Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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– No entiendo los rostros gringos. Los escudriño. Los quiero querer. Palabra que los miro con simpatía, rogándoles: díganme algo, por favor. Es como ver bolillos en una panadería. Todos iguales. No tienen color. No sé qué hacer. Me están saliendo preciosas las máquinas y horrendos los hombres. ¿Qué hago?

¿Cómo nos salen las caras, cómo se gesta un cuerpo?, le repetía Frida a Laura cuando Diego se marchaba muy temprano para vencer el calor en ascenso del verano continental.

– Qué lejos estoy del suelo donde… -canturreaba Frida-. ¿Sabes por qué hace tanto calor?

– Estamos lejísimos de los dos océanos. No llegan hasta acá las brisas marinas. Sólo nos alivian los vientos del polo norte. ¡Bonito alivio!

– ¿Por qué sabes todo eso?

– Mi padre era banquero pero leía mucho. Recibía revistas cada mes. íbamos al muelle en Veracruz a recibir libros y revistas de Europa.

– ¿Y también sabes por qué siento tanto calor, sea cual sea la temperatura en el termómetro?

– Porque vas a tener un hijo.

– ¿Y eso cómo los sabes?

Por la manera de caminar, le dijo. Pero soy coja. Pero ahora tus plantas han tocado el suelo. Antes caminabas de puntas, incier-

ta, como si estuvieras a punto de volar. Ahora es como si echaras raíces a cada paso.

Frida la abrazó y le dio las gracias por acompañarla. Desde el primer momento le agradó Laura; viéndola, tratándola, le dijo, supo, que la joven mujer se sentía inútil, o inutilizada.

– Nunca vi pasar por mi puerta a una mujer con una ansia más desesperada de trabajo. Creo que ni tú misma lo sabías.

– No, no lo sabía, sólo me obsesionaba la necesidad de inventarme un mundo y supongo que eso supone inventarse un trabajo.

– O un hijo, que también es una creación -Frida miró inquisitivamente a Laura.

– Tengo dos.

– ¿Dónde están?

¿Por qué tuvo Laura Díaz la sensación de que sus conversaciones con Frida Kahlo, tan íntimamente femeninas, sin recovecos y terceduras, sin una gota de mala leche, eran, por una parte, una recriminación que Frida le dirigía a una maternidad irresponsable, no porque no era convencional, sino porque no era lo suficientemente rebelde ante los hombres -el marido, el amante- que habían alejado a la madre de los hijos? A Laura le dijo con toda franqueza que ella le era infiel a Rivera porque Rivera le fue infiel primero; sólo compartían un acuerdo; Diego se acostaba con mujeres, Frida también, porque acostarse con hombres hubiera enfurecido a Diego, pero no una simetría del gusto compartido por el sexo femenino. El problema no era ése, le confesó una noche la mujer inválida a Laura. La infidelidad a veces no tiene nada que ver con el sexo. Se trata de establecer intimidad con otra persona, pero la intimidad puede ser secreta y el secreto requiere mentiras para proteger a la intimidad y el secreto a veces se llama «sexo».

– No importa con quién te acuestas, sino en quién confías y a quién le mientes. Se me hace que tú no confías en nadie, Laura, y le mientes a todo el mundo…

– ¿Tú me deseas?

– Ya te dije que me gustas. Pero en las circunstancias actuales, te necesito sobre todo de compañía y de enfermera. Si complicamos las cosas sentimentalmente, puede que por angas o por mangas me quede sola y sin nadie que me lleve al hospital a la hora de los arrechunchos. ¡Ay nanita!

Se rió mucho, como siempre, pero Laura le insistió, ¿y la otra razón?, sólo dijiste «por una parte…», entonces por otra parte ¿qué?

– No te lo digo. Puedo necesitar que mañana me des lo mismo que te recrimino hoy. Hablemos de cosas prácticas.

Estaban en julio. El bebé era esperado en diciembre. Si Diego terminaba en octubre, tendrían tiempo de regresar juntos a tiempo y sin peligro para tener el niño en México. Pero si Diego se retrasa, ¿cómo voy a tener el hijo aquí, en el frío, sin amigos, sin nadie que me ayude más que tú?, y si me voy antes a México, ¿puedo perder al niño en el camino, en el jaleo del tren, como me lo han advertido mis doctorcitos?

Entonces Laura miraba a una mujer terriblemente vulnerable, casi encogida, empequeñecida, nadando entre los amplios ropajes campesinos que disfrazaban no sólo su disminución física sino su miedo, su temblor imperceptible, el segundo temor, un miedo de hasta adentro que no sólo extendía o duplicaba el temor físico de la mujer baldada, sino que lo sustituía por otro, inédito y compartido con el ser en gestación. Había una complicidad entre la madre y el hijo que se hacía en su vientre. Nadie podía entrar a ese círculo secreto.

Frida lanzaba la carcajada, le pedía a Laura que la ayudase a arreglarse las trenzas, a acomodarse las faldas y la blusa, a cruzarse el rebozo, a peinarse el bigotillo. Laura le daba la mano y salían a Gringolandia, a las cenas y fiestas ofrecidas al «pintor más famoso del mundo and Mrs Rivera», a bailar con los millonarios de la industria, desafiándolos a inquirir sobre los traspiés de inválida que Frida disfrazaba diciendo que eran pasos de baile del folclor oaxa-queño, bailes indios asombrosos, tan asombrosos como la cara del antisemita Henry Ford cuando ella le preguntó en voz alta y en medio de una cena, señor Ford, ¿es cierto que es usted judío?, escandalizando a la buena sociedad de Michigan con su fingida ignorancia de la grosería en lengua inglesa, diciendo con la sonrisa más cortés shit on you al levantarse de un banquete o en medio de una partida de cartas con señoras de sociedad, I enjoy fucking, don't you?, acompañada de Laura en los cines ardientes pero refrigerados de la ciudad a cien grados Fahrenheit, Chaplin en Luces de la ciudad, Laurel y Hardy, los pastelazos, las casas vandalizadas, las corretizas por la policía, un plato de espagueti derramado por el escote de una matrona, todo esto la mataba de risa, le tomaba la mano a Laura, lloraba de la risa, lloraba, reía, lloraba, gritaba de la risa, gritaba…

La camilla rodó bajo las luces que eran como ojos sin párpados y los doctores le preguntaron a Laura, ¿cómo se ha sentido?, siente mucho calor, le salen manchas en la piel, siente náuseas, le duele el útero, un riel le salió por la vagina, se la cogió un tranvía, ¿qué comió hoy?, dos vasos de crema, verdura, los vomitó, es la mujer que fue desflorada por un tranvía, ¿saben ustedes?, su marido pinta máquinas limpias, relucientes, aceradas, pero ella fue violada por una máquina vieja, herrumbrosa, indecente, pita y pita y caminando, gritó en el cine, se puso azul, comenzó a arrojar sangre, la recogieron en un lago de sangre, rodeada de coágulos perdidos por la risa, ¿saben ustedes?, el Gordo y el Flaco.

La niña de doce años acostada en una cama con el pelo mojado por el llanto, reducida, enjuta, silenciosa.

– Quiero ver a mi hijo.

– Es sólo un feto, Frida.

– No le hace.

– Los doctores no lo permiten.

– Diles que es por razones artísticas.

– Frida, nació desintegrado. Se te deshizo en el vientre. No tiene forma.

– Entonces yo se la daré.

Dormía. Despertaba. No soportaba el calor. Se levantaba. Quería huir. La recostaban. Pedía ver al niño. Diego pasaba a verla, cariñoso, comprensivo, lejano, urgido de regresar al trabajo; la mirada en el muro ausente, no en la mujer presente.

Entonces, una noche Laura escuchó un ruido olvidado que la retrajo a los días de su infancia en la selva de Catemaco. Dormía en un catre en el mismo cuarto de hospital de Frida y la despertó el ruido. Vio a Frida en la cama completamente desnuda con el cuerpo roto, una pierna más flaca que la otra, la vagina sangrando eternamente un manantial de claveles, la espalda atornillada como una ventana ciega y la cabellera creciéndole, visiblemente, por segundos, cada vez más larga, los pelos brotando como medusas del cráneo, arrastrándose como arañas por la almohada, descendiendo como culebras por el colchón, echando raíces alrededor de las patas de la cama, mientras Frida alargaba las manos y le mostraba la vagina herida, le pedía que se la tocara, que no tuviera miedo, las mujeres somos color de rosa por dentro, sácame del sexo los colores, embárramelos en los dedos, tráeme pinceles y un cuaderno, Laura, no me mires así, ¿cómo ve una mujer desnuda a otra mujer desnuda?,

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