«¿Donde estás?», preguntó en silencio. «¿Dónde estás, alma de las cosas, esencia de lo visible, eternidad de las estrellas? ¿Dónde puedo buscarte para encontrarte, si estás prohibida, si te han desaparecido, si te han arrancado de nuestra fe, si han intentado borrarte de nuestra memoria?»
Al mismo tiempo que formulaba sus preguntas, obtuvo las respuestas. Era como si en verdad, al momento de pensar en ella, hubiera entrado en comunicación con Tonantzin. Escuchó dentro de su mente que la esencia de Tonantzin había regresado al fondo del espejo, al fondo del agua, para también renovarse. Ella también lo requería. En lo más profundo de la tierra había deshecho su mirada, su palabra, su tacto, su fuerza. Ahora era viento, agua, fuego, tierra contenida en una semilla que pronto iba a aparecer pero con nuevos ropajes, nueva forma. Surgiría de los sueños, de los deseos, de las voces que la reclamaban, que la recordaban. Aparecería cuando su pueblo despertara del sueño de muerte en el que estaba sumido, del sueño engañoso que los hacía creer que el reflejo de su cuerpo se había borrado en el cielo. Cuando ellos recuperaran su fe en las fuerzas de la naturaleza, de la creación, podrían pintar con ella su espíritu. Aparecería arropada por los rayos del sol, sostenida por la luna, en medio del aire, temblando en el viento, con una forma nueva, ya que la transformación del hombre, la transformación del mundo, es la transformación del universo. Los mexícas habían cambiado, los dioses, también.
«Cambiarán de forma nuestros ritos, será otro nuestro lenguaje, otras nuestras oraciones, distinta nuestra comunicación», le dijo Tonantzin, «pero los dioses antiguos, los inamovibles, los del cerca y del junto, los que no tienen principio ni fin, no cambiarían más que de forma».
Después de escuchar estas palabras, Malinalli sintió que el aire se perfumaba, haciendo evidente la presencia de lo sagrado. Fue en la quietud de su mente que pudo establecer contacto con Tonantzin y de la misma manera que se dirigió respetuosamente a ella:
– A ti, silencio de la mañana, perfume del pensamiento, corazón del deseo, intención luminosa de la creación, a ti, que levantas las caricias en flores, y que eres la luz de la esperanza, el secreto de los labios, el diseño de lo visible, a ti te encargo lo que amo, te encargo a mis hijos, que nacieron del amor que no tiene carne, que nacieron del amor que no tiene principio, que nacieron de lo noble, de lo bello, de lo sagrado, a ti que eres una con ellos, te los entrego para que estés en su mente, para que dirijas sus pisadas, para que habites en sus palabras, para que nunca los enfermen sus sentimientos, para que no pierdan el deseo de vivir. A ti, madrecita, te pido que seas su reflejo, para que al verte, se sientan orgullosos. Ellos, que no pertenecen ni a mi mundo ni al de los españoles. Ellos, que son la mezcla de todas las sangres -la ibérica, la africana, la romana, la goda, la sangre indígena y la sangre del medio oriente-, ellos, que junto con todos los que están naciendo, son el nuevo recipiente para que el verdadero pensamiento de Cristo-Quetzalcóatl se instale nuevamente en los corazones y proyecte al mundo su luz, ¡que nunca tengan miedo! ¡que nunca se sientan solos! Preséntate ante ellos con tu collar de jade, con tus plumas de quetzal, con tu manto de estrellas, para que puedan reconocerte, para que sientan tu presencia. Protégelos de las enfermedades, haz que el viento y las nubes barran todo peligro, todo mal que los acose. No permitas que se miren en un negro espejo que les diga que son inferiores, que no valen y acepten el maltrato y la violencia como único merecimiento. Procura que no conozcan la traición ni el odio ni el poder ni la ambición. Aparécete en sus sueños para que impidas que se instale en su cabeza el sueño de la guerra, ese sueño de locura colectiva, ese doloroso infierno. Cúrales sus miedos, bórrales sus miedos, desvanece sus miedos, aleja sus miedos, ahuyenta sus miedos, borra todos sus miedos junto con los míos, madre mía. Eso es lo que te pido, gran señora. Fortalece el espíritu de la nueva raza que con nuevos ojos se mira en el espejo de la luna, para que sepa que su presencia en la tierra es una promesa cumplida del universo. Una promesa de plenitud, de vida, de redención y de amor.
Eso era México y Malinalli lo sabía. Al terminar su oración, sacó su collar de cuentas de barro -que siempre traía colgando en el pecho- con la imagen en piedra de la señora Tonantzin. Era el mismo que su abuela le había dado cuando era niña. También sacó su rosario, el que había hecho con los granos de maíz con el que años atrás le habían leído el destino, y procedió a enterrarlos. Con ellos enterraba a su madre, a su abuela, a ella misma, a todas las hijas del maíz. Le pidió a la madre Tonantzin que alimentara esos granos con el agua de su río escondido, que les permitiera dar fruto, que les permitiera ser el alimento de los nuevos seres que estaban poblando el valle del Anáhuac. Sin saber por qué, recordó a la Virgen de Guadalupe, esa virgen morena cuya imagen Jaramillo y ella tenían colgada sobre la cabecera de su cama. Era una virgen venerada en la región de Extremadura, España. Jaramillo le contó que la virgen original estaba tallada en madera negra y mostraba a la Virgen María con un Niño Dios en brazos. Jaramillo talló para ella una reproducción y mientras lo hacía, le contó que durante la conquista árabe en España, los frailes españoles, temiendo una profanación de la imagen de la Virgen María, la habían enterrado junto a las riberas del río Guadalupe -palabra que se castellanizó del árabe wad al luben- y que significaba «río escondido»; por eso, cuando años más tarde un pastor la encontró enterrada, la llamaron como al río, Virgen de Guadalupe.
Ese día Malinalli, sentada en el cerro del Tepeyac, después de enterrar su pasado, se encontró a sí misma, supo que era dios, supo que era eterna y que iba a morir. También lo que daba vida moría. Se encontraba en lo más alto del cerro. El viento sopló de tal manera que casi derribó a los árboles. Las hojas se desprendieron llenando de musicalidad sus oídos. El sonido del viento se hizo evidente. Malinalli sintió la fuerza del viento en su rostro, en su cabello, en todo su cuerpo y el corazón del cielo se abrió para ella.
La muerte no la espantaba, todo a su alrededor le hablaba de cambio, de transformación, de renacimiento. Tenochtitlan había muerto y en su lugar se edificaba una nueva ciudad que estaba dejando de ser espejo para convertirse en tierra, en piedra. Cortés estaba dejando de ser el conquistador para convertirse en el marqués del Valle de Oaxaca. Y ella pronto iba a experimentar su última transformación. Lo aceptaba con gusto. Sabía que nunca dejaría de pertenecer al universo, cambiaría de forma, pero seguiría existiendo, estaría en el agua de la fuente donde sus hijos jugaban, en las estrellas que Jaramillo veía por las noches, en las tortillas de maíz que a diario todos ellos comían, en el viento que sostenía a los colibríes que danzaban sobre sus nardos. Existiría en las calles de la nueva ciudad, en lo que fue el mercado de Tlatelolco, en el bosque de Chapultepec, en el sonido de los tambores, de los caracoles, en la nieve de los volcanes, en el sol, en la luna.
Malinalli, sentada y en silencio, se hizo una con el fuego, con el agua, con la tierra, se disolvió en el viento, supo que estaba en todo y en nada. No había nada que la contuviera, que la hiciera sufrir. No había dolor, ni rencor, sólo el infinito. Permaneció en ese estado hasta que los pájaros le anunciaron que se estaban llevando la tarde entre sus plumas.
Cuando Malinalli regresó al lado de su esposo y sus hijos, parecía diferente. Irradiaba paz. Los abrazó fuertemente, los besó, jugó con sus hijos antes de llevarlos a dormir. Hizo el amor con su esposo toda la noche. Luego, salió al patio y a la luz de la luna y con la ayuda de una antorcha, con sol y luna, intentó plasmar en una imagen la experiencia de ese mágico día. Abrió su códice y en la última página pintó a la señora Tonantzin luminosa, protectora, cubriendo con su manto la casa donde su familia dormía. Luego, lavó un pincel en una de las fuentes del patio.
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