Javier Cercas - Soldados de Salamina

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Cuando en los meses finales de la guerra civil española las tropas republicanas se retiran hacia la frontera francesa, camino del exilio, alguien toma la decisión de fusilar a un grupo de presos franquistas. Entre ellos se halla Rafael Sánchez Mazas, fundador e ideólogo de Falange, quizás uno de los responsables directos del conflicto fratricida. Sánchez Mazas no sólo logra escapar de ese fusilamiento colectivo, sino que, cuando salen en su busca, un miliciano anónimo le encañona y en el último momento le perdona la vida.

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Fue también gracias a Jaume Figueras, que finalmente cumplió con su palabra e hizo de diligente intermediario, como pude conversar con su tío Jaume, con María Ferré y con Daniel Angelats. Los tres sobrepasaban los ochenta años: María Ferré tenía 88; Figueras y Angelats, 82. Los tres conservaban una buena memoria, o por lo menos conservaban una buena memoria de su encuentro con Sánchez Mazas y de las circunstancias que lo rodearon, como si aquél hubiera sido un hecho determinante en sus vidas y lo hubieran recordado a menudo. Las versiones de los tres diferían, pero no eran contradictorias, y en más de un punto se complementaban, así que no resultaba difícil recomponer, a partir de sus testimonios y rellenando a base de lógica y de un poco de imaginación las lagunas que dejaban, el rompecabezas de la aventura de Sánchez Mazas. Quizá porque ya nadie tiene tiempo de escuchar a la gente de cierta edad, y menos cuando recuerdan episodios de su juventud, los tres estaban deseosos de hablar, y más de una vez hube de encauzar el chorro en desorden de sus evocaciones. Puedo imaginar que adornaran alguna circunstancia secundaria, algún detalle lateral; no que mintieran, entre otras razones porque, de haberlo hecho, la mentira no hubiera encajado en el rompecabezas y los hubiera delatado. Por lo demás, los tres eran tan diversos que lo único que a mis ojos los unía era su condición de supervivientes, ese suplemento engañoso de prestigio que a menudo otorgan los protagonistas del presente, que es siempre consuetudinario, anodino y sin gloria, a los protagonistas del pasado, que, porque sólo lo conocemos a través del filtro de la memoria, es siempre excepcional, tumultuoso y heroico: Figueras era alto y fornido, de aire casi juvenil -camisa a cuadros, gorra de marinero, tejanos gastados-, un hombre viajado y provisto de una desaforada vitalidad y de una conversación erupcionada de gestos, exclamaciones y risotadas; María Ferré, que, según me dijo más tarde Jaume Figueras, había tenido la coquetería de ir al peluquero antes de recibirme en su casa de Comellá de Terri -una casa que había sido en tiempos el bar y la tienda de ultramarinos del pueblo, y que aún conservaba a la entrada, casi como reliquias, un mostrador de mármol y una romana-, era mínima y dulce, digresiva, de ojos alternativamente maliciosos y humedecidos por su incapacidad para sortear las trampas que en el curso del relato le tendía la nostalgia, unos ojos jóvenes, coloreados y fluyentes de arroyo en verano. En cuanto a Angelats, la entrevista que mantuve con él fue decisiva. Decisiva para mí, quiero decir; o, más exactamente, para este libro.

Desde hacía muchos años, Angelats regentaba en el centro de Banyoles una fonda que ocupaba parte de una decrépita y hermosa casa de campo con un gran patio con columnas y vastos salones sombríos. Cuando lo conocí acababa de sobrevivir a un infarto y era un hombre moroso y disminuido, cuyos gestos, de una solemnidad casi abacial, contrastaban con la inocencia pueril de muchas de sus observaciones y con la despaciosa humildad de su talante de pequeño empresario catalán. No sé si exagero al creer que, como a Figueras y a María Ferré, a Angelats le halagaba en cierto modo mi interés por él; sé que disfrutó mucho recordando a Jaume Figueras -que durante años había sido su mejor amigo y a quien hacía ya mucho tiempo que no veía- y su común aventura de la guerra, y mientras le oía esforzarse en presentarla como una travesura de juventud sin la menor importancia, intuí que tenía toda la importancia del mundo para él, quizá porque sentía que había sido la única aventura real de su vida, o por lo menos la única de la que sin temor a error podía enorgullecerse. Largamente me habló de ella; luego me habló de su infarto, de la marcha de su negocio, de su mujer, de sus hijos, de su única nieta. Comprendí que hacía mucho tiempo que le urgía hablar con alguien de estas cosas; comprendí que yo sólo le estaba escuchando en compensación por haberme contado su historia. Avergonzado, sentí piedad y, cuando consideré que ya había pagado mi deuda, quise despedirme, pero como había empezado a llover Angelats insistió en acompañarme hasta la parada del autobús.

– Ahora que lo recuerdo -dijo mientras cruzábamos bajo el paraguas una plaza encharcada. Se detuvo, y no pude evitar pensar que ese recuerdo no era sino una añagaza de última hora, para retenerme-. Antes de marcharse, Sánchez Mazas nos dijo que iba a escribir un libro sobre todo aquello, un libro en el que apareceríamos nosotros. Iba a llamarse Soldados de Salamina ; un título raro, ¿no? También dijo que nos lo enviaría, pero no lo hizo. -Ahora Angelats me miró: la luz de una farola ponía un reflejo anaranjado en los cristales de sus gafas, y por un momento vi en las cuencas huesudas de sus ojos y en la prominencia de su frente y sus pómulos y en su mandíbula partida el dibujo de su calavera-. ¿Sabe usted si escribió el libro?

Un hilo de frío me recorrió la espalda. A punto estuve de contestar que sí; reflexioné a tiempo: «Si le digo que sí lo escribió, querrá leerlo y descubrirá la mentira». Sintiendo que de algún modo estaba traicionando a Angelats, secamente dije:

– No.

– ¿No lo escribió o no sabe si lo escribió?

– No sé si lo escribió -mentí-. Pero le prometo averiguarlo.

– Hágalo. -Angelats continuó caminando-. Y, si resulta que lo escribió, me gustaría que me lo enviara. Seguro que habla de nosotros, ya le he dicho que él siempre nos decía que le salvamos la vida. Me haría mucha ilusión leer ese libro. Lo comprende, ¿verdad?

– Claro -dije y, sin acabar de sentirme del todo sucio, añadí-: Pero no se preocupe: en cuanto lo encuentre se lo enviaré.

Al día siguiente, apenas llegué al periódico fui al despacho del director y negocié un permiso.

– ¿Qué? -preguntó, irónico-. ¿Otra novela?

– No -contesté, satisfecho-. Un relato real.

Le expliqué qué era un relato real. Le expliqué de qué iba mi relato real.

– Me gusta -dijo-. ¿Ya tienes título?

– Creo que sí -contesté-. Soldados de Salamina.

Segunda parte . Soldados de Salamina

El 27 de abril de 1939, justo el día en que Pere Figueras y sus ocho compañeros de Cornellá de Terri ingresaron en la prisión de Gerona, Rafael Sánchez Mazas acababa de ser nombrado consejero nacional de Falange Española Tradicionalista y de las JONS y vicepresidente de su junta Política; aún no había transcurrido un mes desde el hundimiento definitivo de la República, y todavía faltaban cuatro para que Sánchez Mazas se convirtiera en ministro sin cartera del primer gobierno de la posguerra. Siempre fue un hombre esquinado, soberbio y despótico, pero no mezquino ni vengativo, y por eso en aquella época la antesala de su despacho oficial hervía de familiares de presos ávidos de lograr su intercesión en favor de antiguos conocidos o amigos a los que el final de la guerra había confinado en las celdas de la derrota. Nada permite pensar que no hizo cuanto pudo por ellos. Gracias a su insistencia, el Caudillo conmutó por la de cadena perpetua la pena de muerte que pesaba sobre el poeta Miguel Hernández, pero no la que un amanecer de noviembre de 1940, ante un pelotón de fusilamiento, acabó con la vida de Julián Zugazagoitia, buen amigo de Sánchez Mazas y ministro de la Gobernación en el gabinete de Negrín. Meses antes de ese asesinato inútil, de regreso de un viaje a Roma en calidad de delegado nacional de Falange Exterior, su secretario, el periodista Carlos Sentís, le puso al día de los asuntos pendientes y le leyó la lista de las personas a las que había concedido audiencia para esa mañana. Bruscamente despierto, Sánchez Mazas se hizo repetir un nombre; luego se levantó, cruzó a grandes zancadas el despacho, abrió la puerta, se plantó en medio de la antesala y, escrutando las caras de susto que la abarrotaban, preguntó:

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