqueado. A Azucena, entonces, no le quedó otra que pasar primero a su oficina para desde ahí llamar a su vecino de consultorio y hacer una cita como era debido. Realmente no estuvo nada bien que ella hubiera marcado directamente el número aerofónico del doctor. Era una tremenda falta de educación presentarse en medio de una casa u oficina sin haberse anunciado con anterioridad, pero Azucena estaba tan desesperada que pasaba por alto esas mínimas reglas de cortesía. Claro que para eso estaba la tecnología, para impedir que se olvidaran las buenas costumbres. Azucena, pues, se vio forzada a comportarse de una manera civilizada. Mientras esperaba que se abriera la puerta de su oficina, pensó que no había mal que por bien no viniera, pues hacía una semana que no se presentaba en su consultorio y de seguro tendría infinidad de llamadas de todos los pacientes a los que había abandonado.

Lo primero que escuchó en cuanto la puerta del aerófono se abrió fue un «¡Qué poca!» colectivo. Azucena se sorprendió de entrada, pero luego se apenó enormemente. Sus plantas habían pasado siete días sin agua y tenían todo el derecho de recibirla de esa manera. Azucena acostumbraba dejarlas conectadas al plantoparlante, una computadora que traducía en palabras sus emisiones eléctricas, pues le encantaba llegar al trabajo y que sus plantas le dieran la bienvenida.

Generalmente, sus plantas eran de lo más decentes y cariñosas. Es más, nunca antes la habían insultado. Ahora, Azucena no se lo recriminaba; si alguien sabía la rabia que daba que la dejaran plantada, era ella. De inmediato les puso agua. Mientras lo hacía, les pidió mil disculpas, les cantó y las acarició como si ella misma fuera la que se estuviera consolando. Las plantas se calmaron y empezaron a ronronear de gusto.

Azucena, entonces, procedió a escuchar sus mensajes aerofónicos. El más desesperado era el de un muchacho que era la reencarnación de Hugo Sánchez, un famoso futbolista del siglo XX. A partir del 2200, el muchacho, que nuevamente era futbolista, formaba parte de la selección terrenal. Próximamente se iba a celebrar el campeonato interplanetario de fútbol y se esperaba que diera una muy buena actuación. Lo que pasaba era que sus experiencias como Hugo Sánchez lo tenían muy traumado; sus compatriotas lo habían envidiado demasiado y le habían hecho la vida de cuadritos. Por más que Azucena había trabajado con él en varias sesiones de astroanálisis, no había podido borrarle del todo la amarga experiencia que tuvo cuando no lo dejaron jugar en el campeonato mundial de 1994. La siguiente llamada era de la esposa del muchacho, que en su vida pasada había sido el doctor Mejía Barón, el entrenador que no dejó jugar a Hugo Sánchez. Los habían puesto en esta vida juntos para que aprendieran a amarse, pero Hugo no la perdonaba y cada vez que podía le ponía unas soberanas palizas. La mujer ya no podía más; le suplicaba a Azucena que la ayudara o de lo contrario estaba decidida a suicidarse. También había varias llamadas del entrenador del muchacho. El partido Tierra-Venus estaba a la vuelta de la esquina y quería alinear a su jugador estrella. Azucena pensó que lo mejor era darle al entrenador el nombre de otro de sus pacientes, que era la reencarnación de Pelé. Ella no estaba en condiciones de atender a nadie en esos momentos. Le daba mucha pena, pero ni modo, así era la cosa. Para poder trabajar como astroanalista uno necesita estar muy limpio de emociones negativas, y Azucena no lo estaba.

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