no supe prever eso. Imagina que cuando me decidí a atacar al Comité, mis delaciones ya habían surtido efecto. Nadie puede desandar lo andado, Laura.
– ¿Y por qué no te delataron a ti los inquisidores, por qué no revelaron que en la sesión secreta habías dicho lo contrario que en la sesión pública?
– Porque para ellos era peor el silencio del héroe que la palabra del delator. Si revelaban mi doble juego, también revelaban el suyo y perdían un as de su baraja. Se callaron sobre mi delación, al fin y al cabo martirizaron a la gente que nombré, ése no era problema, ellos ya tenían su lista de víctimas preparada de antemano, el delator sólo confirmaba públicamente lo que ellos querían que se dijera. Muchos más denunciaron públicamente a Mady Christians y a John Garfield. Por eso se callaron sobre mi delación, me condenaron por mi rebeldía, me enviaron a la cárcel, y cuando salí me tuve que exiliar… De todos modos, me derrotaron, me hicieron imposible para mí mismo…
– ¿Todo esto lo saben tus amigos de Cuernavaca?
– No lo sé, Laura. Pero lo imagino. Están divididos. Les conviene tenerme entre ellos como mártir. Les conviene más que expulsarme como delator. Pero no me hablan ni me miran a la cara.
Ella le rogó que se fueran de Cuernavaca, los dos solos en otra parte se darían lo que podían otorgarse dos seres solitarios, dos perdedores, juntos podemos ser lo que somos siendo lo que no somos. Vamonos antes de que nos trague un inmenso vacío, mi amor, vamos a morir en secreto, con todos nuestros secretos, ven, mi amor.
– Te juro que guardaré silencio para siempre.
Cuando el terremoto de julio del 57 sacudió a la ciudad de México, Laura Díaz estaba mirando la noche desde la azotea de su vieja casa en la Avenida Sonora. Excepcionalmente fumaba un cigarrillo. En honor de Harry. Muerto tres años atrás, su piadoso amor la había dejado llena de preguntas sin respuestas y cargada de horizontes encerrados en la mente y el corazón de ella que seguía viva y no tenía un hombre porque había perdido al que amaba y ahora ella acababa de cumplir cincuenta y nueve años.
El recuerdo llenaba sus días y a veces, como ésta, sus noches. Dormía menos que antes, desde la muerte de Harry y el regreso a la ciudad de México. El destino de su amante americano la obsesionaba. No quería clasificar a Harry Jaffe como un «fracasado» porque no quería atribuir la culpa del fracaso ni a la persecución macartista ni a un vencimiento, propio, interno, de Harry. No quería admitir que, con o sin la persecución, Harry ya no escribía porque no tenía nada que decir; se refugiaba en la cacería de brujas. La destrucción sistemática de los inocentes y, lo que fue peor, de los que pensaban diferente, ocupó la vida del exiliado.
La duda persistía. ¿Coincidió la persecución con el agotamiento de las facultades de Harry, o éstas ya las había perdido y la persecución macartista fue sólo un pretexto para convertir la esterilidad en heroicidad? Él no tenía la culpa; quiso morir en España, en el Jarama, con su buddy Jim, cuando las ideas y la vida eran idénticas, cuando nada las separaba, cuando no había, Laura, esta maldita enajenación…
Desde la azotea, pensando en su pobre Harry, Laura Díaz podía contemplar, a su izquierda, la marea oscura del bosque dormido, las copas ondulantes como la respiración de un monarca anciano dormido en su trono de árboles y coronado por su castillo de piedra.
A la derecha, muy lejos, el dorado Ángel de la Independencia añadía a su brillo pintado la luz de los reflectores que destacaba la silueta aérea de la áurea damisela porfirista disfrazada de diosa griega pero representando, travestí celestial, al ángel macho de una gesta femenina, la Independencia… El-1 Ángel-a levantaba un laurel con la mano derecha y desplegaba las alas para iniciar un vuelo que no era éste, catastrófico, brutal, abrupto, desde lo alto de la aérea columna al aire mismo, hasta chocar y hacerse pedazos en la base misma del pedestal, caída como la de Luzbel, arruinada/arruinado el Ángel-Ángeles aéreo vencido por la tierra trémula.
Laura Díaz vio la caída del Ángel y quién sabe por qué, pensó que no era tal Ángel, era la señorita Antonieta Rivas Mercado, que míticamente posó para el escultor Enrique AJciati sin imaginar que un día su bella efigie, su cuerpo entero, iban a caer hechos pedazos al pie de la esbelta columna conmemorativa. Miró la marea del bosque y la caída del Ángel pero sintió sobre todo que su propia casa crujía, se quebraba como las alas del Ángel, se cuarteaba en tres como una tortilla frita entre los dientes de la monstruosa ciudad que una noche recorrió con Orlando Ximénez para ver el rostro de la verdadera miseria de México, la miseria invisible, la más horrible de todas, la que no se atreve a mostrarse porque no tiene nada que pedir y nadie le dará, de todas maneras, nada.
Esperó a que el terremoto se cansara.
Lo mejor que podía hacer era no moverse. No había otro modo de combatir a esa fuerza telúrica, resignarse pero vencerla con su figura opuesta, la inmovilidad.
Sólo había conocido otro gran temblor, en el año 42, cuando la ciudad se cimbró debido a un hecho insólito: mientras un campesino michoacano araba la tierra, empezó a salir humo de un hoyo y del hoyo emergió, en unas cuantas horas, como si la tierra en verdad pariera, un volcán-niño, el Paricutín, vomitando roca, lava, centellas. Su fulgor podía verse desde muy lejos todas las noches. El fenómeno «Paricutín» era divertido, asombroso, asimilable por extravagante, aunque el nombre real del lugar fuese impronunciablemente purépecha: Paranguaricutiro, abreviado a «Paricutín». Un país en el que un volcán aparece de la noche a la mañana, salido de la nada, es un país donde puede ocurrir cualquier cosa…
El temblor del 57 fue más cruel, más rápido, seco y tajante como un machetazo en el cuerpo dormido de la ciudad. Cuando se calmó, Laura bajó con cautela por la escalerilla circular de fierro al
piso de la recámara y lo encontró todo regado, armarios y cajones, cepillos de dientes, vasos y jabones, piedra pómez y zacates, y en la planta baja, los cuadros chuecos de la sala, las lámparas apagadas, los platos rotos, el perejil regado, las botellas de electropura cuarteadas.
Era peor afuera. Al salir a la avenida, Laura pudo darse cuenta de las salvajes averías que sufrió la casa. La fachada estaba menos cuarteada que herida a puñalazos, desgajada como una naranja, inhabitable…
El temblor despertó a los fantasmas. Los teléfonos funcionaban; mientras Laura comía una torta de frijol con sardina y bebía una chaparrita de uva, recibió una llamada de Dantón y otra de Orlando.
A su hijo menor no lo veía desde el velorio de Juan Francisco, cuando Laura escandalizó a la familia de la mujer de Dantón y sobre todo a su nuera, la niña Ayub Longoria.
– Me importan madre esa punta de apretados -le dijo Laura a su hijo.
– Está bien -le contestó Dantón-. El agua y el aceite, sabes… no te preocupes. No te faltará nada.
– Gracias. Ojalá nos veamos.
– Ojalá.
El escándalo interno de la familia política creció cuando Laura se fue a vivir a Cuernavaca con un comunista gringo, pero el dinero, puntual y abundante, de Dantón, nunca le faltó a Laura. Era trato hecho, no había más que decir. Hasta el día del temblor.
– ¿Estás bien, mamá?
– Yo sí. La casa está arruinada.
– Mandaré a unos arquitectos a verla. Múdate a un hotel y avísame para arreglártelo todo.
– Gracias. Me iré a casa de Diego Rivera.
Hubo un silencio incómodo y luego Dantón dijo con voz alegre:
– Las cosas que pasan. El techo se le cayó encima a doña Carmen Cortina. Mientras dormía. ¿La conociste? Imagínate. Sepultada en su propia cama, aplastada como un hot-cake. ¡México lindo y querido! Dicen que fue the life of the party, allá por los años treinta.
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