Laura Esquivel - Malinche

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Malinche sirve a Laura Esquivel para construir una ventana en la que el lector se asoma a la forma de ver el mundo de los pueblos indígenas, ``a un pasado que debemos reintegrar en nuestras vidas, porque los mexicanos preferimos regodearnos en la idea de que somos producto de un abuso, y este concepto de que somos abusables, conquistables o de que no hay salida, nos hace caer una y otra vez en manos de gente que no nos gobierna como merecemos, que no nos procura un bienestar. La prueba es que no han sido capaces de respetar los Acuerdos de San Andrés`, afirma la narradora en entrevista con La Jornada.
En su nueva novela, añade, intenta ``comprender mucho mejor el proceso de la conquista y por qué no hemos podido superarlo. Y es que, como nación, tenemos un nudo atorado que tiene que ver con la integración de esa visión del mundo que acepta un orden cósmico. Una parte de la profunda espiritualidad de los pueblos indígenas se basa en ello, en presencias y deidades, donde el agua, el fuego y el aire hablan, nos dicen cosas.

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Ahora, iniciando una nueva vida, encendiendo un nuevo fuego al lado de sus nuevos dueños, se sentía feliz.

Hasta el momento, todo había salido como ella lo esperaba. Quería creer que el tiempo de lágrimas había quedado atrás. Sentía una renovación interna. Los pocos días que habían pasado desde que llegó al campamento de los españoles habían sido inolvidables. Nunca se había sentido amenazada o insegura. Claro que no había llegado sola, y no precisamente por venir acompañada por otras diecinueve mujeres esclavas, sino porque había llegado arropada de su pasado. El familiar. El personal. El cósmico. En su cuello llevaba el collar de jade que había pertenecido a su abuela. En sus tobillos, cascabeles. Cubriendo su cuerpo, un huípil tejido por ella misma y bordado con plumas de aves preciosas que representaban una escalera al cielo por donde ella subiría para reencontrarse con la abuela.

Cuatro.

Malinalli lavaba ropa en un río, en las afueras de Cholula. Estaba molesta. Había mucho ruido. Demasiado. No sólo el que hacían sus manos al frotar y enjuagar la ropa en el agua, sino el que había en el interior de su cabeza.

lodo el ambiente le hablaba de agitación. El río donde lavaba la ropa cargaba de musicalidad el lugar por la fuerza con la que sus aguas chocaban contra las piedras. A este sonido había que agregarle el de las aves que alborotaban como nunca, el de las ranas, los grillos, los perros y los mismos españoles, los nuevos habitantes de estas tierras, que contribuían con el escandaloso sonido de sus armaduras, de sus cañones y de sus arcabuces. A Malinalli le urgía el silencio, la calma. Decía el Popol Vuh -el libro sagrado de sus mayores- que cuando todo estaba en silencio, en completa calma, en la oscuridad de la noche, en la oscuridad de la luz, es que surgía la creación.

Malinalli necesitaba de ese silencio para crear nuevas y sonoras palabras. Las palabras justas, las que fuesen necesarias.

Hacía poco, había dejado de servir a Portocarrero, su señor, pues Cortés la había nombrado «la lengua», la que traducía lo que él decía al idioma náhuatl y lo que los enviados de Moctezuma hablaban del náhuatl al español. Si bien era cierto que Malinalli había aprendido español a una velocidad extraordinaria, de ninguna manera podía decirse que lo dominara por completo. Con frecuencia tenía que recurrir a Aguilar para que la ayudara a traducir correctamente y lograr que lo que ella decía cobrara sentido tanto en las mentes de los españoles como de los mexicas.

Ser «la lengua» era una enorme responsabilidad. No quería errar, no quería equivocarse y no veía cómo no hacerlo, pues era muy difícil traducir de una lengua a otra conceptos complicados. Ella sentía que cada vez que pronunciaba una palabra uno viajaba en la memoria cientos de generaciones atrás. Cuando uno nombraba a Ometéotl, el creador de la dualidad Ometecihtli y Omecíhuatl, el principio masculino y femenino, uno se instalaba en el momento mismo de la Creación. Ése era el poder de la palabra hablada.

Luego entonces, ¿cómo encerrar en una sola palabra a Ometéotl, el que no tiene forma, el señor que no nace y no

muere, a quien el agua no lo puede mojar, el fuego no lo puede quemar, el viento no lo puede mover de lugar y la tierra no lo puede cubrir? Imposible. Lo mismo parecía sucederle a Cortés, quien no lograba hacerla entender ciertos conceptos de su religión. El día en que Malinalli le preguntó cuál era el nombre de la esposa de su dios, Cortés respondió:

– Dios no tiene esposa.

– No puede ser.

– ¿Por qué no?

– Porque sin vientre, sin oscuridad, no puede surgir la luz, la vida. Es en lo más profundo que la madre tierra produce las piedras preciosas, y es en la oscuridad del vientre donde toman forma humana los hombres y los dioses. Sin vientre no hay dios.

Cortés miró a Malinalli fijamente y vio en el abismo de sus ojos la luz. Fue un momento de intensa conexión entre ellos; sin embargo, Cortés cambió de rumbo su mirada, se desconectó bruscamente de ella pues le dio miedo esa sensación de complicidad, de pertenencia, y enseguida intentó dar por terminada la conversación entre ellos, pues aparte de todo, le parecía muy extraño hablar de cuestiones religiosas con ella. A fin de cuentas, no era más que una india a su servicio.

– ¡Qué puedes saber tú de Dios! Tus dioses exigen toda la sangre del mundo para existir; en cambio a nosotros Dios nos la entrega en cada comunión. Nosotros bebemos su sangre.

Malinalli no entendió del todo las palabras que Cortés acababa de pronunciar. Lo que ella quería escuchar, y lo que su cerebro quería interpretar, era que el dios de los españoles era un dios líquido, pues era en la sangre, en el secreto de la carne, en el secreto del amor, donde estaba contenida la eternidad del universo, y ella quería creer en una divinidad así.

– ¿Entonces tu dios es líquido? -preguntó entusiasmada Malinalli.

– ¿Líquido?

– Sí, ¿no dices que está en la sangre que les da?

– ¡Que sí, mujer! Pero ahora respóndeme tú, ¿tus dioses te entregan la sangre?

– No.

– ¡Ala! Entonces, a no creer en ellos. Malinalli le respondió con lágrimas en los ojos.

– Yo no creo en que haya que entregar la sangre. Creo en tu dios líquido, me gusta que sea un dios siempre derramado y que se manifieste hasta en mis lágrimas. Me gusta que sea severo, rígido, justo. Que su ira pueda desaparecer o crear el universo en un día. Pero no puede hacerlo sin agua; ni sin vientre. Para que la flor y el canto sean, se necesita agua; en ella surgen las palabras y la materia toma forma. Hay vida que nace sin vientre, pero no permanece mucho sobre la tierra; en cambio, lo que se genera en la oscuridad, en lo profundo de las cuevas, como las piedras preciosas o el oro, dura más. Dicen que hay un lugar del otro lado del mar en donde existen las montañas más altas, y ahí nuestra madre tierra tiene mucha, mucha agua, para fecundar la tierra, y aquí, en mi tierra, tenemos cuevas profundas y dentro de ellas se producen grandes tesoros…

– ¿En verdad? ¿Qué tesoros son ésos? ¿Dónde están tales cuevas?

Malinalli no quiso responderle. Dijo que no sabía. La interrupción le molestó. Le mostró que a Cortés no le interesaba escuchar nada de su religión, ni de sus dioses, ni de sus creencias, ni de ella misma. Le quedó claro que sólo le interesaban los tesoros materiales. Se disculpó y se fue a llorar al río.

Estas y muchas otras cosas más dificultaban el entendimiento entre ambos. Malinalli creía que la palabra coloreaba la memoria, sembraba imágenes cada vez que designaba un nombre. Y así como surgían flores en el campo cuando recibían agua de lluvia, aquello que se sembraba en la mente daba frutos cada vez que la palabra humedecida por la saliva de la boca la nombraba. Por ejemplo, la idea de un dios verdadero, eterno, que los españoles pregonaban, dio fruto en su mente, porque con anterioridad había sido sembrada en ella por sus antepasados. De ellos también aprendió que las cosas existían cuando se las nombraba, cuando se las humedecía, cuando se las pintaba. Consideraba que la flor y el canto eran un regalo de los dioses pues era gracias a ellos que la vida existía. Dios respiraba en su palabra, daba vida a través de ella y es por ello, por obra y gracia del señor del cerca y del junto, que era posible pintar en la mente de españoles y mexicas nuevas ideas, nuevos conceptos.

Ser «la lengua» implicaba un gran compromiso espiritual, era poner todo su ser al servicio de los dioses para que su lengua fuera parte del aparato sonoro de la divinidad, para que su voz esparciera por el cosmos el sentido mismo de la existencia, pero Malinalli no se sentía preparada para ello. Muy a menudo, al hablar, se dejaba guiar por sus deseos y entonces la voz que salía de su boca no era otra que la del miedo. Miedo a no ser fiel a sus dioses, miedo a fallar, miedo a no poder con la responsabilidad y -¿por qué no?- miedo al poder. A la toma del poder.

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