Juan Marsé - El amante bilingüe
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16
Con la caja de betún en la mano, Serafín salió a escupir a la noche y de pasó miró si venía Olga. En el fondo de su alma sabía que no volvería. Si en toda su vida ninguna mujer se había portado bien con él, ¿por qué había de ser distinto esta noche con la puta de su prima? Ahora subía desde el puerto una música de fanfarria. El jorobado tenía pupas en las comisuras de la boca y se las lamía todo el rato. Normalmente, su cara de niño estaba llena de jolgorio, pero ahora sufría. Durante el día vendía lotería y tabaco por la zona que va del teatro Liceo a Colón. Ramblas arriba desfilaban carrozas alegóricas, fantasmales máscaras de cartón piedra y zancudos que tocaban el violín. Serafín levantó el parche del ojo con el dedo pulgar y miró el bullicio en el Pla de la Boqueria y la riada de gente adentrándose en la calle Sant Pau. «Ésta no vuelve», musitó con la voz carrasposa.
Desde que Olga se fue, media hora antes, no había soltado la caja de betún. Pasó del vino blanco a la barreja y ya se había bebido tres vasos. El cuarto lo derramó sobre la camisa sin querer y cojeaba un poco y tenía la joroba encaramada a su hombro izquierdo. Conforme pasaba el tiempo y Olga no aparecía, su cuerpo maltrecho se iba torciendo hacia la derecha. Volvió a entrar en el bar y dijo:
– No viene, Marés.
– Tranquilo. La habrán entretenido.
– Y un huevo. Ya me extrañaba a mí tanta chamba…
Dejó la caja de betún en el suelo, junto a la barra, restregó con la punta de la lengua las comisuras de la boca y miró a su amigo con aire de desamparo. Los dos sabían que la puta no volvería.
– Será mejor que me vaya a dormir -dijo Serafín.
Era tan grande su ilusión por salir esta noche con su prima, disfrazado de limpia ramblero, que a las diez de la mañana Marés ya le había visto deambular por el Raval con su disfraz completo, incluida la caja de betún; llevaba bajo el brazo una barra de pan, y Marés, que salía de un bar después de tomarse un café y una pasta, le vio pasar fascinado y no le dijo nada. Por una extraña alquimia de las apariencias, el disfraz hacía al jorobado más alto y apenas se le notaba la chepa ni cojeaba. Era otra persona, y Marés sintió de pronto la imperiosa necesidad de seguirle sin que se diera cuenta. No acertó a explicarse el porqué de su comportamiento; una cierta nostalgia de aquella emoción infantil de ir disfrazado por la calle, tal vez, algo que sin embargo no tenía nada que ver con los carnavales: cuando Marés era niño no se celebraba el carnaval, estaba prohibido. No sabía lo que era. Sentía un extraño deseo de ir tras él y preservarle de algún mal, quería vigilar sus andares, asistirle: como si el disfraz le otorgara por fin una identidad, Serafín caminaba de prisa y braceando, balanceando alegremente la caja de betún cogida del asa. Iba tan decidido que parecía querer dejar atrás su chepa y su torcida existencia. «¡Limpia! ¡Limpia!», gritaba. Entró en una charcutería y pidió unas lonchas de jamón, se hizo un bocadillo con la mitad de la barra y se lo comió por la calle. Marés lo siguió por las callejas del Raval, atisbándole, fascinado, sintiéndose como un autómata arrastrado por un espectro.
Ahora Serafín rindió la cabeza sobre el pecho.
– No volverá -dijo-. Me voy a dormir.
– Tómate otro vino. Es temprano -dijo Marés-. Oye, es muy bueno tu disfraz.
– La caja de betún es de verdad. -Animándose un poco, abrió la caja para que Marés viera los cepillos, los botes de crema y la gamuza-. Me lo ha prestado Jesús, que ahora trabaja en un taller de posticería. También me ha prestado la peluca y las patillas.
– Estupendo.
– Todo ha sido idea mía. -Serafín terminó su barreja de un trago, retocó su peluca de abisinio y añadió-: En Cádiz ella tenía un novio que era limpiabotas. Un hombre que se portó con ella de putamadre. El único que la quiso de verdad. Era muy alto y llevaba un parche en el ojo, como éste. ¿Comprendes? Olga siempre se está enrollando con el recuerdo de ese hombre, y pensé que le gustaría…
– Comprendo, hermano -dijo Marés-. Tienes menos cerebro que un mosquito.
Fugazmente imaginó al hombre de Cádiz, vio su ojo sano e inmisericorde posado en la chepa de Serafín. Mientras, el falso limpiabotas se miraba en el espejo del bar con ojos de conmiseración y meneando la cabeza.
– Tienes razón, joder -dijo-. No ha sido una buena idea.
– Que sí, hombre. Estás muy propio con el parche en el ojo.
– Siempre seré un mamarracho. Siempre.
Marés llamó al barman.
– Otra barreja para el amigo y otro vino para mí. Rápido.
– Yo me voy -insistió Serafín-. Olga no volverá, no me llevará a la fiesta ni vendrá a dormir a la pensión. Se acabó.
– Creo que tu disfraz le ha gustado mucho. De veras. Si ahora te da plantón, no será por eso. Además, es temprano para ir a cenar.
– Ésta ya no vuelve, seguro. ¡Maldita sea mi suerte!
Intentó arrancarse las patillas y el parche y Marés se lo impidió:
– No hagas eso. Te queda muy bien. -Y con su voz de ventrílocuo, imitando a no sabía quién y sin saber muy bien por qué, añadió-: Esta noche eres otro y debes aprovecharlo, amigo.
Serafín lo miró asombrado.
– Tendrías que hablar siempre con esa voz. Es muy romántica y seguro que a las tías les hace tilín…
El bar se estaba llenando de humo y de ruidos y empezaba a llegar gente con caretas, capuchas y antifaces. Iban por la sexta ronda de la segunda tanda y Serafín se tambaleó. Marés dijo:
– Esta noche eres otra persona, no lo olvides y lo pasarás bien.
– ¿Qué quieres decir?
– Olvídate de la furcia Olga y de su primo, ese chepa del carajo. ¿Me comprendes?
– No. Maldita sea, me voy.
– No te hagas mala sangre, no seas tonto. Conozco a una mujer rica y distinguida que se volvería loca por ti y por tus cepillos y betunes…
– ¿Sí? ¿Quién?
– Oye una cosa. ¿Sabías que yo fui limpiabotas?
– ¿Y si me presentara a la fiesta de Rosario así por las buenas?
– Te decía que yo de chaval fui limpiabotas. Sólo un verano, en el cuarenta y tres, en la plaza Lesseps.
– No te creo. Nunca has querido contarme la verdad… ¿Tú quién eres en realidad, Marés? ¿De dónde sales, con tu acordeón y tu cara de seda? ¿Es verdad que vives en Sant Just Desvern como un señor, en un pisito de lujo que pertenece a tu ex mujer?
– Vivo en un sueño que se cae a pedazos.
– Cuxot me dijo que tu ex es riquísima y que vive en una torre fantástica del Guinardó…
Marés se descolgó del taburete. «Cuxot el bocazas. Le tengo dicho que no hable de eso.»
– Te acompaño a casa, Serafín.
– La de tumbos que da la vida, ¿verdad, Marés?
– Te acompaño.
– Es el destino de la vida.
– No te aflijas, coño, no pasa nada.
– Es la mala suerte de cada uno. Estás en el bombo, te toca y te ha tocado. Y ya está.
– He dicho que te llevo a casa. Vamos.
17
En la acera sortearon un vómito azul. No es nuestro, dijo Serafín. Se deslizaban por las angostas callejas como sombras, evitando la algarabía de máscaras e imposturas. ¿Y ese favor que me ibas a pedir, Marés? Me lo pienso, chepa, ya que ahora mismo ignoro qué favor quería pedirte…» Marés piensa también en las casi dos horas que lleva esta noche a su lado. Bebiendo con él. Aguantándole. ¿Por lástima, por la putada que le ha hecho su prima? No exactamente… Ese humilde y a la vez tenebroso disfraz de limpiabotas… Serafín camina como un mono, la caja de betún balanceándose en su mano, y Marés le sigue de cerca por la estrecha acera, atisbándole como esta mañana, estudiando sus abruptos movimientos de simio, espiando esa otra identidad. Pasa entre sus piernas un gato escuálido y lento, una jeringuilla cruje bajo su zapato, una joven pareja de yonkies espera su trocito de cielo sentada en el bordillo. Sus pupilas insomnes y dilatadas escrutan la noche enmascarada.
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