El Kim le hace ver a Deng la necesidad absoluta, anteponiéndola a cualquier otra consideración, de velar por la seguridad de madame Chen: todos sus movimientos, en especial aquellos que ella quiera ocultar, deben serle comunicados inmediatamente.
– No volverá a ocurrir, se lo prometo -dice el criado-. Pero por favor no le diga a madame que se lo he dicho…
– De acuerdo, Deng. Puedes retirarte.
La rosa se marchita sobre el piano y el Kim se la queda mirando unos instantes. No le gusta nada lo ocurrido y decide pasar a la acción. Pero durante tres noches seguidas, Chen Jing no sale de casa. Recibe la visita de alguna amiga y por la noche, encerrada en su habitación, sostiene largas conversaciones por teléfono con París. Durante la mañana se ocupa muy diligentemente de cuestiones domésticas con el servicio y por la tarde pasa muchas horas leyendo en la terraza.
Sabiendo que el Kim desea adquirir un par de quimonos de seda, Charlie Wong se presenta una tarde dispuesto a llevarle a la tienda de su mujer en el viejo Shanghai, cerca del teatro Great World. Chen Jing le dice que hoy tampoco piensa salir, pero aun así el Kim da instrucciones precisas a Deng: «Si la señora sale, me llamas a la tienda de madame Wong».
Soo Lin, la mujer de Wong, lo ayuda a escoger los quimonos y se los cobra feliz y sonriente y sin hacerle el menor descuento, pero le regala otro -que después el Kim me regalará a mí, es este que llevo puesto-. Al salir de la tienda Wong le sugiere al Kim, de forma discreta e indirecta, que si alguna vez se siente solo en Shanghai y desea relajarse con una pipa de opio y disfrutar de compañía femenina en un ambiente agradable, que no dude en decírselo… El Kim agradece el ofrecimiento y lo rehúsa, pero en este mismo instante, estando los dos parados en un cruce de intenso tráfico, ve a Kruger salir de un automóvil blanco descapotado y meterse en un portal sobre el que pende un gran farol de cristal y rojas guirnaldas de papel de seda. El Kim se lo hace ver a Wong:
– ¿Este caballero tan elegante no es el célebre Omar?
– Precisamente -dice Charlie Wong-acaba de entrar ahí buscando sin duda uno de esos agradables entretenimientos que acabo de sugerirle, querido amigo.
– ¿Uno de los burdeles que él regenta?
– No. Es un fumadero de opio, aunque también…
– Espere -lo interrumpe el Kim parándose otra vez en la acera-. ¿Usted y este hombre se tratan?
– Pues… ocasionalmente -sonríe Wong con picardía-. Es una excelente persona y útil en muchos sentidos.
– ¿El local es suyo?
– Creo que sí. ¿Quiere que entremos a echar un vistazo?
– Me gustaría conocer a Omar. ¿Puede usted presentarnos?
– Por supuesto -dice Wong.
El fumadero de opio es una especie de colmena alumbrada con velas de colores en la que todo, divanes y biombos laqueados, pipas y bandejas con servicios de té, sirvientes moviéndose con sigilo y fumadores recostados, parece flotar en medio de una atmósfera turbia y perfumada que acaricia las sienes y los párpados como los dedos cálidos y sabios de una mujer. Un chino viejo les recibe ofreciéndoles acomodo y una pipa, pero Wong le dice que antes desean hablar con el señor Omar y que luego tal vez les apetezca un té… Mientras, el Kim se adelanta. Algunos clientes, echados sobre arpilleras de costado o con las manos en la nuca, gozan de un sueño profundo, otros toman té o tazas de vino caliente.
Omar Meiningen se recuesta sobre un codo en su diván, la mano en la mejilla y observando aparentemente aburrido cómo una joven china arrodillada a sus pies le prepara una pipa y la calienta en la llama de la vela.
Wong alcanza al Kim y lo presenta a Omar, que le tiende la mano cortésmente, pero sin incorporarse.
– Si desean algún servicio especial -dice Omar mirando a Wong-, no tienen más que pedirlo…
– Es usted muy amable -dice el Kim-. Sólo quería saludarle. Me han dicho que nunca se llega a conocer Shanghai si no se conoce a herr Meiningen.
– También yo tenía ganas de conocerle, señor Franch -Omar sorprende al Kim hablando un español más que correcto-. Como ve, hablo su idioma.
– Sé que vivió usted en Sudamérica unos años.
– Cierto. ¿Y qué más sabe usted de mí, señor? -sonríe el alemán-. ¿Sabe usted, por ejemplo, que le envidio? Es usted el hombre del día, o mejor dicho, de la noche. Desde que llegó a Shanghai se le ve en todas partes acompañando a la señora Chen Jing Fang. No me dirá que esto no es un raro privilegio, un regalo de la diosa fortuna.
– La verdad es que no merezco tanta suerte -dice el Kim devolviéndole la sonrisa-. Simplemente hay una antigua amistad con su marido. Le supongo a usted enterado.
Omar le mira fijamente unos segundos y luego coge la pipa que le ofrece la joven china con ambas manos.
– En ese caso -dice sin mirarle-, nuestro amigo Lévy es un hombre doblemente afortunado. A propósito, Wong, ¿cuándo iremos a Hangzhou a cazar patos?
– Cuando usted quiera -dice Wong.
– ¿Le gusta la caza, señor Franch?
– El pato no es mi debilidad -dice el Kim, y observa el refinamiento y la parsimonia de las manos del alemán manejando la pipa de opio-. Aunque, a la hora de cazar, me da igual. Creo que hay un proverbio chino que dice: No importa que el gato sea negro o blanco, lo que importa es que cace al canario.
Omar se acomoda en el diván y sonríe levemente:
– No es un canario lo que caza ese gato del proverbio, señor Franch, sino un ratón. Un vulgar ratón. Y ahora, señores, me van a disculpar… Espero verle alguna noche en mi club, señor Franch, tendré sumo gusto en invitarle a unas copas.
– No faltaré.
Después de cinco días con sus noches sin moverse de casa, un viernes muy caluroso, al acabar de cenar, Chen Jing decide ir al cine Metropol y el Kim la acompaña. Ven una película china rodada en Shanghai con actores chinos y titulada Spring River flows East, algo así como el río de la primavera fluye hacia el este. El Kim no entendió nada de lo que pasaba en la pantalla, pero fue sensible a la armonía de las miradas y a cierto perfume de los sentimientos. Al salir del cine, ella sugiere tomar algo en el Silk Hat, el elegante club nocturno donde se puede bailar bajo las estrellas y donde espera encontrar a Soo Lin con su marido y otros amigos.
Media hora después, mientras Chen Jing se instala en una mesa del Silk Hat con la mujer de Wong y rodeada de admiradores incondicionales, un amigo del grupo conduce al Kim a la barra y le presenta a un ingeniero español que lleva doce años en China trabajando para una firma inglesa de tejidos de algodón con fábricas en Hong Kong y en Shanghai. Se llama Esteban Climent Comas, es un hombre simpático y robusto, tiene la misma edad que el Kim y la sorpresa que ambos se llevan al ser presentados es mayúscula: habían estudiado los dos en la Escuela de Ingenieros Textiles de Terrassa y pertenecían a la misma promoción. El Kim quiere celebrar este encuentro y lo invita a una copa, Climent bebe martinis y anda ya por el tercero, él pide un whisky con soda y evocan los tiempos de la Escuela, luego el Kim comenta su amistad con Michel Lévy y sus expectativas de trabajo en Shanghai.
Chen Jing, sentada con sus amigos en una mesa próxima a la barra, atrae las miradas de Climent.
– Qué mujer tan extraordinaria, y qué temperamento -dice admirado-. ¿Sabías que a los dieciséis años fue violada por los japoneses y recluida en un prostíbulo de Suzhou para disfrute exclusivo de la tropa? Cuando la conocí, hace dos años, estaba loca por un capitán mercante que ahora trabaja para su marido…
– El capitán Su Tzu -dice el Kim-. Su barco me trajo a Shanghai.
– Una extraña historia. Tu amigo Lévy la arrancó literalmente de los brazos de ese marino y se casó con ella. Siempre me he preguntado cómo diablos lo consiguió.
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