Laura Esquivel - Malinche

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Malinche sirve a Laura Esquivel para construir una ventana en la que el lector se asoma a la forma de ver el mundo de los pueblos indígenas, ``a un pasado que debemos reintegrar en nuestras vidas, porque los mexicanos preferimos regodearnos en la idea de que somos producto de un abuso, y este concepto de que somos abusables, conquistables o de que no hay salida, nos hace caer una y otra vez en manos de gente que no nos gobierna como merecemos, que no nos procura un bienestar. La prueba es que no han sido capaces de respetar los Acuerdos de San Andrés`, afirma la narradora en entrevista con La Jornada.
En su nueva novela, añade, intenta ``comprender mucho mejor el proceso de la conquista y por qué no hemos podido superarlo. Y es que, como nación, tenemos un nudo atorado que tiene que ver con la integración de esa visión del mundo que acepta un orden cósmico. Una parte de la profunda espiritualidad de los pueblos indígenas se basa en ello, en presencias y deidades, donde el agua, el fuego y el aire hablan, nos dicen cosas.

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Ella nunca antes había experimentado la sensación que generaba estar al mando. Pronto aprendió que aquel que maneja la información, los significados, adquiere poder, y descubrió que al traducir, ella dominaba la situación y no sólo eso, sino que la palabra podía ser un arma. La mejor de las armas. La palabra viajaba con la velocidad de un rayo. Atravesaba valles, montañas, mares, llevando la información deseada tanto a monarcas como a vasallos; creando miedo o esperanza, estableciendo alianzas, eliminando enemigos, cambiando el rumbo de los acontecimientos. La palabra era un guerrero, un guerrero sagrado, un caballero águila o un simple mercenario. En caso de tener un carácter divino, la palabra convertía el espacio vacío de la boca en el centro de la Creación y repetía en ella el mismo acto con el que el universo se había originado al unir el principio femenino y el masculino en uno solo.

Malinalli pensaba que para que la vida surja, para que estos dos principios se mantengan unidos, debe instalarse dentro de un espacio circular que los resguarde, que los arrope, ya que las formas redondas eran las que mejor protegían lo creado, debido a que lo encierran; las puntiagudas, por el contrario, abren, separan. La boca, como principio femenino, como espacio vacío, como cavidad, era el mejor lugar para que las palabras se generaran y la lengua, principio masculino, puntiaguda, afilada, fálica, era la indicada para introducir la palabra creada, ese universo de información, en otras mentes, para que ahí fecundara.

¿Qué iba a fecundar? Ésa era la gran incógnita. Malinalli estaba convencida de que sólo había dos posibilidades: unión o separación, creación o destrucción, amor u odio, y que el resultado estaba determinado por «la lengua», o sea, por ella misma. Ella tenía el poder de lograr que sus palabras incluyeran a los otros dentro de un mismo propósito, que los arroparan, que los cobijaran o los excluyeran, los convirtieran en oponentes, en seres separados por ideas irreconciliables, en seres solitarios, aislados, desamparados, tal como ella, quien, en su calidad de esclava, por años había sentido lo que significaba vivir sin voz, sin ser tomada en cuenta e impedida para cualquier toma de decisiones.

Pero ese tiempo pasado parecía estar muy lejos. Ella, la esclava que en silencio recibía órdenes, ella, que no podía ni mirar directo a los ojos de los hombres, ahora tenía voz, y los hombres, mirándola a los ojos, esperaban atentos lo que su boca pronunciara. Ella, a quien varias veces habían regalado, ella, de la que tantas veces se habían deshecho, ahora era necesitada, valorada, igual o más que una cuenta de cacao.

Desgraciadamente, esa posición de privilegio era muy inestable. En un segundo podía cambiar. Incluso su vida corría peligro. Sólo el triunfo de los españoles le garantizaba su libertad, por lo que no había tenido empacho en afirmar varias veces con palabras veladas que en verdad los españoles eran enviados del señor Quetzalcóatl y no sólo eso, sino que Cortés mismo era la encarnación del venerado dios.

Ahora ella podía decidir qué se decía y qué se callaba. Qué se afirmaba y qué se negaba. Qué se daba a conocer y qué se mantenía en secreto, y en ese momento ése era su principal problema. No sólo se trataba de decir o no decir o de sustituir un nombre por otro, sino que al hacerlo se corría el riesgo de cambiar el significado de las cosas. Al traducir, Malinalli podía cambiar los significados e imponer su propia visión de los hechos y, al hacerlo, entraba en franca competencia con los dioses, lo cual la aterrorizaba. Como consecuencia de su atrevimiento, los dioses podían molestarse con ella y castigarla, y eso definitivamente le daba miedo. Podía evitar este sentimiento traduciendo lo más apegada posible al significado de las palabras, pero si los mexicas en determinado momento llegaban a dudar -tal como ella- que los españoles eran enviados de Quetzalcóatl, ella sería aniquilada junto con éstos en un abrir y cerrar de ojos.

Así que se encontraba en una situación de lo más delicada: o trataba de servir a los dioses y ser fiel al significado que ellos le habían dado al mundo o seguía sus propios instintos, los más terrenales y primarios, y se aseguraba de que cada palabra y cada acto adquiriera el significado que a ella le convenía.

Lo segundo obviamente era un golpe de estado a los dioses y el temor a su reacción la llenaba de miedos y culpas, pero no veía otra alternativa por ningún lado.

Los miedos y las culpas de Malinalli eran iguales o más poderosos que los de Moctezuma, quien, lleno de temor, llorando y temblando, esperaba el castigo de los dioses porque los mexicas, tiempo atrás, habían destruido Tula y en ese sitio sagrado, dedicado a Quetzalcóatl, habían practicado sacrificios humanos. Antes, en la Tula tolteca, no había necesidad de ellos. Bastaba que Quetzalcóatl encendiera el Fuego Nuevo y acompañara al sol en su trayecto por la bóveda celeste para mantener un equilibrio en el cosmos. Antes de los mexicas, el sol no se alimentaba de sangre humana, no la pedía, no la exigía.

La enorme culpa que Moctezuma cargaba sobre sus espaldas lo hacía no sólo creer que había llegado la hora de pagar sus deudas sino que la llegada de los españoles marcaba el fin de su imperio. Malinalli podía impedir que esto sucediera, podía proclamar que los españoles no eran enviados de Quetzalcóatl y en un segundo serían destruidos…, pero ella sería asesinada junto a ellos, y no quería morir como esclava. Tenía muchos deseos de vivir en libertad, de dejar de pasar de mano *n mano, de llevar una vida errante.

No había vuelta atrás, no había manera de salir ilesa. Conocía perfectamente la crueldad de Moctezuma y sabía que si los españoles resultaban perdedores en su empresa, ella estaba condenada a la muerte. Ante esta alternativa, ¡por supuesto que prefería que los españoles triunfaran! Y si para asegurar su triunfo tenía que mantener viva la idea de que eran dioses venidos del mar, así lo iba a hacer, aunque ya no estuviera tan convencida de tal cosa. La ilusión de algún día poder hacer lo que se le viniera en gana, casarse con quien ella quisiera y tener hijos sin el temor de que fuesen tomados como esclavos o destinados al sacrificio era lo suficientemente atractiva como para no dar un paso atrás. Lo que más deseaba era tener un trozo de tierra que le perteneciera y en donde pudiera sembrar sus granos de maíz, los que siempre cargaba con ella y que habían sido parte de la milpa de la abuela. Si los españoles podían lograr que sus sueños se cristalizaran valía la pena ayudarlos.

Claro que eso no le quitaba la culpa ni le aclaraba lo que debía decir o lo que debía callar. ¿Qué tan válido era defender la vida a base de mentiras? ¿Y quién le aseguraba que eran mentiras? Quizá estaba siendo injusta en sus juicios. Tal vez los españoles sí eran enviados de Quetzalcóatl y era su obligación colaborar con ellos hasta la muerte, compartiendo la información privilegiada que había obtenido de boca de una mujer de Cholula. A dicha mujer le había encantado el carácter desenvuelto de Malinalli, su belleza y su fortaleza física, para que fuera la esposa de su hijo. Con la intención de salvarle la vida, le había confiado que en Cholula se estaba preparando una emboscada en contra de los españoles. El plan era apresarlos, envolviéndolos en hamacas, y luego llevarlos vivos a Tenochtitlan. La mujer le recomendó a Malinalli que saliera de la ciudad antes de que esto sucediera y que posteriormente podría casarse con su hijo.

Malinalli, ahora, tenía la responsabilidad de decidir si compartía esta información con los españoles o no. Cholula era un lugar sagrado. Era el lugar en donde se encontraba uno de los templos de Quetzalcóatl. La defensa o el ataque de Cholula significaban la defensa o el ataque de Quetzalcóatl. Y Malinalli se sentía más confundida que nunca. De lo único que estaba segura era de que necesitaba silencio para aclarar la mente.

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