Carlos Fuentes - Los años con Laura Díaz

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Un recorrido por la vida íntima de una mujer y sus pasiones, los obstáculos, prejuicios, dolores, amores y alegrías que la conducen a conquistar su libertad propia y su personalidad creativa. Una saga familiar, originada en Veracruz. Laura Díaz y otras figuras de la talla de Frida Kahlo y Diego Rivera comparten aspectos centrales de la historia cultural y política del país, y nos llevan a reflexionar sobre la historia, el arte, la sociedad y la idiosincrasia de los mexicanos. En esta novela, como nunca antes, Fuentes es fiel a su propósito de describirnos el cruce de caminos donde se dan cita la vida individual y la colectiva.

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No levitaban. Ascendían. Laura sintió una emoción profunda cuando entendió el cuadro de su hijo Santiago. Este Adán

y esta Eva no caían. Ascendían. A sus pies, se confundían en una sola forma la cáscara de la manzana y la piel de la serpiente. Adán y Eva se alejaban del jardín de las delicias pero no caían en el infierno del dolor y del trabajo. Su pecado era otro. Ascendían. Se rebelaban contra la condena divina -no comerás este fruto- y en vez de caer, subían. Gracias al sexo, la rebelión y el amor, Adán y Eva eran los protagonistas del Ascenso de la Humanidad, no de la Caída. El mal del mundo era creer que el primer hombre y la primera mujer cayeron y nos condenaron a una heredad viciosa. Para Santiago el Menor, en cambio, la culpa de Adán y Eva no era hereditaria, no era culpa siquiera, el drama del Paraíso Terrestre era un triunfo de la libertad humana contra la tiranía de Dios. No era drama. Era historia.

Al fondo del paisaje en el cuadro de su hijo, vio Laura pintado, diminuto, como en el Ícaro de Brueghel, un barco de velamen negro que se alejaba de las costas del Edén con un solitario pasa¡e-ro, una diminuta figura singularmente dividida, la mitad de su rostro era angelical, la otra mitad diabólica, rubia una mitad, roja la otra, pero el cuerpo mismo, envuelto en una capa larga como la vela del barco, era común a ángel y demonio, y ambos, adivinó Laura, eran Dios, con una cruz en una mano y un trinche en la otra: dos instrumentos de tortura y muerte. Ascendían los amantes. El que caía era Dios y la caída de Dios era lo que Santiago pintó: un alejamiento, una distancia, un asombro en la cara del Creador que abandona el Edén perplejo porque sus criaturas se rebelaron, decidieron ascender en vez de caer, se burlaron del perverso designio divino que era crear al mundo sólo para condenar su propia creación al pecado transmitido de generación en generación a fin de que, por los siglos de los siglos, el hombre y la mujer se sintiesen inferiores a Dios, dependientes de Dios, condenados por Él pero sólo absueltos -antes de volver a caer- por la caprichosa gracia de Dios.

Atrás del cuadro, en la tela, Santiago había escrito: «El arte no es moderno. El arte es eterno. Egon Schiele».

La línea dominaba al color. Por eso los colores eran tan fuertes. El barco negro. La roja mitad del Creador. El verdirrojo de la cáscara de manzana que era la piel mudable de la serpiente. Pero la piel de Eva era translúcida como la de una virgen de Memling, en tanto que la de Adán era maculada, verde, amarilla y enferma, como la de un adolescente de Schiele.

El hombre miraba a la mujer. La mujer miraba al cielo. Pero ninguno de los dos caía. Porque ambos se deseaban. Había esa

equivalencia entre la diferencia que Laura hizo suya, equiparando su propia emoción a la de su hijo el joven artista muerto.

Colgó el cuadro de Santiago el Menor en la sala del apartamento y supo para siempre que el hijo era el padre de la madre, que Laura Díaz la fotógrafa le debía más, sin saberlo, a su propio hijo que a cualquier otro artista. Al principio, no lo supo y por eso la identificación, secreta e ignorada, fue tan poderosa.

Ahora no importaba nada sino la equivalencia de la emoción.

Se sucedieron las exposiciones de fotografías primero vendidas a diarios y revistas y luego publicadas en forma de libros.

Bendiciones de animales y pájaros.

Ancianos bigotones reunidos cantando corridos de la Revolución.

Vendedores de flores.

Las albercas repletas del Día de San Juan.

La vida de un obrero metalúrgico.

La vida de una enfermera en un hospital.

Su célebre foto de una gitana muerta sin líneas en la mano abierta bajo sus senos, una gitana con el destino borrado.

Y ahora algo que le debía a Jorge Maura: un reportaje sobre el exilio republicano español en México.

Laura se dio cuenta de que la guerra de España había sido, durante muchos años, el epicentro de su vida histórica más que la Revolución Mexicana, que de manera tan suave y tangencial pasó por el estado de Veracruz, como si morir en el Golfo fuese un privilegio único, conmovedor e intocable reservado para el hermano mayor de Laura, Santiago Díaz, protagonista solitario, para ella, de la insurrección de 1910.

En España, en cambio, lucharon Jorge Maura, Basilio Bal-tazar y Domingo Vidal; en España murió el gringo joven, Jim, y sobrevivió el gringo triste, Harry; en España fue fusilada la bella y joven Pilar Méndez por orden de su padre el alcalde comunista Alvaro Méndez frente a la puerta latina de Santa Fe de Palencia.

Con toda esa carga afectiva detrás de ella empezó Laura a fotografiar los rostros del exilio español en México. El presidente Cárdenas le dio asilo a un cuarto de millón de republicanos. Cada

vez que fotografiaba a uno de ellos, Laura recordaba con emoción el viaje de Jorge a La Habana para rescatar a Raquel del Prinz Eugen anclado frente al Morro.

Cada uno de sus modelos pudo sufrir esa suerte: cárcel, tortura, ejecución. Ella lo supo.

Retrató los milagros de la supervivencia. Ella lo sabía.

El filósofo José Gaos, él mismo discípulo de Husserl corno Jorge Maura y Raquel Mendes-Alemán, reclinado en el barandal de fierro sobre el patio de la Escuela de Mascarones, el filósofo con cabeza de patricio romano, calva y fuerte, tan fuerte como su quijada, tan firme como sus labios de lápiz, tan escéptico como su mirada miope detrás de los espejuelos pequeños y redondos como para servirle a un Franz Schubert de la filosofía. Gaos se apoyaba en el barandal y desde el hermoso patio colonial los muchachos y muchachas de la Facultad de Filosofía levantaban los rostros para mirar al maestro con sonrisas de admiración y gratitud.

Luis Buñuel le dio cita en el bar del Parador, donde el cineasta ordenaba martinis perfectos a su barman favorito, Córdoba, mientras dejaba correr por su memoria la película de un ciclo cultural, de la Residencia de Estudiantes en Madrid a la filmación de Un perro andaluz, donde Buñuel y Dalí utilizaron un ojo de pescado muerto rodeado de pestañas para simular el ojo de la heroína rebanado por una navaja de afeitar, a la de La edad de oro y su imagen de la jerarquía eclesiástica convertida en una roca petrificada en la costa de Mallorca, a la participación en el surrealismo parisino al exilio en Nueva York, a la delación por Dalí («Buñuel es comunista, ateo, blasfemo y anarquista, ¿cómo pueden emplearlo en el Museo de Arte Moderno?»), a la llegada, con cuarenta dólares en la bolsa, a México.

El humor, la cólera y la ensoñación pasaban sin cesar, simultáneamente, por la mirada verde de Buñuel, la mirada se detenía en un punto fijo del pasado y Laura fotografiaba a un niño del pueblo aragonés de Calanda tocando tambores el Viernes Santo hasta que las manos le sangraban para liberarse del encanto sensual de la imagen de la Virgen del Pilar que cobijó el lecho onanista de su infancia.

En un modesto apartamento de la calle de Lerma, Laura fotografió gracias a la intervención del escritor vasco Carlos Blanco Aguinaga, al maravilloso poeta malagueño Emilio Prados, a quien ya había conocido con Jorge Maura, escondido en un par de piezas entre montones de libros y papeles, marcado en cada línea de su rostro

por la enfermedad y el exilio, pero capaz de transformar el sufrimiento en dos cosas que Laura consiguió fotografiar. Una era la dulzura infinita de su rostro de irredento santo andaluz velado por una cascada de mechones blancos y los gruesos anteojos de acuario, como si el poeta, ruborizado por su inocencia, quisiese velarla.

Otra era la fuerza lírica detrás del sufrimiento, la pobreza, el desengaño, la vejez y el exilio.

Si yo pudiera darte toda la luz del alba… Yo cruzaría despacio, como el sol, por tu pecho, hasta salir sin sangre ni dolor por la noche…

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