Salman Rushdie - Los Versos Satánicos

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Pasa una litera con cortinillas; una gran dama de la ciudad que va a ver la feria, transportada a hombros de ocho esclavos anatolios. Abu Simbel toma del brazo al joven Baal con el pretexto de apartarlo del paso y murmura: «Quería verte; permíteme una palabra.» Baal se admira de la habilidad del Grande. Cuando busca a un hombre puede hacer que su presa piense que ha cazado al cazador. Abu Simbel aumenta la presión de su mano; llevándolo del codo, lo conduce hasta el santo de los santos, situado en el centro de la ciudad.

«Tengo que darte un encargo -dice el Grande-. Asunto literario. Yo conozco mis limitaciones; las dotes para la malicia rimada, el arte del insulto métrico están fuera de mi alcance. Tú ya me entiendes.»

Pero Baal, orgulloso y arrogante, se yergue para defender su dignidad. «No está bien que el artista se convierta en servidor del Estado.» La voz de Simbel se suaviza y adquiere una entonación más dulce. «Ah, sí. Pero ponerte a la disposición de asesinos es cosa perfectamente honorable.» En Jahilia hace furor el culto de los muertos. Cuando un hombre muere, las plañideras alquiladas se golpean, se arañan el pecho y se mesan los cabellos. Sobre la tumba se deja morir a un camello desjarretado. Y si el hombre ha sido asesinado, su pariente más próximo hace votos de ascetismo y persigue al asesino hasta que la sangre es vengada con sangre; entonces es costumbre componer una poesía celebrándolo, pero pocos son los vengadores que poseen el don de la versificación. Muchos poetas se ganan la vida escribiendo cantos de asesinato, y existe la creencia general de que el mejor de estos cantores de la sangre es el precoz polemista Baal. Cuyo orgullo profesional le impide ahora sentirse herido por la ironía del Grande. «Es cuestión cultural», responde. Abu Simbel se hace más meloso todavía. «Quizá sí -musita a las puertas de la Casa de la Piedra Negra-. Pero, Baal, reconócelo, ¿no me debes cierta consideración? Los dos servimos, o así lo creía yo, a la misma señora.»

Ahora la sangre huye de las mejillas de Baal; su confianza se resquebraja, se desprende de él como una concha. El Grande, aparentemente ajeno a su confusión, lleva al satirista al interior de la Casa.

En Jahilia se dice que este valle es el ombligo de la tierra; que el planeta, cuando fue creado, empezó a girar en torno a este punto. Adán llegó y vio un milagro: cuatro columnas de esmeralda que sostenían un rubí gigantesco y, debajo de este dosel, una gran piedra blanca, que resplandecía también, como una visión de su propia alma. Adán construyó fuertes muros alrededor de la visión a fin de atarla para siempre a la tierra. Aquella fue la primera Casa. Fue reconstruida muchas veces -una vez, por Ibrahim, después de que Hagar e Ismail se salvaran gracias a la intervención del ángel- y poco a poco, la infinidad de manos de los peregrinos de los siglos oscurecieron la piedra blanca hasta hacerla negra. Luego llegó el tiempo de los ídolos; en los tiempos de Mahound, trescientos sesenta dioses de piedra se apiñaban alrededor de la auténtica piedra de Dios.

¿Qué habría pensado el viejo Adán? Sus propios hijos están aquí ahora: el coloso de Hubal, enviado por los amalecitas de Hit, se yergue sobre el pozo del tesoro, Hubal, el pastor, el pálido creciente de luna, y el torvo y peligroso Kain, que es el menguante, herrero y músico; también él tiene sus devotos.

Hubal y Kain contemplan desde su altura al Grande y al poeta que pasean. Y el protoDionisos nabateo, El-de-Shara; y Astarté, lucero del alba, y el saturnino Nakruh. Aquí está Manaf, el dios sol. ¡Mira, ahí aletea el gigantesco Nastr, el dios águila! Mira a Quzah, que sostiene el arco iris… No es esto una inundación de dioses, una riada de piedra, para alimentar la gula de los peregrinos, para saciar su sed profana. Estas deidades, para atraer a los viajeros, vienen -al igual que los peregrinos- de muy lejos. También los ídolos son delegados en una especie de feria internacional.

Aquí hay un dios llamado Alá (que significa, simplemente el dios). Pregunta a los jahilianos y ellos reconocerán que este sujeto tiene una especie de autoridad general, pero no es muy popular: un universalista en una época de imágenes especialistas.

Abu Simbel y Baal, que ha empezado a sudar, han llegado a los altares, colocados uno al lado del otro, de las tres diosas más amadas de Jahilia. Se inclinan delante de las tres: Uzza, la de rostro resplandeciente, diosa de la belleza y del amor; la oscura y sombría Manat, la que vuelve la cara, de misteriosos designios, que deja correr arena entre los dedos; la que rige el destino; y, por último, la más importante de las tres, la diosa-madre a la que los griegos llamaban Lato. Ilat la llaman aquí o, con frecuencia, Al-Lat. La diosa. Su mismo nombre la hace oponente e igual de Alá. Lat, la omnipotente. Con súbito alivio en la cara, Baal se arroja al suelo y se prosterna ante ella. Abu Simbel permanece de pie.

La familia de Abu Simbel, Grande de Jahilia -o, para ser exactos, de Hind, su esposa-, controla el célebre templo de Lat, situado en la puerta sur de la ciudad. (También perciben las rentas del templo de Manat, en la puerta este, y del templo de Uzza, en la puerta norte.) Estas concesiones son la base de las riquezas del Grande, por lo que, naturalmente, y Baal así lo comprende, él es siervo de Lat. Y la devoción del poeta por esta diosa es conocida en toda Jahilia. ¡Así que sólo a esto se refería! Temblando de alivio, Baal permanece postrado, dando gracias a su divina patrona. La cual le mira con benevolencia; pero no hay que fiarse de la expresión de una diosa. Baal acaba de equivocarse.

Insospechadamente, el Grande da al poeta un puntapié en los ríñones. Baal, atacado en el momento en que se creía a salvo, chilla y rueda, y Abu Simbel va tras él, sin dejar de dar puntapiés. Se oye el crujido de una costilla al partirse. «Canalla -comenta el Grande con voz suave y afable-. Truhán de voz chillona y testículos pequeños. ¿Pensabas que el sacerdote del templo de Lat se consideraría camarada tuyo por tu pasión de adolescente por la diosa?» Más puntapiés, acompasados, metódicos. Baal llora a los pies de Abu Simbel. La Casa de la Piedra Negra está muy concurrida, pero ¿quién se atrevería a interponerse entre el Grande y su ira? De pronto, el verdugo de Baal se inclina, agarra del pelo al poeta, le levanta la cabeza y le susurra al oído: «Baal, no era ella la señora a la que yo me refería», y entonces Baal profiere un aullido de horrísona autocompasión, porque sabe que su vida va a terminar, va a terminar cuando tiene todavía tanto por conseguir, el infeliz. Los labios del Grande le rozan la oreja. «Excremento de camello asustado -susurra Abu Simbel-, yo sé que tú te acuestas con mi esposa.» Observa con interés que Baal ha adquirido una perceptible erección, irónico monumento a su miedo.

Abu Simbel, el Grande burlado, se levanta, ordena: «De pie» y Baal, perplejo, le sigue al exterior.

Las tumbas de Ismail y de su madre Hagar, la egipcia, están en la fachada noroeste de la Casa de la Piedra Negra, en un recinto rodeado de un muro bajo. Abu Simbel se acerca a esta zona y se para a cierta distancia. En el recinto hay un pequeño grupo de hombres. Están Khalid, el aguador, un vagabundo persa que responde al curioso nombre de Salman y, completando esta trinidad de la escoria, Bilal, el liberado por Mahound, un enorme monstruo negro con una voz acorde con su tamaño. Los tres haraganes están sentados en el muro. «Ese hatajo de inútiles -dice Abu Simbel-, ésos son tus objetivos. Escribe sobre ellos, y también sobre su jefe.» Baal, a pesar del miedo, no puede disimular la incredulidad. «Grande, ¿esos idiotas, esos inmundos payasos? No debes preocuparte por ellos. ¿Piensas acaso que el solitario Dios de Mahound arruinará tus templos? ¿Trescientos sesenta contra uno y va a ganar el uno? Imposible.» Ríe, casi histérico. Abu Simbel permanece sereno: «Guarda tus insultos para tus versos.» Baal no puede contener la risa. «Una revolución de aguadores, inmigrantes y esclavos…, buáa, Grande. Qué miedo.» Abu Simbel mira fijamente al poeta, que no cesa de reír. «Sí – responde-, haces bien en tener miedo. Empieza a escribir, haz el favor, y espero que esos versos sean tu obra maestra.» Baal se derrumba y gime: «Pero será desperdiciar mi, mi pequeño talento…» Entonces ve que ha hablado demasiado.

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