Laura Esquivel - Como agua para chocolate

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Tita y Pedro se aman. Pero ella está condenada a permanecer soltera, cuidando a su madre hasta que ésta muera. Y Pedro, para estar cerca de Tita, se casa con la hermana de ella, Rosaura. Las recetas de cocina que Tita elabora puntean el paso de las estaciones de su vida, siempre marcada por la presente ausencia de Pedro. Como agua para chocolate es una agridulce comedia de amores y desencuentros, una obra chispeante, tierna y pletórica de talento, que se ha convertido en uno de los mayores éxitos de la literatura latinoamericana.

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– Como ve, todos tenemos en nuestro interior los elementos necesarios para producir fósforo. Es más, déjeme decirle algo que a nadie le he confiado. Mi abuela tenia una teoría muy interesante, decía que si bien todos nacemos con una caja de cerillos en nuestro interior, no los podemos encender solos, necesitamos, como en el experimento, oxígeno y la ayuda de una vela. Sólo que en este caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender uno de los cerillos. Por un momento nos sentiremos deslumbrados por una intensa emoción. Se producirá en nuestro interior un agradable calor que irá desapareciendo poco a poco conforme pase el tiempo, hasta que venga una nueva explosión a reavivarlo. Cada persona tiene que descubrir cuáles son sus detonadores para poder vivir, pues la combustión que se produce al encenderse uno de ellos es lo que nutre de energía el alma. En otras palabras, esta combustión es su alimento. Si uno no descubre a tiempo cuáles son sus propios detonadores, la caja de cerillos se humedece y ya nunca podremos encender un solo fósforo.

»Si eso llega a pasar el alma huye de nuestro cuerpo, camina errante por las tinieblas más profundas tratando vanamente de encontrar alimento por sí misma, ignorante de que sólo el cuerpo que ha dejado inerme, lleno de frío, es el único que podría dárselo.

¡Qué ciertas eran estas palabras! Si alguien lo sabía era ella.

Desgraciadamente, tenía que reconocer que sus cerillos estaban llenos de moho y humedad. Nadie podría volver a encender uno solo.

Lo más lamentable era que ella sí conocía cuáles eran sus detonadores, pero cada vez que había logrado encender un fósforo se lo habían apagado inexorablemente.

John, como leyéndole el pensamiento, comentó:

– Por eso hay que permanecer alejados de personas que tengan un aliento gélido. Su sola presencia podría apagar el fuego más intenso, con los resultados que ya conocemos. Mientras más distancia tomemos de estas personas, será más fácil protegernos de su soplo. -Tomando una mano de Tita entre las suyas, fácil añadió-: Hay muchas maneras de poner a secar una caja de cerillos húmeda, pero puede estar segura de que tiene remedio.

Tita dejó que unas lágrimas se deslizaran por su rostro. Con dulzura John se las secó con su pañuelo.

– Claro que también hay que poner mucho cuidado en ir encendiendo los cerillos uno a uno. Porque si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todos de un solo golpe producen un resplandor tan fuerte que ilumina más allá de lo que podemos ver normalmente y entonces ante nuestros ojos aparece un túnel esplendoroso que nos muestra el camino que olvidamos al momento de nacer y que nos llama a reencontrar nuestro perdido origen divino. El alma desea reintegrarse al lugar de donde proviene, dejando al cuerpo inerte… Desde que mi abuela murió he tratado de demostrar científicamente esta teoría. Tal vez algún día lo logre. ¿Usted qué opina?

El doctor Brown guardó silencio, para darle tiempo a Tita de comentar algo si así lo deseaba. Pero su silencio era como de piedra.

– Bueno, no quiero aburrirla con mi plática. Vamos a descansar, pero antes de irnos quisiera enseñarle un juego que mi abuela y yo practicábamos con frecuencia. Aquí pasábamos la mayor parte del día y entre juegos me transmitió todos sus conocimientos.

»Ella era una mujer muy callada, así como usted. Se sentaba frente a esa estufa, con su gran trenza cruzada sobre la cabeza; y solía adivinar lo que yo pensaba. Yo quería aprender a hacerlo, así que después de mucho insistirle me dio la primera lección. Ella escribía utilizando una sustancia invisible, y sin que yo la viera, una frase en la pared. Cuando por la noche yo veía la pared, adivinaba lo que ella había escrito. ¿Quiere que hagamos la prueba?

Con esta información Tita se enteró de que la mujer con la que tantas veces había estado era la difunta abuela de John. Ya no tenía que preguntarlo.

El doctor tomó con un lienzo un pedazo de fósforo y se lo dio a Tita.

– No quiero romper la ley del silencio que se ha impuesto, así que como un secreto entre los dos, le voy a pedir que en cuanto yo salga usted me escriba en esta pared las razones por las que no habla, ¿de acuerdo? Mañana yo las adivinaré ante usted.

El doctor, por supuesto, omitió decirle a Tita que una de las propiedades del fósforo era la de hacer brillar por la noche lo que ella hubiera escrito en la pared. Obviamente, él no necesitaba de este subterfugio para conocer lo que ella pensaba, pero confiaba en que éste sería un buen comienzo para que Tita entablara nuevamente una comunicación consciente con el mundo, aunque ésta fuera por escrito. John percibía que ya estaba lista para ello. En cuanto el doctor salió, Tita tomó el fósforo y se acercó al muro.

En la noche, cuando John Brown entró al laboratorio, sonrió complacido al ver escrito en la pared con letras firmes y fosforescentes. «Porque no quiero.» Tita con estas tres palabras había dado el primer paso hacia la libertad.

Mientras tanto, Tita, con los ojos fijos en el techo, no podía dejar de pensar en las palabras de John: ¿sería posible hacer vibrar su alma nuevamente? Deseó con todo su ser que así fuera.

Tenía que encontrar a alguien que lograra encenderle este anhelo.

¿Y si esa persona fuera John? Recordaba la placentera sensación que le recorrió el cuerpo cuando él la tomó de la mano en el laboratorio. No. No lo sabía. De lo único que estaba convencida es de que no quería volver al rancho. No quería vivir cerca de Mamá Elena nunca más.

Continuar á…

Siguiente receta:

Caldo de colita de res

VII. Julio. Caldo de colita de res

INGREDIENTES:

2 colitas de res

1 cebolla

2 dientes de ajo 4 jitomates ¼ de kilo de ejotes 2 papas 4 chiles moritas

Manera de hacerse:

Las colitas partidas se ponen a cocer con un trozo de cebolla, un diente de ajo, sal y pimienta al gusto. Es conveniente poner un poco más de agua de la que normalmente se utiliza para un cocido, teniendo en cuenta que vamos a preparar un caldo. Y un buen caldo que se respete tiene que ser caldoso, sin caer en lo aguado.

Los caldos pueden curar cualquier enfermedad física o mental, bueno, al menos ésa era la creencia de Chencha y Tita, que por mucho tiempo no le había dado el crédito suficiente. Ahora no podía menos que aceptarla como cierta.

Hacía tres meses, al probar una cucharada del caldo que Chencha le preparó y le llevó a la casa del doctor John Brown, Tita había recobrado toda su cordura.

Estaba recargada en el cristal, viendo a través de la ventana a Alex, el hijo de John, en el patio, corriendo tras unas palomas.

Escuchó los pasos de John subiendo las escaleras, esperaba con ansia su acostumbrada visita. Las palabras de John eran su único enlace con el mundo. Si pudiera hablar y decirle lo importante que era para ella su presencia y su plática. Si pudiera bajar y besar a Alex como al hijo que no tenía y jugar con él hasta el cansancio, si pudiera recordar como cocinar tan siquiera un par de huevos, si pudiera gozar de un platillo cualquiera que fuera, si pudiera… volver a la vida. Un olor que percibió la sacudió. Era un olor ajeno a esta casa. John abrió la puerta y apareció ¡con una charola en las manos y un plato con caldo de colita de res!

¡Un caldo de colita de res! No podía creerlo. Tras John entró Chencha bañada en lágrimas. El abrazo que se dieron fue breve, para evitar que el caldo se enfriara. Cuando dio el primer sorbo, Nacha llegó a su lado y le acarició la cabeza mientras comía, como lo hacía cuando de niña ella se enfermaba y la besó repetidamente en la frente. Ahí estaban, junto a Nacha, los juegos de su infancia en la cocina, las salidas al mercado, las tortillas recién cocidas, los huesitos de chabacano de colores, las tortas de Navidad, su casa, el olor a leche hervida, a pan de natas, a champurrado, a comino, a ajo, a cebolla. Y como toda la vida, al sentir el olor que despedía la cebolla, las lágrimas hicieron su aparición. Lloró como no lo hacía desde el día en que nació. Qué bien le hizo platicar largo rato con Nacha. Igual que en los viejos tiempos, cuando Nacha aún vivía y juntas habían preparado infinidad de veces caldo de colita. Rieron al revivir esos momentos y lloraron al recordar los pasos a seguir en la preparación de esta receta. Por fin había logrado recordar una receta, al rememorar como primer paso, la picada de la cebolla.

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