Mario Levrero - París

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París: краткое содержание, описание и аннотация

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Su París forma, junto con La ciudad y El lugar, una `trilogía involuntaria` sobre el extrañamiento: los viajes que emprenden sus protagonistas parecen al comienzo incursiones razonables en la realidad cotidiana, pero luego se advierte que en esa `realidad` todo se transforma y se tuerce de continuo, y quien cuenta la historia está siempre un paso detrás de la nuestra en el asombro.

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Rato después apareció una gran claridad tras un alto edificio, y luego fue asomando media luna blanca, lechosa. Había aparecido temprano esa noche, y lamenté que no fuera luna llena. La imagen de mi silueta volando, de mis alas recortadas contra el círculo blanco, me habría estimulado quizá para partir de inmediato. Seguí tendido en el pasto.

Luego me levanté y reanudé la marcha sin rumbo, sintiéndome muy solo y poseído por una tristeza muy grande. Dos fuerzas en equilibrio me tiraban con igual intensidad, una hacia arriba, otra hacia abajo, y llegué a temer que mi cuerpo se quebrara, se dividiera en un estallido, mi sangre liberada salpicando el pasto del cantero, mi memoria disuelta, mi espíritu elevándose sin trabas hacia las estrellas.

– ¿Qué es lo que me ata a este lugar? -me pregunté en voz baja, que me sonó muy extraña en los oídos. Después pensé que no había nada que me atara a ese lugar, salvo el miedo a otros lugares, la falta de confianza en mí mismo. Las últimas experiencias -quizá todas las experiencias desde que llegué a París, o incluso el propio viaje- me habían debilitado en extremo. No confiaba en mí mismo ni en los demás. ¿Qué podía esperar?

Apareció alguna gente, corriendo. Primero uno, luego dos, luego una pequeña bandada de cinco o seis personas que atravesaban el bulevar. Más tarde aparecieron otros y no lejos de allí se producía un rumor creciente.

Luego muchos más, corriendo en todas direcciones. Me detuve en mi sitio, no sabiendo qué actitud tomar, y en pocos minutos era una multitud la que corría, sembrando la confusión y el pánico. Quizá debí quedarme donde estaba, ya que no había ningún indicio de hacia adonde era más conveniente correr, pero me ganó el miedo y huí hacia una calle más oscura.

Logré encontrarme nuevamente solo, por unos instantes; pero no tardé en escuchar ráfagas de metralla y una gritería que se aproximaba, y en instantes la gente que corría me alcanzaba y pasaba a mi lado. Me pregunté si ya habían llegado los alemanes.

Miré hacia atrás y vi a la distancia cómo se acercaban unos auto-bombas, lentamente, y creí ver tanques de guerra detrás. Eché a correr nuevamente, junto a un número cada vez mayor de personas que gritaban cosas incomprensibles.

Vi que allá adelante también venían tanques, y doblé por una calle lateral; el sonido de las balas se aproximaba y la confusión era aquí mayor. De pronto me encontré en un lugar redondo y cerrado, que no podía distinguir bien por la oscuridad, aparentemente un enorme callejón sin salida, donde la gente se entrechocaba y algunos caían y eran pisoteados; me volví hacia una pared, buscando refugio en algún portal, pero todos estaban ocupados ya por otra gente que se apiñaba allí.

– Por acá -siento que me dice una voz de mujer, y que ella me toma de un brazo; era Sonia-. ¿Qué estás haciendo tú aquí? -dice, no exactamente en tono de pregunta sino con gran alarma. Me lleva corriendo, en dirección a los tanques. Noto que tiene, desplegada en la mano derecha, una bandera (o quizás es solamente un trapo) totalmente roja; y que la agita ante los tanques. Detrás de los tanques viene la policía montada, repartiendo sablazos a la gente que sigue sin poder huir del encierro; pero a nosotros no nos tocan, y cuando estoy ya sin aliento, y Sonia probablemente también, noto que corremos con menor rapidez, hasta conseguir un paso normal; estamos afuera del lío.

– Uff -Sonia se recuesta contra una pared, próxima a un farol. Ya no está disfrazada de prostituta, sino que tiene aspecto de guerrillera, con una boina echada sobre un costado de la cabeza, el pelo cayendo suelto sobre los hombros, y un uniforme color verde oliva. Del cinturón cuelgan unos revólveres, y le cruza entre los pechos una cinta con balas de ametralladora.- Apenas puedas -agregó, todavía sin haber recuperado por completo el aliento-, regresa al Asilo. Conservas la valija, ¿verdad?

– ¡No! -grito, recordando súbitamente cómo me la han robado, y todo el malestar que había sentido al comprobarlo y que, ahora, vuelve con toda su intensidad-. Alguien -agrego, con rabia- me la cambió por otra, llena de ladrillos.

Sonia me mira con expresión alegre.

– Idiota -dice, dulcemente-. A esa valija me refería. Fui yo quien la cambió por la tuya. Los ladrillos -agregó- son de oro, pintados color ladrillo. Es el tesoro de la Resistencia. Queda en tus manos, ya que esta noche habremos de morir.

La miré con incredulidad.

– ¿Y qué hago yo con el oro? ¿Y quiénes han de morir? ¿Y por qué?

– No entenderías nada -responde- y no hay tiempo de que te explique todo desde el principio; pero sólo te diré que deberás conservar el oro hasta que alguien te lo pida. Favor por favor, ¿verdad? -y me mira a los ojos con una expresión muy intensa; luego pasa los brazos alrededor de mi cuello y, con los ojos llenos de lágrimas, pega sus labios a los míos, en un beso largo y desesperado. Yo la aprieto contra mi cuerpo y también siento que las lágrimas me llenan los ojos-. No me olvides -dice, luego-, Nunca podrás imaginar cuánto te amo.

Volvemos a besarnos. Me doy cuenta de que es cierto que me ama, y las cosas comienzan a cobrar sentido y quieren comenzar a acomodarse. Pero me apretó la mano, y sin transición dio media vuelta y echó a correr, hacia el lugar sitiado por los tanques y la policía.

– ¡Sonia! -quiero gritar, mirando en la dirección en que se alejó, ya sin poder verla en la oscuridad profunda, pero no puedo gritar. La garganta se me anudó, y quedo parado allí, inmóvil, vacío.

Después, anduve por un París invisible, durante horas, dando vueltas y vueltas, hasta sentir los pies como en llaga viva y un envaramiento en las piernas que no me permitió seguir. Abrí los ojos a la realidad exterior. No me sorprendió encontrarme a. media cuadra de la entrada del Asilo; en forma inconsciente lo había buscado y encontrado. Me aproximé con gran lentitud. Los carabineros continuaban, rígidos, enfrente. Subí penosamente hasta el primer piso, pero entonces, obedeciendo a un impulso, me quité los zapatos que ya no me permitían caminar y, llevándolos en la mano, seguí subiendo la escalera. Hacia la azotea.

Trepé los escalones de hierro y asomé el cuerpo nuevamente por la puerta trampa. Ahora, espesos nubarrones tapan la luna y las estrellas; el resplandor de la luz de neón continúa brillando sobre el centro de la ciudad. Con mucho cuidado sorteo los pozos y alambres y llego junto a uno de los parapetos. Me quito la camisa, y llevo las manos a la espalda para palpar las alas. Allí están, cuidadosamente plegadas.

Miro hacia abajo, hacia la calle, y siento vértigo. Luego miro hacia la noche, y el vértigo se acentúa. Intento desplegar las alas. Fue como si intentara mover las orejas; apenas logré un levísimo movimiento, producido sin duda por el desplazamiento de otros músculos de la espalda. Intento otra vez, inútilmente.

No sé desplegarlas. La vez anterior lo habían hecho solas, en forma automática, al ser precipitado en el vacío, ahora, cuando trato de hacerlo en forma voluntaria, no puedo.

Vuelvo a mirar hacia abajo. Los carabineros son apenas visibles, algo blancuzco y pequeño. Debo saltar. Debo volver a provocar esa situación que obligue a mis alas a abrirse. El vértigo me cubre la frente de sudor, y me tiemblan las manos y las piernas. No puedo saltar. Tengo miedo. Desde la distancia, sigue llegando el sonido de los disparos.

– Debo hacerlo -dije en voz alta, y afirmé las manos en el borde del parapeto y me ayudé a subir allí, de rodillas. Intenté ponerme de pie pero los músculos no me obedecían; el miedo me paralizaba-. ¡Vamos!-me grité-. ¡Salta! ¡Salta! ¡Salta!

Y me reí. Me atacó un pánico feroz y salté, pero no hacia la calle, sino hacia el piso de la azotea. Cincuenta centímetros. Me lastimé las rodillas, y me quedé allí, acurrucado en el suelo, riéndome de mí mismo, llorando.

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