Salman Rushdie - Los Versos Satánicos

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Eugene Dumsday consiguió la libertad a trueque de perder la lengua; el persuasor consiguió persuadir a sus captores entregando su instrumento de persuasión. Ellos no estaban para cuidar a un herido, con riesgo de gangrena, etcétera, por lo que él siguió al éxodo del avión. En aquellas primeras horas de revuelo, Saladin Chamcha no hacía más que pensar en cuestiones de detalle, si son rifles automáticos o metralletas, cómo subieron todo ese material a bordo, en qué partes del cuerpo se puede recibir una bala sin morirse, qué asustados deben de estar esos cuatro, qué conscientes de su propia muerte… Una vez se marchó Dumsday, esperaba quedarse solo, pero en la butaca que había dejado el creacionista se sentó un hombre diciendo: con permiso, yaar, pero en estas circunstancias uno necesita compañía. Era la estrella de cine, Gibreel.

* * *

Después de los primeros días de nervios en tierra, durante los cuales los tres enturbantados secuestradores se acercaban peligrosamente a los límites de la locura, gritando a la noche del desierto canallas, venid a cogernos o, también, ay, dios, ay, dios, ahora nos mandan a los jodidos comandos, esos cabrones americanos, yaar, esos ingleses gilipollas -momentos durante los cuales los restantes rehenes cerraban los ojos y rezaban, porque cuando más miedo tenían era cuando los secuestradores daban señales de debilidad-, se instaló una cierta rutina que empezaba a parecer lo normal. Dos veces al día, un solitario vehículo llevaba comida y bebida al Bostan y la depositaba en la pista. Los mismos rehenes tenían que subir las cajas, mientras los secuestradores los observaban desde el avión. Aparte de esta visita diaria, no había contacto con el mundo exterior. La radio había enmudecido. Era como si el incidente hubiera sido olvidado, como si fuera tan vergonzoso que lo hubieran borrado. «¡Esos canallas nos dejan que nos pudramos!», exclamó Man Singh, y los rehenes le hicieron coro con brío: «¡Hijras! ¡Chootias! ¡Mierdas!» Estaban envueltos en calor y silencio y ahora, en los rincones, empezaban a brillar con luz trémula los espectros. El más nervioso de los rehenes, un joven con perilla y el pelo rizado y muy corto, se despertó un amanecer chillando de miedo porque había visto un esqueleto cabalgando en un camello por las dunas. Otros veían globos de colores suspendidos del aire u oían batir alas gigantescas. Los tres secuestradores varones cayeron en una sombría melancolía fatalista. Un día Tavleen los llamó a una conferencia al extremo del avión. Los rehenes oyeron voces airadas. «Ella les dice que tienen que presentar un ultimátum -dijo Gibreel Farishta a Chamcha-. Que uno de nosotros tiene que morir o algo así.» Pero cuando los tres hombres volvieron, Tavleen no iba con ellos, y ahora en su mirada, además de desánimo había bochorno. «Han perdido las agallas. Ya no pueden seguir adelante -susurró Gibreel-. ¿Y ahora qué puede hacer nuestra Tavleen bibi?. Nada. Se acabó la historia.» Lo que ella hizo:

A fin de demostrar a sus cautivos, y también a sus compañeros secuestradores, que la idea del fracaso, de la rendición, nunca debilitaría su decisión, salió de su momentáneo retiro en el salón de primera clase y se quedó de pie delante de ellos, como una azafata que fuera a hacer una demostración de medidas de seguridad. Pero en lugar de ponerse un chaleco salvavidas y levantar la boquilla del soplador, etcétera, se levantó rápidamente la chilaba negra, que era su única prenda de vestir, y les mostró su cuerpo desnudo convertido en verdadero arsenal para que todos pudieran ver las granadas que le colgaban como pechos extra, y la gelignita sujeta con adhesivo a sus muslos, como lo estaba en el sueño de Chamcha. Luego volvió a ponerse la túnica y dijo en su voz suave y oceánica: «Cuando una gran idea nace al mundo, una gran causa, se le formulan ciertas preguntas cruciales -murmuró-. La Historia nos pregunta: ¿qué clase de causa somos? ¿Somos inflexibles, absolutos, fuertes o nos mostraremos esclavos del tiempo, gentes que hacen concesiones y claudican?» Su cuerpo había dado la respuesta.

Pasaban los días. Las circunstancias de su cautiverio, en aquel espacio reducido y tórrido, a un tiempo íntimo y distante, hacían que Saladin Chamcha deseara discutir con la mujer; la inflexibilidad también puede ser monomanía, quería decirle, puede ser tiranía y también puede ser debilidad, mientras que lo flexible también puede ser humano y lo bastante fuerte para perdurar. Pero, desde luego, no dijo nada y se sumió en el torpor de los días. Gibreel Farishta descubrió en la bolsa del asiento de delante un folleto escrito por el ausente Dumsday. Para entonces, Chamcha había advertido el empeño con el que el astro de cine se resistía al sueño, por lo que no fue sorprendente verle recitar y aprender de memoria el folleto del creacionista, mientras sus pesados párpados se iban cerrando y cerrando hasta que él los obligaba a abrirse. El folleto argüía que incluso los científicos se afanaban en reinventar a Dios, que una vez hubieran demostrado la existencia de una fuerza única unificada de la que el electromagnetismo, la gravedad y las fuerzas grandes y pequeñas de la nueva física no eran sino aspectos, avatares, como si dijéramos, o ángeles, entonces qué tendríamos sino la cosa más antigua de todas, un ente supremo que controlaba toda la creación… «Mira, lo que nuestro amigo dice es que, puestos a elegir entre un tipo de campo de fuerza abstracto y el Dios vivo y real, ¿con cuál te quedarías? Interesante, ¿no? A una corriente eléctrica no puedes rezarle. No tiene objeto pedir a una onda la llave del paraíso. -Cerró los ojos y luego volvió a abrirlos con vehemencia-. Todo son malditas bobadas – dijo secamente-. Me pone enfermo.»

Después de los primeros días, Chamcha ya no notaba el mal aliento de Gibreel, porque en aquel mundo de sudor y miedo nadie olía mucho mejor. Pero era imposible no fijarse en su cara, en la que los grandes círculos púrpura de su vigilia rodeaban sus ojos como grandes tiznaduras de aceite. Hasta que, agotadas sus fuerzas, se derrumbó en el hombro de Saladin y durmió cuatro días de un tirón.

Cuando despertó, vio que Chamcha, con ayuda del rehén de la perilla y aspecto ratonil, un tal Jalandri, le había colocado en una fila de asientos del bloque central. Fue al aseo y estuvo orinando doce minutos. Al volver tenía mirada de terror. Se sentó otra vez al lado de Chamcha, pero no decía palabra. Dos noches después, Chamcha le oyó resistirse nuevamente al sueño. O, mejor dicho, a los sueños.

«El décimo pico más alto del mundo -le oyó murmurar Chamcha- es el Xixabangma Geng, ocho mil trece metros. El noveno, el Annapurna, ocho mil setenta y ocho. -O empezaba por el otro extremo-: Primero, el Chomolungma, ocho mil ochocientos cuarenta y ocho. Dos, el K2, ocho mil seiscientos once. Kanchenjunga, ocho mil quinientos noventa y ocho. Makalu, Dhaulagiri, Manaslu, Nanga Parbat, metros ocho mil ciento veintiséis.»

«¿Cuentas los picos de más de ocho mil metros para dormir? -preguntó Chamcha-. Son más grandes que las ovejas, pero menos numerosos.» Gibreel Farishta lo miró, furioso; luego, inclinó la cabeza; tomó una decisión. «No para dormir, amigo. Para estar despierto.»

Fue entonces cuando Saladin Chamcha descubrió por qué Gibreel Farishta empezaba a tener miedo de quedarse dormido. Todo el mundo necesita a alguien con quien hablar, y Gibreel no había hablado con nadie de lo que ocurrió después de que comiera cerdos impuros. Los sueños empezaron aquella misma noche. En aquellas visiones, él estaba siempre presente, no como él mismo, sino como su homónimo, y no interpretando el papel, compa, sino que yo soy él y él es yo, yo soy el recondenado arcángel, Gibreel en persona, tamaño jodidamente natural.

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