Salman Rushdie - Los Versos Satánicos

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Suenan risas a su espalda, y risas lejanas resuenan, o así le parece, en las almenas. Mira en derredor; el Mantícora ha desaparecido de la muralla. Está rodeado por un grupo de jahilitas vestidos de fiesta que vuelven de la feria riendo. «Ahora que esos místicos han abrazado a nuestra Lat, en cada esquina descubren dioses nuevos, ¿no?» Hamza, al comprender que la noche estará llena de terrores, vuelve a casa y pide su espada de guerra. «Más que nada en el mundo -gruñe al apergaminado criado que le ha servido en la guerra y en la paz durante cuarenta y cuatro años- aborrezco reconocer que mis enemigos tienen razón. Es mucho mejor matar a los canallas, es lo que he pensado siempre. Es la mejor recondenada solución.» La espada ha permanecido en su vaina de piel desde el día en que su sobrino lo convirtió, pero esta noche dice en confianza al criado: «El león anda suelto. La paz tendrá que esperar.» Es la última noche de las fiestas de Ibrahim. Jahilia es carnaval y desenfreno. Los cuerpos gruesos y aceitados de los luchadores han dejado de retorcerse y las siete poesías han sido clavadas en las paredes de la Casa de la Piedra Negra. Ahora las prostitutas cantantes han sustituido a los poetas y las prostitutas danzantes, con el cuerpo reluciente de aceites, han empezado su trabajo; la lucha nocturna ha sustituido a la diurna. Las cortesanas bailan y cantan cubiertas con máscaras de oro en forma de cabeza de pájaro, y el oro se refleja en los ojos relucientes de sus clientes. Oro, oro en todas partes, en las manos de los avispados jahilitas y de sus libidinosos visitantes, en los llameantes braseros de arena, en las fosforescentes paredes de la ciudad nocturna. Hamza camina dolorido por las calles de oro, pasando por delante de peregrinos que yacen inconscientes mientras los ladrones se ganan la vida. Oye los cantos distorsionados por el vino en todas las puertas doradas y le parece que el canto y las carcajadas y el tintineo de las monedas le duelen como insultos mortales. Pero no encuentra lo que busca, aquí no, y se aleja de la algazara iluminada del oro y empieza a merodear por las sombras, acechando la aparición del león.

Y, al cabo de varias horas de búsqueda, encuentra lo que él sabía que estaría esperando, en un rincón oscuro de las murallas exteriores de la ciudad: su visión, el Mantícora rojo de triple dentadura. El Mantícora tiene ojos azules y cara humana y su voz es mitad trompeta y mitad flauta. Es veloz como el viento, sus garras son retorcidas como sacacorchos y de su cola se erizan púas envenenadas. Le gusta alimentarse de carne humana… Hay pelea. Silban cuchillos en el silencio y, de vez en cuando, se oye el choque de metal con metal. Hamza reconoce a los atacados: Khalid, Salman, Bilal. Hamza, convertido él en león, saca la espada y hace trizas el silencio.

Da un grito y acude corriendo con toda la rapidez que le permiten sus piernas de sesenta años. Los atacantes de sus amigos son irreconocibles detrás de las máscaras.

Ha sido noche de máscaras. Mientras recorría las calles licenciosas de Jahilia, con el corazón lleno de amargura, Hamza ha visto a hombres y mujeres disfrazados de águilas, chacales, caballos, grifos, salamandras, cerdos verrugueros, rocs; de la inmundicia de los callejones han salido amphisbaenae bicéfalos y los toros alados conocidos como esfinges asirías. Djinns, houris y demonios pueblan la ciudad esta noche de fantasmagoría y lujuria. Pero hasta ahora, en este lugar oscuro, no descubre las máscaras rojas que buscaba. Las máscaras de hombre-león: y corre hacia su destino.

* * *

Bajo los efectos de una infelicidad autodestructiva, los tres discípulos habían empezado a beber, y a causa de la falta de familiaridad con el alcohol, pronto estuvieron no ya intoxicados, sino embrutecidos. Estaban en una plazuela y empezaron a insultar a los transeúntes y, al cabo de un rato, Khalid, el aguador, empezó a blandir el pellejo de agua, jactancioso. Él podía destruir la ciudad, él llevaba el arma definitiva. El agua: el agua limpiaría la inmunda Jahilia, la disolvería para que pudiera empezarse de nuevo con la blanca arena purificada. Fue entonces cuando los hombres-león empezaron a perseguirlos y, después de larga carrera, los acorralaron, haciendo que, del miedo, se les pasara la borrachera, y los perseguidos estaban mirando las máscaras rojas de la muerte cuando, al punto, llegó Hamza.

… Gibreel planea sobre la ciudad contemplando la pelea. Ésta, una vez entra en escena Hamza, acaba pronto. Dos atacantes enmascarados huyen, otros dos yacen muertos. Bilal, Khalid y Salman han sido heridos, pero no de gravedad. Más grave que sus heridas es la visión que se esconde detrás de las máscaras de león de los muertos. «Los hermanos de Hind -dice Hamza-. Ahora sí que todo acabará para nosotros.»

Matadores de Mantícoras y terroristas del agua: los seguidores de Mahound se sientan a llorar a la sombra de la muralla de la ciudad.

* * *

Y, en cuanto a él, Profeta Mensajero Comerciante: ahora tiene los ojos abiertos. Pasea por el patio interior de su casa, de la casa de su esposa, pero a ella no quiere entrar a verla. Ella tiene casi setenta años y ahora se siente más madre que. Ella era rica y hace mucho tiempo lo contrató para que se encargara de sus caravanas. Sus dotes de administrador en seguida le gustaron y, después de un tiempo, los dos se enamoraron. No es fácil ser una mujer brillante y próspera en una ciudad en la que los dioses son femeninos pero las mujeres son simple mercancía. Los hombres, o la temían o la creían tan fuerte que no necesitaba su consideración. Él no la temía y parecía poseer la firmeza que ella necesitaba. A su vez, él, el huérfano, halló en ella muchas mujeres en una sola: madre hermana amante sibila amiga. Cuando él mismo temía estar loco, ella creyó en sus visiones: «Es el arcángel -le dijo-; no es una ilusión de tu cabeza. Él es Gibreel y tú eres el Mensajero de Dios.»

Él no puede ni quiere verla ahora. Ella le observa desde una ventana con celosía de piedra. Él no puede dejar de pasear, camina por el patio en una secuencia casual de geometría inconsciente. Sus pasos dibujan una serie de elipses, trapecios, rombos, óvalos y circunferencias. Y, mientras, ella lo recuerda al volver de las caravanas, lleno de historias oídas en los oasis de la ruta. Como la de Isa, profeta, hijo de una mujer llamada Maryam, no engendrada por varón y nacido bajo una palmera del desierto. Historias que hacían que sus ojos brillaran y luego se perdieran en la lejanía. Ella recuerda su excitabilidad: el apasionamiento con que él discutía, toda la noche si era necesario, afirmando que los viejos tiempos nómadas eran mejores que esta ciudad de oro, en la que la gente abandonaba a sus hijas en el desierto. En las tribus de antaño, hasta las huérfanas más pobres eran amparadas. Dios está en el desierto, decía, no aquí, en este aborto de ciudad. Y ella respondía: Nadie te lo discute, amor, es tarde y mañana hay que hacer las cuentas.

Ella tiene el oído fino, ya está enterada de lo que él ha dicho de Lat, Uzza y Manat. ¿Y qué? En los viejos tiempos, él quería proteger a las niñas de Jahilia; ¿por qué no había de tomar bajo su tutela también a las hijas de Alá? Pero, después de hacerse esta pregunta, ella sacude la cabeza y se apoya pesadamente en la fría pared, al lado de la ventana con celosía de piedra. Mientras, abajo, su marido pasea en pentágonos, paralelogramos, estrellas de seis puntas y, después, en formas abstractas y cada vez más laberínticas, para las que no hay nombre, como si fuera incapaz de encontrar una línea simple.

Pero cuando, a los pocos momentos, mira al patio, él ya se ha ido.

* * *

El Profeta despierta entre sábanas de seda, con un dolor como si le estallara la cabeza, en una habitación que nunca ha visto. Fuera de la ventana, el sol está cerca de su furibundo cenit y, perfilándose sobre la blancura, hay una figura alta, con una capa negra, con capucha, que canta suavemente con voz fuerte y grave. La canción es la que entonan a coro las mujeres de Jahilia acompañándose de tambores, cuando despiden a los hombres que van a la guerra.

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