– Vuelve a la razón, Marina. No permitas que tus sentimientos envenenen el sentido de nuestras vidas y acepta que tu misión es simplemente ser mi lengua. No vuelvas a interrumpir mis pensamientos con tus necedades. No se te ocurra repetir la estupidez de tus lamentos. No distraigas mi tiempo. Dedícate a obedecer y agradece lo que he hecho por ti, ¡porque es más grande que tu vida!
Dicho esto, se alejó de ella sin mirarla siquiera y caminó hacia el campamento con la intensidad de la irritación. Entonces, como si la naturaleza fuera cómplice del sentimiento de Malinalli, como si la naturaleza comprendiera la ley de sus palabras, el viento sopló de manera casi sobrenatural, se hizo inmediatamente de noche, las nubes cubrieron al sol y la lluvia toda se confundió con sus lágrimas.
Esa noche, Cortés bebió hasta embriagarse.
Había bebido para huir de sí mismo, para huir de las palabras que horas antes había pronunciado Malinalli. Para huir de la verdad. No quería escuchar que un hombre es sólo tránsito en la vida, que ningún hombre permanece por siempre en la tierra, que el poder es pasajero, que el tiempo todo lo desgasta. Delirante, cantaba y su desafinada voz rompía la belleza de un canto o declamaba versos en latín o trozos de poemas sueltos, sin sentido. El alcohol había modificado su conducta totalmente. De repente, cambió su actitud. Del divertimento pasó a la ira, a la violencia y gritó:
– Nadie, ¡escúchenlo bien!, nadie podrá traicionarme jamás. Ninguno de mis hombres podrá estar en mi contra, nadie intrigará sobre mi persona porque el que lo haga, el que se atreva, morirá de una manera cruel y vergonzosa. Nadie podrá estar en contra de mis pensamientos, de mi voluntad. Nadie podrá nunca contradecir mis ideas ni desviar jamás mis intuiciones. Los seres que están cerca de mí, los que me conocen, tienen que ser una sombra de mi persona, sólo así podré llevar a cabo todos mis ideales, sólo así el poder infinito de mis emociones podrá llegar a un destino feliz. ¡Escúchenlo todos! Porque si yo muero, ustedes también.
En ese momento se quedó mirando a Malinalli, que había observado toda esta transformación y locura de Cortés. En verdad, en esos momentos daba miedo; se mostraba como un ser irrefrenable, frenético. Parecía que su mente se incendiaba con cada trago de alcohol que bebía. El aguardiente hacía estragos en su sangre. Lo habitaban el deseo de grandeza y una venganza desconocida que parecía provenir de unos genes equivocados, que lo obligaban a convertir al mundo en un lugar de combate y de muerte. Esa sensación de venganza y de ira estaba incrustada en el corazón y en la sangre de Cortés, como si alguna herida supurante surgiera de su rencor y diseñara todos sus pensamientos.
Malinalli sintió miedo y la invadió una sensación de desconsuelo. El alcohol era mal compañero del hombre y los dioses. A Quetzalcóatl lo había trastornado de tal forma que había sido capaz de fornicar con su hermana, y se decía que Cortés, bajo la influencia del alcohol, había estrangulado a su esposa. ¡Ese hombre era capaz de asesinar! Un sentimiento trágico circuló por su sangre y le advirtió del peligro que corría, pero al mismo tiempo le suministró la serenidad para simular calma en medio de la guerra. Cortés la jaló hacia él y le dijo en voz baja:
– Querías dejar de ser esclava, ¿verdad? Pues te voy a dar gusto, te voy a convertir en señora, pero no en mi señora. Estarás cerca de mí, pero no estaremos juntos. Tu sangre y mi sangre crearon una sangre nueva que nos pertenece a ambos, pero ahora tu sangre se mezclará con otro. Yo seguiré siendo tu señor, pero tú nunca serás mi señora.
En ese momento, un grito descomunal salió de la garganta de Cortés:
– Jaramilloooo! Ven para acá, fiel soldado.
Jaramillo obedeció y, en cuanto lo tuvo cerca, Cortés le tomó la mano y la colocó a la altura del corazón de Malinalli. Jaramillo, apenado, trató de retirarla, pero Cortés se la sostuvo con firmeza mientras le decía:
– Acércate a esta mujer, siente su corazón, su tacto, su cabello, porque ella, a partir de hoy, es tuya. Toma esta mujer para saciar tus deseos en ella y para ver si así puedes ser yo -dijo riendo exagerada y falsamente.
Cortés eligió a Jaramillo para desposarlo con Malinalli porque, aparte de ser uno de sus hombres más preciados, era en quien más confianza tenía. Quería atar a Malinalli con Jaramillo por dos razones: para atar a Jaramillo a su voluntad y para tratar a Malinalli desde una distancia más racional, menos emotiva. De tal manera podría sacar el mejor provecho de aquella mujer sorprendentemente inteligente e imprescindible para sus planes.
Jaramillo encajó en Cortés una mirada sorprendida e incrédula. No sabía si le estaba jugando una broma; si lo que decía correspondía a un momento de embriaguez, de delirio o si se burlaba de su persona. En su mirada había incertidumbre y en su corazón alegría.
Trató de desviar la mirada para que Cortés no se diera cuenta de que Malinalli era la mujer que había anhelado, desde aquel día lejano, a orillas del río, cuando Cortés la penetrara por vez primera. Esa mujer que ahora le ofrecía era la que infinidad de veces había calentado sus pensamientos, la mujer que siempre había deseado tener desnuda entre sus brazos. Sin embargo, Jaramillo llevó a Cortés aparte, para preguntarle:
– Hernán, ¿qué es lo que pretendes? ¿Por qué me haces señor de Marina?
– Jaramillo, no te mientas a ti mismo -respondió Cortés-. Durante años, meses y días Marina ha aparecido en tus sueños. Ya eres su esposo desde que piensas insistentemente en ella. Eres mi amigo y te regalo tu deseo a cambio de que le des a Marina un nombre, un estatus y le brindes protección a mi hijo. Ésta es la mayor encomienda que te encargo, la misión más grande que puedo depositar en tus manos. Jaramillo, ayúdame a hacer historia.
Después, todos fueron testigos de la boda de Jaramillo y Malinalli.
Esa misma improvisada noche de bodas, Jaramillo -para entonces ya embriagado y lleno de deseos- la penetró una y otra vez. Bebió sus pechos, besó su piel, se sumergió en su persona, vació en Malinalli todo su ser y se quedó dormido.
Cortés, totalmente ebrio, dormía a pierna suelta. Parecía un muerto, que en su inconciencia aún no se daba cuenta de que se había arrancado una buena parte de sí mismo. La única que estaba despierta era Malinalli. La mantenía alerta el deseo de prenderse fuego, de evaporarse, de volverse estrella, de fundirse con el sol, tal y como lo había hecho Quetzalcóatl. Anhelaba dejar de ser ella misma, volar, ser parte de todo y de nada, no ver, no oír, no sentir, no saber, pero, sobre todo, no recordar. Se sentía humillada, triste, sola y no hallaba cómo sacar la frustración de su ser, como lanzar al viento su dolor, como cambiar su decisión de estar presente en el mundo.
Pensó en los momentos en que la boca de Cortés y su boca fueron una sola boca y el pensamiento de Cortés y su lengua una sola idea, un universo nuevo. La lengua los había unido y la lengua los separaba. La lengua era la culpable de todo. Malinalli había destruido el imperio de Moctezuma con su lengua. Gracias a sus palabras, Cortés se había hecho con aliados que aseguraron su conquista. Decidió entonces castigar el instrumento que había creado ese universo.
De noche, atravesó parte de la vegetación, hasta encontrar un maguey del cual extrajo una espina y con ella se perforó la lengua. Empezó a escupir la sangre como si así pudiese expulsar de su mente el veneno, de su cuerpo la vergüenza y de su corazón la herida.
A partir de esa noche, su lengua no volvería a ser la misma. No crearía maravillas en el aire ni universos en el oído. No volvería a ser jamás instrumento de ninguna conquista. Ni ordenaría pensamientos. Ni explicaría la historia. Su lengua estaba bifurcada y rota, ya no era instrumento de la mente.
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