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Carlos Fuentes: Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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Allí estaba Rivera, Diego, Diego María de Guanajuato, Diego María Concepción Juan Nepomuceno Estanislao de la Rivera y Barrientos Acosta y Rodríguez,, 1886-1957.

Perdónenme la risa. Es una buena risa, una carcajada irreprimible de reconocimiento y acaso de nostalgia. ¿De qué? Creo que de la inocencia perdida, de la fe en la industria; el progreso, la felicidad y la historia dándose la mano gracias al desarrollo industrial. A todas estas glorias había cantado Rivera, como se debe, en Detroit. Como los anónimos arquitectos, pintores y escultores de la Edad Media construyeron y decoraron las grandes catedrales para alabar al Dios único, invariable e indudable, Rivera vino a Detroit como los peregrinos de antaño a Canterbury y a Compostela: lleno de fe. Reí también porque este mural era como una postal a colores del escenario móvil, en blanco y negro, de la película de Chaplin, Tiempos modernos. Las mismas máquinas pulidas como espejos, los engranajes perfectos e implacables, las confiables máquinas que Rivera el marxista veía como signo igualmente fidedigno de progreso, pero que Chaplin vio como fauces devoradoras, máquinas de deglución como estómagos de fierro que se tragan al trabajador y lo expulsan, al final, como un pedazo de mierda.

Aquí no. Éste era el idilio industrial, el reflejo de la inmensamente rica ciudad que Rivera conoció en los años treinta, cuando Detroit le daba empleo y vida decente a medio millón de obreros.

¿Cómo los vio el pintor mexicano?

Había algo extraño en este mural de actividad hormiguienta y espacios repletos de figuras humanas sirviendo a máquinas pulidas, serpentinas, interminables como los intestinos de un animal prehistórico pero que tarda, arrastrándose, en regresar al tiempo actual. Yo también tardé en ubicar el origen de mi extrañeza. Tuve una sensación desplazada y excitante, de descubrimiento creativo, tan rara

en tareas de televisión. Estoy detenido aquí frente a un mural de Diego Rivera en Detroit porque dependo de mi público como Rivera, acaso, dependió de sus patrocinadores. Pero él se burlaba de ellos, les plantaba banderas rojas y líderes soviéticos en las narices de sus bastiones capitalistas. En cambio, yo no merecería ni la censura ni el escándalo: el público me da el éxito o el fracaso, nada más. Click. Se apagó la caja idiota. Ya no hay patrocinadores y a nadie le importa un carajo. ¿Quién se acuerda de la primera telenovela que vio en su vida -o, lo que es lo mismo, de la última?

Pero esa sensación de extrañeza ante una obra mural tan conocida, no me dejaba en paz ni me permitía filmar a gusto. Escudriñé. Pretexté el mejor ángulo, la mejor luz. Los técnicos son pacientes. Respetaron mi esfuerzo. Hasta que di en el clavo. Había mirado sin ver. Todos los trabajadores norteamericanos pintados por Diego estaban de espaldas al espectador. El artista sólo pintó espaldas trabajando, salvo cuando los trabajadores blancos usaban gog-gles de vidrio para protegerse del chisporroteo de las soldaduras. Los rostros norteamericanos eran anónimos. Enmascarados. Como ellos nos ven a los mexicanos, así los vio Rivera a ellos. De espaldas. Anónimos. Sin rostro. Entonces Rivera no reía, no era Charlot, era sólo el mexicano que se atrevía a decirles ustedes no tienen rostro. Era el marxista que les decía su trabajo no tiene el nombre ni la cara del trabajador, su trabajo no es de ustedes.

¿Quiénes miraban, en contraste, al espectador?

Los negros. Ellos tenían caras. Las tenían en 1932, cuando Rivera vino a pintar y Frida ingresó al Hospital Henry Ford y el gran escándalo fue una Sagrada Familia que Diego introdujo ostensiblemente en el mural para provocar, aunque Frida estaba embarazada y perdió al niño y en vez de niño dio a luz a una muñeca de trapo y al bautizo de la muñeca asistieron loros, monos, palomas, un gato y un venado… ¿Se burlaba Rivera de los gringos, o les tenía miedo y por eso no los pintaba de cara al mundo?

El artista nunca sabe lo que sabe el espectador. Nosotros conocemos el futuro y ese mural de Rivera, los rostros negros que sí se atrevió a mirar, que sí se atrevieron a mirarnos, tenían puños no sólo para construirle autos a Ford. Sin saberlo, por pura intuición, Rivera pintó en 1932 a los negros que el 30 de julio de 1967 -la fecha está grabada en el corazón de la ciudad- le prendieron fuego a Detroit, la saquearon, la balacearon, la redujeron a cenizas y le entregaron cuarenta y tres cadáveres a la morgue. ¿Ésos eran los úni-

cos que miraban de frente en el mural, esos cuarenta y tres futuros muertos, pintados por Diego Rivera en 1932 y desaparecidos en 1967, diez años después de la muerte del pintor, cuarenta y cinco años después de ser pintados?

Un mural sólo en apariencia se deja ver de un golpe. En realidad, sus secretos requieren una mirada larga y paciente, un recorrido que no se agote, siquiera, en el espacio del mural, sino que lo extienda a cuantos lo prolongan. Inevitablemente, el mural posee un contexto que eterniza la mirada de las figuras y la del espectador. Me sucedió algo extraño. Tuve que dirigir mi propia mirada fuera del perímetro del mural para regresar violentamente, como una cámara de cine que del full-shot se dirige como flecha al acercamiento brutal, al detalle, a las caras de las mujeres trabajadoras, masculi-nizadas por el pelo corto y el overol, pero sin duda figuras femeninas. Una de ellas era Frida. Pero su compañera, no Frida sino la otra mujer de la pintura -sus facciones aguileñas, consonantes con su gran estatura, su mirada melancólica de cuencas sombreadas, sus labios delgados pero sensuales por su descarnamiento mismo, como si las líneas fugitivas de su boca proclamasen una superioridad estricta, suficiente, sin coloretes, sobria e inagotable por ello, abundante en secretos al decir, al comer, al amar…

Miré esos ojos casi dorados, mestizos, entre europeos y mexicanos, los miré como los había mirado tantas veces en un pasaporte olvidado en un cajón tan cancelado como el propio documento de viaje. Los miré igual que en fotos exhibidas, desparramadas o arrumbadas por toda la casa de mi joven padre asesinado en octubre de 1968. Esos ojos que mi recuerdo muerto no conoció pero que mi memoria viva conserva en el alma, treinta años más tarde, ahora que voy a cumplir treinta y cuatro y el siglo XX se nos va a morir; esos ojos los miré temblando, con un azoro casi sagrado, tan largo sin duda que mis compañeros de trabajo se detuvieron, se acercaron, ¿me pasaba algo?

¿Me pasaba algo? ¿Recordaba algo? Yo miraba el rostro de esa bella y extraña mujer vestida de obrero y al hacerlo, todas las formas del recuerdo, la memoria o como se llamen esos instantes privilegiados de la vida, se agolparon en mi cabeza como un océano desatado cuyas olas son siempre iguales y nunca las mismas: acabo de mirar el rostro de Laura Díaz, esa cara descubierta en medio de la plétora del mural es la de una sola mujer y su nombre es Laura Díaz.

El camarógrafo Terry Hopkins, un viejo -aunque joven- amigo, le dio una iluminación final, filtrada de acentos azules, a la pared pintada, como un acto de despedida, acaso -Terry es un poeta- pues su iluminación se confundía con la del ocaso real del día que vivíamos en febrero de 1999.

– ¿Estás loco? -me dijo-. ¿Vas a regresar a pie al hotel?

No sé cómo lo miré, pero no me dijo nada más. Nos separamos. Cargaron el latoso (y costoso) equipo de filmación. Partieron en el minivan.

Me quedé solo con Detroit, la ciudad arrodillada. Me fui caminando lentamente.

Libre, con la furia de una masturbación juvenil, empecé a disparar mi cámara en todas las direcciones, contra las prostitutas negras y las jóvenes patrulleras negras de la policía, contra los niños negros con gorros de estambre agujereados y chamarras friolentas, contra los viejos pegados a un bote de basura convertido en calentador callejero, contra las casas abandonadas -sentí que las penetraba todas- donde se hospedaban los miserables sin más hogares que éstos, contra los junkies que se inyectaban placer y mugre en los rincones, a todos les fui disparando descarada, ociosa, provocativamente con mi cámara como si recorriese una galería ciega donde el hombre invisible no era ninguno de ellos sino yo, yo mismo devuelto repentinamente a la ternura, a la añoranza, al cariño de una mujer a la que no conocí en mi vida, pero que la llenaba con todas esas formas del recuerdo que son su parte involuntaria y su parte de volición, sus privilegios y sus peligros: memoria que es al mismo tiempo expulsión del hogar y regreso a la casa materna; temerario encuentro con el enemigo y añoranza de la cueva original.

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